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El budismo en el poder y la política de Asia

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El budismo lleva más de 2.500 años en Asia, pero su relación con la política de los países en los que está presente difiere mucho de unos a otros.

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Mientras que en lugares como Myanmar los budistas dominan la agenda política, en Japón y en Singapur son prácticamente irrelevantes. En otros países, como India y China, esta religión es una herramienta política en manos del gobierno, y en la península de Indochina los regímenes socialistas han conseguido someter al cuerpo monástico budista, coartando cualquier auspicio de rebelión.

El budismo es uno de los principales atractivos de Asia. Si uno se mueve dentro de la zona comprendida entre India, la península de Corea e Indonesia, muy probablemente se cruzará a diario con monjes ataviados con las túnicas naranjas o rojas que tan exóticas resultan a los ojos extranjeros. Sin embargo, para los locales esto no es nada fuera de lo común: el budismo lleva más de dos mil años presente en la región.

La historia de esta religión comenzó en el 523 a. C., cuando el príncipe Sidarta Gautama alcanzó la iluminación tras pasar años meditando en solitario al norte de India. A partir de entonces, Gautama empezó a ser conocido como Buda (“el iluminado”) y dedicó su vida a transmitir la doctrina que le había sido revelada como camino para alcanzar el verdadero conocimiento y librarse del sufrimiento. Esta doctrina, que recibe el nombre de Dharma, se resume en las “cuatro nobles verdades”, los preceptos básicos que cualquier budista debe asumir. Estos dictan que toda existencia conlleva sufrimiento; el sufrimiento proviene del deseo, del apego y de la ignorancia; el sufrimiento puede ser vencido; y la forma de vencer este sufrimiento es mediante la meditación y la disciplina.

El budismo se extendió rápido por el sur y el este de Asia, y surgieron varias interpretaciones de la religión. Desde entonces, el desarrollo del budismo y su cuerpo monástico, la sangha, ha sido heterogéneo y ha alcanzado distintos grados de influencia en las distintas sociedades de la zona. Aun así, la época colonial puede considerarse un punto común en la historia del budismo en todos los países de la región. Si hasta el siglo XVIII gozó de una posición predominante en muchas sociedades asiáticas, la relación del budismo con el Estado cambió desde entonces en prácticamente todos los lugares donde estaba presente. A día de hoy, sólo mantiene una fuerza capaz de influir en los asuntos políticos en Myanmar y Sri Lanka. Por el contrario, en lugares donde antaño el budismo fue la piedra angular de la sociedad, como Corea del Sur y Japón, la sangha juega ahora un papel casi marginal.

Budismo sobre todas las cosas

En Myanmar, Sri Lanka y Tailandia el budismo ha proliferado desde que fue introducido en sus territorios por el emperador Ashoka, que gobernó el imperio maurya en el siglo III a. C. En los tres países esta religión gozó de la protección de reyes durante siglos, pero en Myanmar y Sri Lanka fue reprimida durante la época colonial, cuando las potencias europeas –principalmente el imperio británico– favorecieron la expansión del cristianismo. Desde el siglo XX, sin embargo, en estos países han proliferado movimientos nacionalistas muy ligados al budismo que están causando estragos en las minorías musulmanas, cristianas e hinduistas de sus territorios.

En el caso de Sri Lanka, esto se debe a que los británicos marginaron a la etnia mayoritaria del país, los cingaleses –cuyos miembros son mayoritariamente budistas–, y dieron un trato de favor a la minoría tamil hinduista, que venía del norte de India. Así, cuando el país fue declarado independiente en 1948, los cingaleses ocuparon el gobierno y emplearon el revanchismo, aplicando una serie de medidas que tenían el propósito de cimentar su estatus dominante y dejar de lado a los tamiles: entre otras, designar el budismo como religión oficial del Estado. Los tamiles, como respuesta, comenzaron a organizarse y a demandar una mayor autonomía del gobierno central y la tensión entre las dos etnias escaló rápidamente. La situación derivó en una guerra civil que comenzó en 1983 y que terminó en 2009, cuando el gobierno venció a los Tigres Tamiles, un grupo terrorista que había sembrado el caos en la región norte, donde vive la mayoría de los hindúes.

Desde entonces, el país se ha mantenido estable en lo político, con los tamiles volviendo a ocupar escaños en el Parlamento nacional. Sin embargo, la tensión étnico-religiosa sigue presente en las calles, aunque ahora las víctimas suelen ser musulmanas. Y es que, a raíz de que seguidores de Dáesh (Estado Islámico) asesinaran a casi 300 personas en abril de 2019, varios musulmanes han sufrido ataques como represalia por parte de los nacionalistas cingaleses.

Algo similar ocurre en Myanmar. Varios reinos protegieron el budismo en el país durante siglos, sólo para ver cómo los británicos lo apartaron cuando ocuparon el territorio en 1886. Sin embargo, durante el siglo XX nacieron organizaciones como la Asociación de Jóvenes Budistas, que reclamaba que los colonos devolvieran la independencia al país para que este pudiera retornar a sus raíces religiosas. Tras la independencia, que llegó en 1948, los sucesivos gobiernos han protegido el budismo a sabiendas de que es una pieza fundamental en la estructura de la sociedad. Pero eso no significa que todo haya sido un camino de rosas para la sangha. Las tensiones políticas y la mala praxis de la junta militar que llevaba gobernando desde 1962 terminaron por hacer que los monjes budistas salieran a la calle en 2007, cuando lideraron la Revolución Azafrán, una protesta contra el gobierno que ganó notoriedad y en la que se aliaron con Aung San Suu Kyi, líder política de la oposición.

La Revolución Azafrán fue la evidencia de que a la junta militar se le acababa el tiempo, por lo que en 2015 se inició la transición a la democracia. El partido liderado por Aung San Suu Kyi, budista declarada, se hizo con el poder y desde entonces la líder actúa de facto como presidenta del gobierno. Aun así, durante los últimos años han surgido organizaciones budistas extremistas como Ma Ba Tha, que han presionado para actuar contra el resto de las minorías religiosas en el país, especialmente los musulmanes, impulsando, por ejemplo, una ley para prohibir el matrimonio interreligioso.

Además, el propio ejército del país ha cometido abusos tan graves contra la minoría rohinyá musulmana que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) lo ha acusado de estar llevando a cabo una limpieza étnica. La junta militar prohibió hace décadas a esta etnia acceder a la ciudadanía, y desde entonces ha sufrido una persecución constante que deja ya más de 10.000 muertos y casi un millón de refugiados en el extranjero. Lejos de ofrecer una solución como muchos esperaban que hiciera, Aung San Suu Kyi ha cedido a la presión de los budistas más radicales, y en 2015 eliminó a los musulmanes de sus listas electorales, justificando implícitamente los abusos contra ellos.

En cuanto a Tailandia, allí el budismo también tiene bastante influencia, aunque está en una situación tan problemática como en los países antes mencionados. 93% de sus habitantes son budistas, pero la sangha está obsoleta, dañada por múltiples casos de corrupción de sus líderes. El mal estado de la organización monástica en Tailandia hace muy difícil a los religiosos atraer a los jóvenes a sus órdenes. Incapaz de fomentar el budismo entre las bases del país, la sangha intenta influir en la política mediante presiones al gobierno. En varias ocasiones la sangha ha pedido formalmente cambiar la Constitución para nombrar el budismo como religión oficial del país, aunque siempre se ha topado con la negativa de los mandatarios, que no quieren generar tensiones con el resto de las comunidades locales. Aun así, la Constitución sí que dicta que el rey debe profesar el budismo, y desde 2017 el Estado está obligado a proteger específicamente el budismo theravada frente al resto de sectas, ya que es la más extendida en el país.

A pesar de todo, Tailandia tampoco está libre de conflictos interreligiosos: en 2004 estalló una insurgencia en una región dominada por ciudadanos de etnia malaya –musulmanes casi todos– que han cultivado un sentimiento nacionalista en oposición a la identidad tailandesa budista. El conflicto suma ya más de 6.000 muertos y no se prevé un final cercano.

Budismo como herramienta política: India y China

El budismo tiene un enorme peso histórico en India y China, pero eso no ha impedido a los gobiernos de los dos países alejarlo de la sociedad y convertirlo en una herramienta política al servicio de sus intereses.

India fue la cuna del budismo, así como el país donde Buda nació, alcanzó la iluminación y predicó por primera vez. La religión se expandió rápidamente por el territorio, pero con el paso del tiempo, el hinduismo, el islam, el cristianismo y el sijismo han ganado terreno, y ahora apenas 0,7% de los indios sigue las enseñanzas de Gautama. Sin embargo, la herencia histórica y cultural de esta religión es muy fuerte en India, pues guarda varios de sus sitios sagrados y da cobijo al Dalai Lama –líder espiritual del budismo vajrayana o tibetano– desde que este huyó de Tíbet en 1959, con un séquito de seguidores, tras una serie de conflictos con la administración china.

El gobierno indio es consciente de que la herencia budista del país lo deja en una posición privilegiada para cultivar buenas relaciones con los estados de la zona en los que esta religión tiene un peso importante. Por eso, cuando el primer ministro Narendra Modi ha visitado durante los últimos años lugares como Sri Lanka y China, se ha cuidado de enfatizar la manera en que el budismo sirve de vínculo entre sus regiones para cultivar una buena imagen en el extranjero. Sin embargo, de puertas adentro Modi favorece una agenda eminentemente hinduista, ya que se adhiere a una corriente ideológica que propone que India es la tierra de los hinduistas, y que cualquiera que no profese esa religión debe igualmente comprender su preeminencia. Incluso la Constitución del país parece secundar esta visión, ya que considera al budismo una rama del hinduismo y no una religión independiente, por tener ambos muchas características comunes.

La situación en China, por su parte, está ligada a la de India, si bien lo que para uno es una ventaja para el otro es más bien un problema. Como se ha mencionado, una serie de encontronazos entre el Partido Comunista Chino (PCCh) y la comunidad de monjes tibetanos durante la década de 1950 llevó al Dalai Lama y muchos de sus seguidores a exiliarse en India. Esto refuerza la narrativa de su herencia budista, pero supone una importante amenaza para China, cuya relación con la región montañosa, que aspira a conseguir una mayor autonomía con respecto a la administración central, sigue siendo bastante tensa.

Prueba de ello es la pugna por el futuro del budismo tibetano que mantienen el Dalai Lama y el gobierno chino, que está intentando adueñarse del futuro de esta corriente. En 1995 el Dalai Lama nombró como la reencarnación del Panchen Lama –el segundo cargo más importante en el budismo tibetano– a un niño de seis años. La tarea principal de este cargo es nombrar un nuevo Dalai Lama tras la muerte del anterior. El gobierno de Pekín vio ahí su oportunidad y tan sólo un mes después de su nombramiento secuestró al pequeño y nombró a otro niño de su elección. Desde entonces, el PCCh ha formado a este nuevo Panchen Lama según sus propios intereses para que, cuando llegue el momento, nombre a un Dalai Lama favorable a su doctrina con la esperanza de que así la oposición tibetana pierda fuelle.

Socialismo y budismo en Laos, Camboya y Vietnam

Los regímenes que se instalaron en Laos, Camboya y Vietnam durante la segunda mitad del siglo XX han tenido una aproximación bastante similar al budismo: los tres se han hecho con el control de la sangha, en mayor o menor medida, para asegurarse de que no se convierta en una organización capaz de orquestar un movimiento de oposición a la administración central. Aunque en términos generales lo han conseguido, ninguno de los regímenes ha estado exento de protestas por parte de los religiosos en su país.

En Laos, donde el budismo llegó en el siglo VIII y gozó de la protección de numerosos reinos locales, hoy casi 70% de su población profesa esta fe, aunque originalmente la intención del gobierno era la contraria. Durante la guerra civil de Laos (1964-1973), el Pathet Lao –organización comunista que contaba con el apoyo de los revolucionarios de Vietnam– se acercó a la sangha para ganarse su apoyo y movilizar a los budistas para derrocar al régimen monárquico. Pero, una vez el Pathet Lao tomó el poder del país en 1975, impuso medidas destinadas a reducir la influencia de los budistas en la sociedad, como la prohibición de la enseñanza del budismo en las escuelas o el envío de monjes a campos de trabajo.

Sin embargo, el budismo estaba tan extendido entre la gente que el gobierno se topó rápido con la oposición de buena parte de la población. Eso lo obligó a dar marcha atrás y reformular su posición respecto de la religión: se tuvieron que reinterpretar las enseñanzas budistas para hacerlas compatibles con el marxismo, alegando que ambas doctrinas velaban por la igualdad entre las personas y rechazaban la propiedad privada, por ejemplo. De esta manera, el gobierno se aseguró que podría dar cabida a la sangha en el país sin tener que renunciar a sus ideales, si bien es cierto que sigue manteniendo el control sobre las actividades de los monjes.

Algo similar ocurre en Camboya. Allí, cuando el régimen de Pol Pot tomó el control del país entre 1975 y 1979, se reprimió duramente la sangha, pues se buscaba romper totalmente con el pasado del país. Esos años estuvieron caracterizados por la persecución y el asesinato de monjes, así como por la destrucción sistemática de templos budistas. Para el final de la dictadura de los Jemeres Rojos, se estima que apenas quedaban 100 monjes en el país.

La situación mejoró tras la llegada al poder del Partido Popular de Camboya en 1979. Como gobierno afín al agresivo socialismo vietnamita, la mejora fue parcial: se impulsó la ordenación de nuevos religiosos, pero estuvo estrictamente supervisada por las autoridades. Cuando fue nombrado primer ministro en 1989, Hun Sen –que todavía sigue al frente del país en la actualidad– levantó parte de las restricciones que pesaban sobre los monjes.

Con todo, el cuerpo monástico de Camboya sigue controlado de facto por el gobierno gracias a que el patriarca supremo del budismo en el país, Tep Vong, es un fiel aliado y antiguo miembro del Partido Popular. La rigidez de Vong a la hora de castigar a los monjes que promulgan opiniones contrarias a la narrativa del gobierno ha llevado a muchos a actuar como activistas por causas sociales, renegando de la política y centrando sus esfuerzos en la preservación de los bosques y la lucha por los derechos de los habitantes de las zonas rurales, donde tienen más posibilidades de éxito.

En Vietnam, la historia se repite. Durante la guerra (1955-1975), el sur del país quedó bajo el gobierno de Ngo Dinh Diem, católico declarado que quería ver prevalecer su religión frente al budismo. Se recortó la libertad de los monjes, a lo que estos contestaron organizando protestas para reclamar sus derechos. La situación se tensó tanto que, el 11 de junio de 1963, el religioso Thich Quang Duc se inmoló en mitad de una calle en Saigón (ahora Ho Chi Minh) escenificando el hartazgo de los budistas con respecto a las políticas represivas del gobierno. En lo que duraron las protestas, unos 1.400 monjes fueron arrestados y otros tantos desaparecieron.

La situación no ha sido mucho mejor bajo el régimen comunista que se instaló en el país tras su reunificación en 1975. El gobierno no veía con buenos ojos que existiera una organización monástica independiente, así que en 1981 creó la Iglesia Budista de Vietnam (IBV), una entidad totalmente bajo su control y la única organización budista legal en el país. Desde entonces se ha perseguido a los monjes que se niegan a adherirse a la IBV, y la represión generalizada contra el budismo ha provocado que su número de seguidores disminuya hasta el punto de que apenas 12% de la población profesa hoy esta religión.

Budismo alejado de los focos: Singapur, Japón y Corea del Sur

Por último, cabe hablar de cómo la sangha ha adoptado un rol marginal en Singapur, Japón y Corea del Sur. Allí las organizaciones budistas no tienen un peso importante en la sociedad, y sus interacciones con los gobiernos locales son muy limitadas.

En el caso de Singapur, donde alrededor de 33% de la población es budista, después de la independencia en 1963 la sangha comenzó actuando como un lobby en defensa de la ortodoxia budista local. La Federación Budista de Singapur (FBS) tenía bastante influencia en el gobierno, y durante décadas presionó a la administración para que frenara la llegada de corrientes budistas extranjeras e impidiese la creación de otros cuerpos monásticos diferentes al suyo en el país. Sin embargo, terminó topándose con la Constitución, que garantiza la libertad religiosa de los singapurenses.

Al tiempo, la sangha de Singapur terminó involucrándose más con el activismo social. El máximo exponente de esta vertiente fue el monje Yen Pei, que en 1981 fundó la Singapore Buddhist Welfare Services, una entidad que se dedica a tres actividades principales: el cuidado de ancianos, la donación de órganos y la prevención del consumo de drogas.

En Corea del Sur, el budismo también está mayormente relegado a las actividades sociales. Apenas 35% de la población dice identificarse con esta fe y casi la mitad de la población no es religiosa. Entre las actividades principales de la sangha coreana está la administración de hospitales, hospicios y escuelas para asegurarse de que los sectores más vulnerables de la población tengan garantizados unos servicios básicos. Aun así, los religiosos han interferido en política durante los últimos años, aunque sea de puntillas: cuando en 2016 salió a la luz el escándalo de corrupción que terminó con el mandato de la ex primera ministra Park Geun-Hye, el líder de la orden monástica Jogye pidió en público su dimisión y un monje se inmoló en una protesta contra ella.

En Japón el budismo sí que tuvo una aventura política, pero fue breve y ha quedado enterrada en el pasado. Ocurrió en los años 60, cuando la organización budista Sokka Gakkai impulsó la creación de Komeito, un partido político que nació con la idea de trasladar la agenda budista a la política nacional. Aunque llegó a ser el tercer partido más importante de Japón, Komeito se vio envuelto en un caso de fraude electoral y la imagen de ambas organizaciones quedó manchada. Por eso, en 1970 Sokka Gakkai se desvinculó del partido, que desde entonces se ha desligado de la agenda budista y persigue ideales como la paz y el bienestar social. Komeito ha formado coaliciones de gobierno en seis ocasiones, la última tras las elecciones de 2017, facilitando la continuidad del primer ministro Shinzo Abe en el poder.

Por lo demás, el budismo está de capa caída en Japón. En el país, mucha gente no se siente a gusto identificándose con una religión, sobre todo desde que una secta fundamentalista asesinó a 13 personas en los atentados en el metro de Tokio en 1995. Tal es así que se espera que en el período entre 2015 y 2040 cierren 27.000 de los 72.000 templos budistas que están todavía en pie en Japón, principalmente por el éxodo rural: las personas emigran a las ciudades, dejando las municipalidades de la periferia vacías, sin nadie que cuide de los templos ni les ofrezca donaciones.

Observar la relación entre religión y Estado es bastante útil para comprender la dinámica de un país; en este caso, el budismo permite entender cómo funcionan los regímenes asiáticos. En la mayoría de ellos, el budismo ha atravesado momentos complicados durante los últimos siglos y casi siempre ha supuesto una pérdida de independencia a la vez que los gobiernos poscoloniales se hacían más fuertes, alejando a los religiosos del activismo político y relegándolos a causas sociales con las que apenas pueden hacer ruido.

Esta nota fue publicada por El Orden Mundial.

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