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Foto: Ilustración: Ramiro Alonso

El manifiesto global que firmaron más de 3.000 investigadores de 600 universidades

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Democratizar, desmercantilizar, descontaminar.

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¿Qué nos ha enseñado esta crisis? En primer lugar, que los seres humanos en el trabajo no pueden ser reducidos a meros “recursos”. El personal médico y farmacéutico, el personal de enfermería, de reparto, de caja… todas esas personas que nos han permitido sobrevivir durante este período de confinamiento son la viva muestra de ello. Esta pandemia ha revelado también cómo el trabajo en sí tampoco puede reducirse a mera “mercancía”. Los servicios de salud, atención y cuidados a colectivos vulnerables son actividades que deberíamos proteger de las leyes del mercado. De no hacerlo, correríamos el riesgo de acentuar aún más las desigualdades, sacrificando a las personas más débiles y necesitadas. ¿Qué hacer para evitar semejante escenario? Hay que permitir a los y las trabajadoras participar en las decisiones, es decir, hay que democratizar la empresa. Y hay también que desmercantilizar el trabajo, es decir, asegurar que la colectividad garantice un empleo útil a todas y todos. En este momento crucial, en el que nos enfrentamos al mismo tiempo a un riesgo de pandemia y a uno de colapso climático, estas dos transformaciones estratégicas nos permitirían no sólo garantizar la dignidad de cada persona, sino también actuar colectivamente para descontaminar y salvar el planeta.

Democratizar.

Mientras quienes podemos permanecemos confinadas, los (y especialmente, las) que forman parte del personal esencial, en particular las personas racializadas, migrantes y que trabajan en la economía informal, se levantan cada día para prestar servicio a los y las demás. Ellas son prueba de la dignidad del trabajo y de la ausencia de banalidad de su función, y demuestran un hecho clave que el capitalismo, en su afán por transformar a los seres humanos en meros “recursos”, intenta siempre invisibilizar: sin personas dispuestas a invertir su trabajo, no hay producción ni servicio que valga.

Por otra parte, los confinados (y, en especial, las confinadas) están movilizando todo lo que está en su mano para lograr, desde sus domicilios, mantener la actividad de sus organizaciones, demostrando así de forma masiva que quienes suponen que la gran preocupación de un empresario debe ser no perder de vista a un trabajador indigno de confianza para controlarlo mejor, están profundamente equivocados. Cada día, los y las trabajadoras evidencian que no son una “parte interesada” cualquiera de la empresa: son su parte constitutiva. Sin embargo, se les niega aún con demasiada frecuencia el derecho a participar en el gobierno empresarial, monopolizado por quienes aportan capital.

Si nos preguntamos seriamente cómo podrían las empresas y la sociedad en su conjunto expresar su reconocimiento hacia los y las trabajadoras, parece evidente que tendría que aplanarse la curva para las remuneraciones más altas e iniciarse esta desde un nivel más alto para el resto, pero dichos cambios no serían suficientes. Del mismo modo en que, después de las dos guerras mundiales, se otorgó el derecho de voto a las mujeres en reconocimiento de su contribución al esfuerzo de guerra, hoy resulta injustificable negarse a la emancipación de los y las inversoras de trabajo, y al reconocimiento de su ciudadanía en la empresa. Se trata de una transformación absolutamente necesaria.

En Europa, la representación de quienes invierten su trabajo en la empresa comenzó a establecerse por medio de comités de empresa al acabar la Segunda Guerra Mundial. Pero estas “cámaras” de representación de los y las trabajadoras se han quedado en órganos muy débiles, dependientes de la buena voluntad de los equipos de dirección designados por el accionariado. Estas cámaras han sido incapaces de bloquear la dinámica propia del capital, que busca acumular para sí mismo mientras destruye el planeta. Estas cámaras de representación de los y las trabajadoras deberían en lo sucesivo ser dotadas de derechos similares a los de los consejos de administración, con el fin de someter el gobierno empresarial (es decir, la dirección al más alto nivel) a un sistema de doble mayoría.

En Alemania, Países Bajos y los países escandinavos, las diferentes formas de cogestión o codecisión (Mitbestimmung) que se pusieron progresivamente en marcha después de la Segunda Guerra Mundial representaron una etapa crucial, pero aún no basta para generar una verdadera ciudadanía en la empresa. Incluso en Estados Unidos, donde el derecho de sindicalización ha sido vigorosamente combatido, surgen hoy voces que piden otorgar a quienes invierten en trabajo el derecho de elegir representantes que cuenten con una mayoría cualificada en el seno de los consejos de administración. Nombrar al director (o, mejor aún, a la directora) general, decidir sobre la estrategia empresarial o sobre cómo se reparten los beneficios, son todas ellas cuestiones demasiado importantes como para ser dejadas exclusivamente en manos de la representación accionarial. Quienes invierten en la empresa su trabajo, su salud y, en definitiva, su propia vida, deben tener asimismo la posibilidad de validar colectivamente tales decisiones.

Desmercantilizar.

Esta crisis ilustra también hasta qué punto el trabajo no debería tratarse como mercancía. La crisis demuestra que no podemos dejar decisiones colectivas tan importantes en manos de los mecanismos del mercado. La creación de puestos de trabajo en los sectores de cuidados y de atención primaria, o el abastecimiento de material y equipos de emergencia llevan años sometidos a la lógica de la rentabilidad, y esta crisis no hace sino sacarnos del engaño. Nuestras decenas de miles de fallecidos nos recuerdan que hay necesidades colectivas estratégicas que debieran quedar inmunizadas ante la mercantilización. Quienes aún afirmen lo contrario son ideólogos que nos ponen a todos en grave peligro. La lógica de la rentabilidad no puede decidirlo todo. Al igual que ciertos sectores han de protegerse de las leyes del mercado no regulado, también ha de poder garantizarse a cada cual un trabajo digno.

Manifiesto global

Este manifiesto, firmado por 3.000 investigadores de 600 universidades de todo el mundo, es publicado hoy en forma simultánea por medios de 27 países. Además de la diaria lo publicaron en América Latina Folha de São Paulo (Brasil), Ámbito (Argentina), El Comercio (Perú) y en América del Norte Boston Globe (Estados Unidos). En Europa fue publicado, entre otros, por Le Monde (Francia), Die Zeit (Alemania), Il Manifesto (Italia), Público y El Diario (España). En África lo publicó Média24 (Marruecos), en Oceanía The Guardian (Australia) y en Asia Made in China Press, South China Morning Press y The Wire (India).

Una forma de alcanzar ese objetivo es mediante una garantía de empleo, que ofrezca la posibilidad a cada ciudadano y ciudadana de tener un empleo. El artículo 23 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos consagra el derecho al trabajo, a un trabajo libremente elegido, a condiciones de trabajo justas y satisfactorias, y a una protección contra el desempleo. En este sentido, la garantía de empleo permitiría no sólo que toda persona se ganara la vida dignamente, sino también que, colectivamente, multiplicáramos nuestras fuerzas para responder mejor a las numerosas necesidades sociales y medioambientales a las que nos enfrentamos. Una garantía de empleo puesta a disposición de las comunidades y administraciones locales permitiría, en concreto, contribuir a evitar el colapso climático, y al mismo tiempo garantizar un futuro digno a todas las personas. La Unión Europea (UE) debería poner los medios necesarios para impulsar semejante proyecto en el marco de su Green Deal. Si revisara la misión de su Banco Central, para que este pudiera financiar tal programa, necesario para nuestra supervivencia, la UE se ganaría la legitimidad en la vida de todos y cada uno de sus ciudadanos y ciudadanas. Ofreciendo una solución anticíclica al choque que se avecina en términos de desempleo, la UE demostraría su compromiso con la prosperidad social, económica y ecológica de nuestras sociedades democráticas.

Descontaminar.

No repitamos los errores de 2008: aquella crisis se saldó con el rescate incondicional del sector financiero, profundizando la deuda pública. Si nuestros estados vuelven hoy a intervenir la economía, es importante que al menos pueda exigirse a las empresas beneficiarias su adecuación al marco general de la democracia. El Estado, en nombre de la sociedad democrática a la cual sirve y que lo constituye, y en nombre también de su responsabilidad para velar por nuestra supervivencia medioambiental, debe condicionar su intervención a cambios en la orientación estratégica de las empresas intervenidas. Más allá del cumplimiento de estrictas normas medioambientales, debe imponer condiciones de democratización en cuanto al gobierno interno de las empresas. Porque las empresas mejor preparadas para impulsar la transición ecológica serán, sin lugar a duda, las que cuenten con gobiernos democráticos; aquellas en las que tanto inversoras de capital como de trabajo puedan hacer oír su voz y decidir de común acuerdo las estrategias a poner en práctica. Esto no debe sorprender: bajo el régimen actual, el compromiso capital/trabajo/planeta resulta siempre desfavorable al trabajo y al planeta. Como han demostrado los ingenieros de la Universidad de Cambridge Cullen, Allwood y Borgstein (Envir. Sc. & Tech., 2011 45, 1.711-1.718), si se establecieran “modificaciones realizables en los procesos productivos”, podría ahorrarse 73% del consumo mundial de energía. Pero estos cambios implicarían más mano de obra, y decisiones a menudo más costosas a corto plazo. Mientras las empresas sigan administrándose exclusivamente en beneficio de quienes aportan capital, ¿de qué lado creen ustedes que se decantará la decisión, en un momento en que el coste de la energía es irrisorio?

A pesar de los desafíos que tales cambios implican, algunas cooperativas o empresas de la economía social y solidaria, proponiéndose objetivos híbridos (financieros a la par que sociales y medioambientales), y desarrollando gobiernos internos más democráticos, han demostrado ya que esta es una vía creíble.

No nos hagamos ilusiones. Dejados a su suerte, la mayor parte de quienes aportan capital no se preocuparán ni de la dignidad de las personas que invierten su trabajo, ni de la lucha contra el colapso climático. Tenemos, en cambio, otro escenario mucho más esperanzador al alcance de la mano: democratizar la empresa y desmercantilizar el trabajo. Lo que nos permitirá descontaminar el planeta.

16/05/2020

Firman este manifiesto Isabelle Ferreras (University of Louvain/FNRS-Harvard LWP), Julie Battilana (Harvard University), Dominique Méda (University of Paris Dauphine PLS), Julia Cagé (Sciences Po-Paris), Lisa Herzog (University of Groningen), Sara Lafuente Hernández (University of Brussels-ETUI), Hélène Landemore (Yale University), Pavlina Tcherneva (Bard College-Levy Institute), Pablo Fernández (IAE Business School/Universidad Austral), Adolfo Rodríguez-Herrera (Universidad de Costa Rica), Rodrigo Canales (Yale University), Gianfranco Casuso (Pontificia Universidad Católica del Perú), Justo Serrano Zamora (University of Groningen), Rodrigo Arocena (Universidad de la República, Uruguay), Alberto Alemanno (HEC Paris-NYU Law), Elizabeth Anderson (University of Michigan), Philippe Askénazy (CNRS-Paris School of Economics), Aurélien Barrau (CNRS et Université Grenoble-Alpes), Adelle Blackett (McGill University), Neil Brenner (Harvard University), Craig Calhoun (Arizona State University), Ha-Joon Chang (University of Cambridge), Erica Chenoweth (Harvard University), Joshua Cohen (Apple University, Berkeley, Boston Review), Christophe Dejours (CNAM), Olivier de Schutter (UCLouvain, UN special rapporteur on Extreme Poverty and Human Rights), Nancy Fraser (The New School for Social Research, NYC), Archon Fung (Harvard University), Javati Ghosh (Jawaharlal Nehru University), Stephen Gliessman (UC Santa Cruz), Hans R Herren (Millennium Institute), Axel Honneth (Columbia University), Eva Illouz (EHESS, Paris), Sanford Jacoby (UCLA), Pierre-Benoit Joly (INRA-National Institute of Agronomical Research, France), Michele Lamont (Harvard university), Lawrence Lessig (Harvard University), David Marsden (London School of Economics), Chantal Mouffe (University of Westminster), Jan-Werner Müller (Princeton University), Gregor Murray (University of Montréal), Susan Neiman (Einstein Forum), Thomas Piketty (EHESS-Paris School of Economics), Michel Pimbert (Coventry University, executive director of Centre for Agroecology, Water and Resilience), Raj Patel (University of Texas), Katharina Pistor (Columbia University), Ingrid Robeyns (Utrecht University), Dani Rodrik (Harvard University), Saskia Sassen (Columbia University), Debra Satz (Stanford University), Pablo Servigne PhD (in-Terre-dependent researcher), William Sewell (University of Chicago), Susan Silbey (MIT), Margaret Somers (University of Michigan), George Steinmetz (University of Michigan), Laurent Thévenot (EHESS), Nadia Urbinati (Columbia University), Jean-Pascal van Ypersele de Strihou (UCLouvain), Judy Wajcman (London School of Economics), Léa Ypi (London School of Economics), Lisa Wedeen (The University of Chicago), Gabriel Zucman (UC Berkeley), y otros 3.000 académicos de más de 600 universidades de todo el mundo.

La lista completa está disponible en democratizingwork.org.

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