Los chiquitanos son una comunidad nativa originaria de Bolivia, también conocidos como monkox, una nación de 50.000 habitantes que mantiene viva su lengua, el besiro. Los monkox se adentraron a los bosques secos de la región de Santa Cruz, escapando primero de los quechuas y luego del invasor europeo, que buscaba someterlos al trabajo explotador y forzado de las minas.
En la actualidad, la Chiquitania o Llanos de Chiquitos es una zona protegida por ser territorio de los bosques secos que desde hace semanas sufre los incendios junto a la Amazonia. Para conocer de cerca lo que sucede en la Chiquitania era necesario llegar hasta la región de los monkox. Gracias al trabajo de la Fundación de Paz y Esperanza que se enfoca en derechos humanos y atención a comunidades en situaciones vulnerables, nos adentramos como equipo para conocer de cerca la realidad de las 30 comunidades y cientos de familias que habitan San Antonio de Lomerío, una localidad que es conocida como la Chiquitania escondida.
La camioneta en la que nos trasladamos hizo los primeros 100 kilómetros en carretera asfaltada y luego se abrió camino en un recorrido de carretera de tierra por otros 100 kilómetros hacia los bosques secos. El polvo se levantaba mientras avanzábamos hacia el encuentro con la Chiquitania escondida. Al acercarnos podíamos oler la madera quemada, así como ver el humo que se alzaba hacia el cielo. Se abría ante nosotros el desastre, el ecocidio, los escombros de lo que habían sido flora y fauna. La tierra ennegrecida por las cenizas nos mostraba las huellas de las llamas.
Estacionamos la camioneta a un lado del camino para adentramos a la zona, tocamos los pocos árboles que quedaban en pie, ennegrecidos y quemados; se sentía todavía el calor de las brasas. En medio de los árboles caídos y las cenizas ya no había vida, los animales habían escapado. A la distancia se escuchaban llantos por la pérdida de su hogar y la falta de alimento. Era un momento aterrador. Las cenizas de lo que antes eran árboles nativos cubrían el suelo. Nos alejamos pensando que en cualquier momento, por el calor de esa mañana, podrían volver a encenderse los troncos.
A medida que avanzábamos, el camino se hacía más y más estrecho. El olor a quemado ahora nos guiaba y estaba impregnado en nuestra ropa y cabellos. El cielo que antes era antes azul, ahora era gris.
Al llegar nos reunimos con Juan Chuviru, regidor y cacique de la comunidad San Antonio de Lomerío, que alberga 30 comunidades. Habíamos acordado conversar sobre la situación de la población y los incendios en la zona.
Lo primero que le preguntamos a Chuviru fue cómo se sentía la comunidad. Él tenía la mirada fija en la distancia, como si recordara que hace tan sólo unos días atrás se había enfrentado al fuego destructor. Luego, mirando al suelo, dijo: “Estamos tristes, no sabemos quién causó el fuego, aunque esta suele ser la temporada de chaqueos (la práctica de quema de pastizal seco para limpiar la maleza en las tierras y volver a plantar), pero sabemos que alguien tuvo que iniciar el fuego, ya que existe un interés por extender los pastizales en la zona”.
En un tiempo caliente y en una zona seca como esta, había que tener cuidado. Sin embargo, había algo con lo que no contaban quienes prendieron el fuego. En primer lugar, una helada que cayó sobre los árboles en el invierno, algo que no pasaba desde hacía 20 o 30 años. En segundo lugar, el viento que se movía de sur a norte cambiaba la dirección del fuego, haciendo arder todo de una manera descontrolada; incluso el fuego se acercaba a sus comunidades.
Entre las pérdidas se contaba la comida de las familias y el ganado, las pocas vacas que tienen los chiquitanos en la zona. El esfuerzo de todos los días de aproximarse a la zona de incendios que estaba a cinco kilómetros, adentrándose en el monte cargando mochilas con agua, había logrado mantener a distancia la destrucción. Sin embargo, el fuego seguía, el sol intenso no ayudaba, había también escasez de agua.
¿Qué podíamos hacer? Mientras veníamos de la ciudad se hablaba de movilizar voluntarios para ayudar. Pero nos contaron que no sirven los voluntarios de la ciudad porque muchos no tienen la resistencia para caminar con las mochilas de agua a lo largo de kilómetros por el bosque, y hacían que el trabajo tomara el doble de tiempo para los lideres de la comunidad.
¿Entonces cuál podría ser la solución? Escuchamos a la distancia un avión estadounidense contratado por el gobierno, “el súper tanque”, que sobrevolaba la zona llevando agua. Ellos respondieron que ni siquiera esos aviones eran suficientes. La única solución era que lloviera, sólo el cielo abierto cargado de agua podría dar solución. Sin duda el fuego había sido provocado por una mano humana, pero que siguiera durante tantos días y que no lloviera era algo divino, y también lo sería la llegada de la lluvia.
Después de la destrucción
En la experiencia de la Fundación de Paz y Esperanza, Eva Esther Morales, directora y psicóloga, dijo que la atención postrauma es necesaria en estos casos. Procesar el efecto de la pérdida ecológica, hacer círculos de diálogo, escuchar a los niños, niñas, así como a la población adulta. En lo posible, cuidar de los animales, que también estaban sufriendo. Todos eran parte de la comunidad, todos deberían ser atendidos. Luego, junto con la comunidad, ver qué caminos y acciones tomar para proteger la Amazonia.
Los pobladores con los que hablamos saben que cuando se apague el fuego, el trabajo será igual de arduo, y nos dijeron: “Nos toca reforestar, quizás hacer pozos subterráneos para buscar agua para regar los arboles, hacer canales”. Es necesario construir la infraestructura perdida por el fuego. Luego guardaron silencio. Sabían que en medio del trabajo tocaba también llorar la pérdida, ver cómo aprender de esta situación. Había una tristeza por la pérdida, un dolor profundo por la naturaleza. Los animales que aún sobrevivían estaban sufriendo, los pobladores estaban sufriendo, no tenían suficiente alimento y los árboles se habían convertido en cenizas.
Los caciques con los que nos reunimos dijeron: “Nosotros tenemos leyes para proteger la naturaleza, pero como comunidad no las estamos cumpliendo, tenemos que respetar nuevamente nuestras leyes para que no vuelva a ocurrir este desastre”. Escuchamos, tomamos nota, coincidimos en que era tiempo de trabajar juntos para la recuperación.
Los chiquitanos son una comunidad valiente, sobreviviente de una colonización europea, y sigue siéndolo en este momento de dolor y pérdida. Juan Chuvirú manifestó: “A veces miramos al cielo y gritamos, lloramos... ya hemos resistido a los invasores mucho tiempo, y este fuego no nos acabará”.
Los nativos de la Amazonia piden cada día que se abran los cielos y caiga la lluvia abundante de vida, y mientras el gobierno boliviano negocia si recibe apoyo extranjero, las limitaciones se hacen visibles en medio de la tragedia.
Nos despedimos de los líderes en nuestras lenguas, un acto simbólico de encuentro, dijimos hasta pronto en bésiro, quechua, aimara y en español, sabíamos que éramos hermanos y familia dentro de la diversidad que guarda el continente.
Yenny Delgado, desde Bolivia