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Los diputados del partido Podemos, Pablo Iglesias e Irene Montero, el 31 de mayo.

Foto: Óscar del Pozo, AFP

El impulso y su freno: historiando a Podemos

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A la fecha en la que escribo este artículo, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), tras ganar las elecciones, no está abierto a que Unidos Podemos forme parte del gobierno con cargos ministeriales. Aun así, en la historia democrática española, nunca antes un partido a la izquierda del PSOE había logrado la posición de poder que hoy tiene Podemos en el Estado. Pero si bien esta es la nota positiva, no se debe obviar la caída en votos en las elecciones municipales y europeas de mayo, que pone al partido cada vez más lejos del objetivo con que se formó: el gobierno.

En este sentido, la famosa “autocrítica” –ese fetiche culpabilista de la izquierda– se hace más que pertinente en el mediano plazo tras la superación de este período de turbulencias negociadoras para formar un gobierno progresista. No obstante, a algunos les vale esa autocrítica catastrofista del “todo está perdido”. Un culpabilismo ingenuo que, comandado por el pesimismo gratuito, busca expurgar supuestos pecados. De la autocrítica se pasa al suicidio en un abrir y cerrar de ojos.

De la misma manera, es innegable que ha habido un acoso y derribo contra Pablo Iglesias por parte del establishment español. A tal punto que el ministro de Interior de Mariano Rajoy utilizó cuerpos parapoliciales para inventarse falsos informes de corrupción contra el dirigente. No obstante, como digo, es imprescindible hacerse cargo de los errores o localizar los momentos en los que el impulso se golpeó con el freno cuando todo parecía posible. Para eso, como en casi todo, hay tomar una posición reflexiva y dar significado al pasado, es decir, historiar.

El momento populista

El movimiento social del 15 de mayo de 2011 (15M) consistió en una masiva movilización de, sobre todo, jóvenes que agarraron sus carpas y se pusieron a dormir en las plazas emblemáticas de cada ciudad de España. Los manifestantes de Madrid, centro neurálgico del movimiento, estuvieron un mes en la Puerta del Sol. En todas y cada una de las acampadas se armaron talleres que proponían reformas económicas, políticas, sociales y culturales e impugnaban el orden creado por el 1% de la población contra el otro 99%. La gente que no acampaba se acercaba todos los días a formar parte de los debates y asambleas en los espacios públicos; los medios de comunicación hacían cobertura del movimientos las 24 horas día; y el hashtag #SpanishRevolution fue trending topic mundial en Twitter.

Finalizada la acampada, los manifestantes pasaron a engrosar las filas de movimientos sociales cada vez más disciplinados y preparados. El gran ejemplo fue la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) –liderada por la actual alcaldesa de Barcelona, Ada Colau– que protestaba contra los desalojos de familias que no podían pagar la deuda que contrajeron con el banco para pagar sus viviendas. Encima, los hipotecados que se quedaban sin casa mantenían su deuda.

Las posteriores Marchas de la Dignidad, que concentraron a todos los movimientos sociales del territorio un fin de semana en Madrid, fueron la apoteosis de la movilización. El cenit de aquella etapa se vivió con la concentración alrededor del Congreso de los Diputados, en la que la tensión y las dudas por entrar con horquillas al Parlamento se respiraban en el ambiente. Se había llegado al límite y no era posible tomar las instituciones al estilo revolucionario tradicional. Era necesario un partido y acudir a las urnas. Se mascaba el momento populista.

Fue este el contexto en el que un grupo de profesores madrileños de salario precarizado comandados por un tertuliano de televisión, Pablo Iglesias, se lanzaron a una aventura de destino incierto. Había nacido Podemos, y el inesperado resultado de cinco diputados y 7% de los sufragios en las elecciones europeas de 2014 le sirvieron para convertirse en el vencedor moral de la contienda.

Se gestó así un partido político que a la interna se organizó al modo leninista: un líder y su camarilla a golpe de verticalazo intentando surfear las turbulentas aguas de la política institucional; soportar la presión mediática de lo que fue un auténtico fenómeno de masas hacia la conquista del poder; y ser la gran esperanza de una izquierda europea encerrada en sus propias tribulaciones sobre las minorías, el sujeto revolucionario y el autocastigo post soviético. Aquello posiblemente fuese la única alternativa para sobrevivir. Fue la etapa de la guerra relámpago.

A la externa, Podemos carecía de un programa claro y solvente de gobierno, pero fue capaz de darle un vuelco al tablero. El conflicto político e ideológico sustancial se había perdido y reapareció de golpe con el fulgurante ascenso de este partido, que no se declaraba de izquierda ni de derecha y construía una realidad política en la que había una “casta” minoritaria y una masa de “gente” que sufría su mal gobierno. En las encuestas, los votos subían como la espuma y llegaban desde la derecha, la izquierda y el centro. Alguno de esos sondeos llegó a darle el primer puesto con 30% de los votos en 2015. Alguno ya saboreaba el poder y la gloria.

Pero el establishment no había jugado sus cartas, y se inventó lo que un banquero denominó “un Podemos de derechas”: Ciudadanos, un partido que, dopado por la imagen que construyeron los mass media, pasó a competir directamente por el espacio que presumiblemente habría votado a Podemos. Los ejes de su discurso eran los mismos que los de Podemos: lo nuevo contra lo viejo y la necesaria regeneración de las élites políticas corruptas. Por otro lado, Ciudadanos aprovechó la debilidad programática de Podemos para acusar a estos últimos de populistas y de querer tirarlo todo abajo, mientras que ellos vendrían a ser el cambio sensato y tecnocrático.

A partir de ese momento, Podemos fue progresivamente escorándose hacia la parte izquierda del tablero y a verse a sí mismo como el sucesor de un PSOE en franca decadencia. De este modo, perdieron esa transversalidad ideológica primigenia, que terminó por hundirse en el imaginario colectivo cuando, tras las elecciones de 2015, Podemos no tendió una mano honesta al PSOE; no empujó las contradicciones centristas de Ciudadanos ofreciéndole entendimiento; y consumó su alianza con el espacio poscomunista Izquierda Unida para concurrir a la repetición electoral de 2016. Aquello no aumentó ni mantuvo el caudal de la nueva marca Unidos Podemos, sino que perdió un millón de electores. Esa incapacidad para relacionarse con Ciudadanos apelando únicamente a su condición ideológica derechista fue el primer freno al impulso y la primera gran discusión que dividió a la cúpula leninista del partido.

La cuestión nacional

Durante los meses que transcurrieron desde las elecciones de 2015 a su repetición, en junio de 2016, Podemos puso una exigencia innegociable sobre la mesa: un referéndum de independencia en Cataluña. La demanda independentista iba enquistándose y la clase política hacía oídos sordos, mientras las contradicciones se acumulaban y progresivamente iba tomando legitimidad, tanto en Cataluña como en el resto del Estado, la posibilidad de solucionar el conflicto por esa vía democrática. Pero esta solución cayó en desgracia cuando el independentismo declaró la independencia.

A lo largo de ese momento crítico, Podemos planteó sus exigencias de manera abrupta y casi que innegociable. En este sentido, estoy convencido de que si Podemos no hubiese exigido de manera incondicional un referéndum por la independencia, el PSOE hubiera tenido una excusa mucho más débil para llegar a acuerdos de gobierno. A partir de ahí, el desenlace fue que el Partido Popular mejoró sus resultados en las elecciones de junio de 2016, el PSOE se abstuvo en su investidura como presidente y tuvimos a Mariano Rajoy en el gobierno hasta hace un año.

Así se llegó a la II Asamblea Ciudadana del partido, Vistalegre 2. Fue en ese congreso nacional en el que se vislumbraron dos proyectos políticos para el partido, a cada cual más genérico, difuso y mal explicado. No hubo debates ni discusiones serias, más allá de pequeñas disputas palaciegas en Twitter. El modelo leninista de vanguardia revolucionaria comenzaba a hacer aguas. De hecho, en Vistalegre 2, tanto Pablo Iglesias como Íñigo Errejón –su presunto rival, ya que no se postulaba a la secretaría general– daban por finalizado lo que arriba denominé “momento populista”, es decir, el momento de impulso al que le bastaba con surfear acertadamente las olas del descontento ciudadano.

Podemos, como en general la izquierda española, infravaloró el asunto de los nacionalismos en España. Una infravaloración que parte de la incomprensión sensible e intelectual de la nación española constituida como una nación compuesta, es decir, como Las Españas. Esta denominación que se ponía a los reyes, lejos de ser una mera anécdota retórica, constituye el verdadero sentir nacional, eternamente en conflicto con el nacionalismo español homogeneizador y centralista. Lo que planteó (y plantea) Podemos es un agregado de naciones bajo un mismo Estado, es decir, la negación de la propia nación española.

Unos meses después de que ninguno de los contendientes en Vistalegre 2 previese la apertura de un nuevo momento populista similar al del 15M, los partidos independentistas de Cataluña –mayoría en diputados en el parlamento regional pero no en votos– se saltaron los derechos del resto de grupos parlamentarios en la sesión de setiembre de 2017 en la que aprobaron su Ley de Transitoriedad y convocaron el famoso referéndum del 1º de octubre.

Llegado el día, las imágenes se hicieron con las portadas del mundo y el independentismo no supo, de nuevo, gestionar su éxito. Dudó hasta el último minuto, pero, finalmente, declaró la independencia de Cataluña en base a un referéndum sin criterio institucional ni mayorías claras a su favor. Rajoy le retiró el autogobierno a la comunidad autónoma de Cataluña, convocó él mismo las elecciones catalanas desde el gobierno central y el asunto se llevó a las más altas instancias del Poder Judicial: el Tribunal Supremo. Los unos se quejaron porque Mariano se mostró blandito; los otros, porque España había quedado retratada como un Estado autoritario.

Se despertó de esa manera un nacionalismo español de masas, que recorría el espectro ideológico de izquierda a derecha. Buena parte del actual éxito de Pedro Sánchez se debe a haber apoyado la retirada del autogobierno a Cataluña; y buena parte del declive de Unidos Podemos se debió a la imposibilidad de integrar su discurso político a ese sentimiento nacional, es decir, de construir un nuevo sentimiento de españolidad tanto en Cataluña como en el resto de España. Por el contrario, el argumento que utilizó la cúpula de Podemos –porque no dejó de ser una cúpula cada vez más diezmada– fue similar al argumento que hoy se utiliza para explicar la caída de 1.300.000 votos en las elecciones de 2019: había una especie de conspiración mediática para que se dejase de hablar de los temas sociales y sólo se hablase de Cataluña. Y es cierto que los mass media actuales son terriblemente parecidos al periodismo de chimento, pero al fin y al cabo ese enfoque era común cuando se hablaba de cuestiones sociales o de Cataluña. Segundo freno al impulso.

El caudillismo

Uno de los temas que más surgió tras las elecciones fue el cuestionamiento del liderazgo de Iglesias. Y no es la primera vez.

El momento álgido de tal cuestionamiento se presentó cuando el líder de Podemos compró, junto a su pareja –Irene Montero, número dos del partido–, una mansión en las afueras de Madrid valorada en 600.000 euros. Aquel detalle hizo que muchos de sus votantes identificasen a la pareja dirigente con lo que antes ellos mismos habían denominado como casta. Podemos había perdido su condición de transversalidad ideológica luego de su alianza con Izquierda Unida; ahora perdía su condición popular.

Por encima, la pareja dirigente, en lugar de poner paños fríos y racionalidad al asunto o admitir la contradicción y reconducirla, redobló la apuesta con una maniobra bonapartista del estilo “yo o el caos”: se convocó un plebiscito interno en el que se decidía si Montero e Iglesias debían dimitir y descabezar el partido sin un plan de sustitución, o si todo seguía como si nada hubiese pasado. Evidentemente, entre la muerte del partido y que las cosas se mantuviesen, los militantes votaron esta segunda opción. Son las consecuencias de que una pareja sentimental dirija un partido y se ponga en cuestión su sueño familiar. Las conversaciones de alcoba se conviertan en posicionamiento oficial del partido.

Por su parte, Íñigo Errejón abandonó Podemos para formar su propia candidatura, Más Madrid, y dejó descabezada la candidatura de Unidos Podemos (ahora denominado Unidas Podemos) en la comunidad autónoma de Madrid a muy poco tiempo de las elecciones. Es innegable que Errejón puso sus intereses personales por encima del partido, aunque no por ello habría que pensar que el diagnóstico del dirigente era errado. La marca Unidas Podemos dejó de ser atractiva para buena parte de sus antiguos votantes y Madrid fue la única región en la que se mantuvieron los resultados electorales obtenidos por partidos a la izquierda del PSOE en 2015. Aunque dudo que lo de Errejón llegue a buen puerto, se demuestra que existe un hastío por el liderazgo de Iglesias, y Más Madrid cumplió una función de voto protesta. Mal haría la dirección de Podemos si no se diese cuenta de esto. Tercer freno al impulso.

Con todo, y al margen del melodrama, se hace patente que la izquierda española tiene que transitar hacia nuevos modelos de organización. Si bien el modelo leninista-bonapartista fue coherente con la estrategia planeada de “guerra relámpago”, se hace más que cuestionable que hoy –mendigando ministerios bajo la presidencia del inocuo Pedro Sánchez– tenga algún sentido seguir con un partido centralizado en un caudillo y su pareja.

Lo que se encuentra detrás de esta serie de escisiones –la de Errejón no fue la única aunque sí la más importante– es el tradicional caudillismo hispano. Y no se entienda el caudillismo con una connotación peyorativa. Entiéndase, sí, con una connotación carente de todo romanticismo literario.

No deja de ser verdad que el caudillismo está presente en toda cultura política; sin embargo, hay organizaciones que soportan mejor que otras los cambios en este sentido. El mundo hispano está plagado de casos históricos de caudillos que, tras su paso por la política, dejan un erial tras de sí. En España, los partidos políticos de masas siempre lograron la convivencia de distintos caudillos en su seno, a pesar de que existiese uno central. Este podía tener competencia dentro de sus propias filas e incluso se otorgaban ciertos privilegios a algunos caudillos regionales tan fuertes como para ser determinantes. De esa manera, como en Uruguay, las partes contribuían al todo. Felipe González y Alfonso Guerra tuvieron que convivir con Pasqual Maragall en Cataluña; José María Aznar lo tuvo que hacer con pequeños partidos regionalistas de derecha, con Manual Fraga Iribarne en Galicia o con Juan Vicente Herrera en Castilla y León. La cultura política de “las filas prietas y ni una voz disonante” no juega a favor de un partido, sino todo lo contrario. Esa pulsión homogeneizadora posiblemente tenga mucho que ver con la cultura política comunista del centralismo democrático y es un obstáculo a la necesaria convivencia de caudillos dentro de unas mismas siglas.

Las alternativas organizativas a esta situación no consisten en decir “hay que dar más protagonismo a las bases” como una especie de mantra que, si se repite muchas veces, se hará realidad. Tiene que ver con permitir la existencia de líderes díscolos que puedan atraer a quien todavía no está.

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