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El sacerdote uruguayo que desapareció en Argentina por defender a los más humildes

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A 43 años de la desaparición forzada de Kléber Silva Iribarnegaray, “el cura barrendero” que se oponía a la dictadura y eligió vivir junto a los pobres. Una historia que revela la persecución a religiosos disidentes del régimen.

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En la esquina de Magariños Cervantes y Terrero, en el barrio La Paternal, en la ciudad de Buenos Aires, una señora vio a tres hombres que bajaron de un Ford Falcon blanco y abordaron a un humilde barrendero. Eran las 8.30 del martes 14 de junio de 1977. Minutos después lo subieron al auto. En la calle quedaron su carro, la escoba y la pala. El detenido era Kléber Silva, conocido como “hermano Mauricio” entre sus colegas, amigos y protegidos, o el “cura barrendero”, como quedó inmortalizado.

Silva no fue el único uruguayo secuestrado por fuerzas represivas argentinas ese día. En plena madrugada, en Avellaneda, dos niños pequeños quedaron sin sus padres; Graciela Susana de Gouveia Gallo y su esposo, José Enrique Michelena Bastarrica, “el mudo”,  militantes del Grupo de Acción Unificadora (GAU), que en Uruguay también estuvieron en Grupos de Reflexión de la iglesia católica.

Aún no se sabe cabalmente si la desaparición del matrimonio fue parte de la diplomacia entre dictaduras enmarcadas en el Plan Cóndor, como en el caso de la mayoría de los 110 uruguayos desaparecidos en Argentina, o si entra dentro de la hipótesis que suena fuerte para la detención del hermano Mauricio: la persecución a un sector disidente de la iglesia católica comprometido con los más pobres y la clase obrera. Teoría que exige entender el contexto en el que coexistían dos corrientes diametralmente opuestas en la iglesia católica respecto del régimen dictatorial, ya que también existía una cúpula eclesial cómplice del terrorismo de Estado en Argentina, que apoyaba la persecución de un sector minoritario que se oponía a la dictadura.

La jerarquía eclesiástica

Fruto de una extensa investigación histórica sobre el vicariato castrense en la dictadura, los escritores Lucas Bilbao y Ariel Lede recibieron del jesuita José María Meissegeier los cuadernos personales de Victorio Bonamín, provicario de las Fuerzas Armadas. En Profeta del genocidio, los autores revelan testimonios que responsabilizan a la iglesia católica de participar activamente en el terrorismo de Estado y señalan el protagonismo determinante de Bonamín, incluso mayor al del vicario castrense Adolfo Tortolo, amigo y cura personal de Jorge Rafael Videla.

En su diario, Bonamín escribía sobre sus visitas a la Escuela de Infantería Campo de Mayo y sus encuentros con Tortolo y generales militares, en los que semanas antes del golpe fueron informados “sobre lo que va a pasar” y respecto de la “conveniencia seria de prevenir a la Santa Sede por si son detenidos algunos sacerdotes”, referencia que confirma la relación estrecha y la persecución de curas opositores. El informe asegura que al menos 400 capellanes estaban vinculados al régimen.

En 1986 fue publicado el texto “Iglesia y dictadura” por parte de Emilio Mignone, un católico comprometido con los derechos humanos que fue cofundador del Centro de Estudios Legales y Sociales. La hija de Mignone, Mónica, que era amiga del hermano Mauricio, cuando fue detenida y desaparecida, el 14 de mayo de 1976, realizaba tareas sociales y enseñaba catequesis en una villa de Flores. 

Uno de los primeros en señalar la complicidad de la cúpula católica fue Mignone. En las primeras páginas de su investigación señalaba la participación clave de monseñor Tortolo, que por entonces era arzobispo de Paraná, vicario de las Fuerzas Armadas y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina.

Mignone aseguraba que Tortolo se había reunido con los miembros de la Juntas Militares el mismo día en que se daba el golpe de Estado (24 de marzo de 1976), y había expresado públicamente que la iglesia no podía declararse ajena a las circunstancias que vivía el país, de modo que tenía que “cooperar positivamente” en el tratamiento de “problemas que hacen al orden específico del Estado”.

En otro informe, el político y abogado Luis Zamora indicaba que “a las pocas semanas del golpe militar 60 obispos de todo el país se reunieron para evaluar la situación”. Todos convinieron en que en sus obispados había “secuestros, desapariciones y despidos por actividades gremiales”. Tras discutir sobre si se pronunciaban o no, por 40 votos a 20 optaron por no pronunciarse públicamente y afrontar el problema con gestiones reservadas, según mencionaba Zamora. En esa instancia se puso de manifiesto de qué lado de la dictadura estaba cada uno.

Los unos y los otros

En el libro Los desaparecidos de la Iglesia: el clero contestatario frente a la dictadura, la socióloga Soledad Catoggio explica los diferentes grados de responsabilidad de la iglesia. Distingue tres niveles de complicidad entre el poder católico y el militar. “El más general, de legitimación de la dictadura como régimen autoritario; uno más comprometido, de arenga o aval de la llamada ‘lucha contra la subversión’, desde el púlpito o en los cuarteles; y, por último, el incriminatorio, el de la participación en la represión, en los centros clandestinos de detención”.

Además, existió un grupo de jerarcas eclesiásticos que mantuvieron cierta pasividad ante los delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura cívico-militar. Investigaciones que fueron, en parte, ratificadas a partir de la desclasificación de los archivos del Vaticano sobre la última dictadura argentina responsabilizan al italiano Pio Laghi, nuncio apostólico en Argentina entre 1974 y 1980, de ocultar información relevante sobre detenidos desaparecidos en ese país.

En el año 2000, Jorge Bergoglio –papa Francisco desde 2013– pidió perdón en nombre de la iglesia católica por “no haber hecho lo suficiente”. En 2010 fue interrogado por la Justicia por haber desprotegido a dos de los suyos en la dictadura, cuando se desempeñaba como superior de la Orden de los Jesuitas.

El premio Nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel escribió que “es indiscutible que hubo complicidades de buena parte de la jerarquía eclesial en el genocidio perpetrado contra el pueblo argentino y, aunque muchos con exceso de prudencia hicieron gestiones silenciosas para liberar a los perseguidos, fueron pocos los pastores que con coraje y decisión asumieron nuestra lucha por los derechos humanos contra la dictadura militar. No considero que Jorge Bergoglio haya sido cómplice de la dictadura, pero creo que le faltó coraje para acompañar nuestra lucha por los derechos humanos en los momentos más difíciles”.

Por su parte, Eduardo de la Serna, coordinador del Grupo de Curas en Opción por los Pobres de Argentina, subrayó que “hubo un grupo muy pequeño de obispos claramente opuestos y críticos de la dictadura”. Entre ellos mencionó a dos compañeros de ruta del hermano Mauricio: Jaime de Nevares y Enrique Angelelli, que decían que la iglesia no podía ser indiferente ante el sufrimiento del pueblo.

Según Angelelli había que poner “un oído en el pueblo y otro en el Evangelio, para saber para dónde ir”. Una idea que compartía y hacía suya el hermano Mauricio en uno de sus escritos, en donde mencionaba que para eso había que vivir  “como uno de ellos, para ellos, buscando con ellos, para anunciarles a ellos”.

Teología de la liberación

Muchos de estos sacerdotes que se contraponían a las élites fueron perseguidos, secuestrados, torturados y asesinados, aun antes del golpe militar de 1976. El asesinato del sacerdote Carlos Mugica por parte de la Alianza Anticomunista Argentina, el 11 de mayo de 1974, en la puerta de la Parroquia de San Francisco Solano sería apenas el comienzo de una feroz represión a curas con ideas marxistas y revolucionarias. Mugica había fundado el movimiento de los “curas villeros”, y también fue pionero de la corriente católica Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.

Esta agrupación de religiosos creada en Argentina en 1967 fue inspirada en uno de los cuatro temas principales de la renovación de la iglesia surgidos en el Concilio Ecuménico Vaticano II, anunciado en enero de 1959 por el papa Juan XXIII: “adaptar la disciplina eclesiástica a las necesidades y métodos de nuestro tiempo”. Idea que fue consolidada tras los documentos de la Conferencia Episcopal de Medellín, que también fue guía para otras ramas de la teología de la liberación.

Placa de la memoria colocada en memoria de Kleber Mauricio Silva, en la Parroquia San Juan Bautista, en Pocitos.

Foto: .

La principal controversia entre los teólogos de la liberación en Latinoamérica era si debían o no optar por la lucha armada y el uso de la violencia. Por un lado estaban los que eligieron las armas, como el colombiano Camilo Torres, revolucionario que inspiró a movimientos guerrilleros como Montoneros. Por otro lado, estaban los que se oponían, como el peruano Gustavo Gutiérrez y quien influenció a este en una lectura política del Evangelio, el italiano Arturo Paoli, que llegó a Argentina en 1959 y entendía la teología de la liberación como una transformación que se hacía desde la política, lo que significaba un acto material.

En 1960, Paoli fundó la Cooperativa Fortín Olmos en el norte de la provincia de Santa Fe. Fue una de las primeras comunidades religiosas en convivir con los pobres, asumiendo la rebeldía de compartir el pan y la libertad junto a ellos. Diálogo de la liberación (1969) es el texto de Paoli que se transformó en una de las grandes referencias de la teología del pueblo, que inspiró desde al papa Francisco hasta al hermano Mauricio Silva, que se unió a Paoli a partir de 1970.

La teología del pueblo toma de la teología de la liberación la “opción preferencial por los pobres” pero, a diferencia de esta, no se centra en la lucha de clases sino en las nociones de “pueblo” y “anti pueblo”, enmarcadas en las luchas populares de una incipiente cultura latinoamericana, que sostenía que a partir de la globalización y la profundización de procesos de exclusión la “opción preferencial por los pobres” debía expresarse como “opción preferencial por los excluidos”. A esta concepción se alinearon, entre otros teólogos de la época, el jesuita Juan Carlos Scannone, el escritor uruguayo Alberto Methol Ferré, Eduardo de la Serna y dos grandes amigos del hermano Mauricio: Jaime de Nevares, a quien conoció en Neuquén, y Enrique Angelelli, compañero de vida en La Rioja.

Los Hermanitos del Evangelio

Afiliados a esta nueva conciencia de la realidad socioeconómica latinoamericana y a la necesidad de eliminar las injusticias que sufría el pueblo, muchos sacerdotes decidieron vivir el Evangelio en comunidades junto a los sectores más excluidos. Entre 1971 y 1974, el hermano Mauricio se instaló junto a Paoli y Angelelli en una nueva comunidad, en Suriyaco. En ese pueblito del valle riojano se instalaron los Hermanitos inspirados en las enseñanzas del francés Charles de Foucauld, con una filosofía “de no predicar, sino hacer... de estar junto a los más necesitados”.

Ese espíritu contemplativo viajó de la mano del hermano Mauricio por Santa Fe, Rosario y después Buenos Aires, donde entró a trabajar como barrendero en 1974. Junto a sus compañeros, vivió en comunidad en una residencia de Palermo, y su compromiso social lo llevó a convertirse en líder sindical de los barrenderos. En Uruguay Mauricio ya había tenido experiencias mediando en conflictos sindicales, por ejemplo en la cervecería Norteña y durante la huelga de los cañeros de Artigas de 1962.

El hermano Mauricio creó la Fraternidad de la Calle Malabia, para vivir en comunidad con sus compañeros de trabajo del Barrendero Municipal nucleados en el Corralón de Floresta. Creía que si no podía ser amigo de ellos, no tenía derecho a ser su sacerdote. Entendía que para entrar en el corazón de los barrios no valían las investiduras o los nombramientos, lo que valían eran las relaciones por la única puerta que Dios le había puesto en la vida: la amistad.

Hermanos asesinados y desaparecidos

Desde 1974 se fueron agravando los conflictos  jurisdiccionales entre obispos y el vicariato castrense. Los colegas del hermano Mauricio, De Nevares y Angelelli, se enfrentaron públicamente a Bonamín y Tortolo, y junto a otros sacerdotes, como Carlos Ponce de León, fueron perseguidos por ser parte de la “subversión clerical”.

En uno de los cuadernos de Bonamín estaba escrito: “Monseñor Angelelli: ¿un tiro en la cabeza?”. Angelelli y Ponce de León fueron asesinados en simulados accidentes de tránsito, en agosto de 1976 y julio de 1977. Angelelli transportaba documentos que denunciaban la persecución a curas tercermundistas e informaban lo sucedido a dos compañeros de la fraternidad riojana, el misionero francés Gabriel Longueville y el sacerdote Carlos de Dios Murias, acribillados en Chamical en julio de 1976.

En marzo de 1975 habían matado al cura Carlos Dorniak, colega del hermano Mauricio en los colegios salesianos de Bahía Blanca, una experiencia veinteañera que lo llevó a las costas santacruceñas de Puerto San Julián y Río Gallegos.  Antes de la detención de Mauricio también fueron desaparecidos sus compañeros de hermandad Nelio Rougier, Pablo Gazzarri, Carlos Bustos y Mónica Mignone.

Durante los primeros meses del último régimen dictatorial, la sociedad argentina quedó impactada con la “masacre de San Patricio”, el 4 de julio de 1976, en la que fueron ejecutados tres curas palotinos y dos seminaristas de esa congregación.  En total, 20 religiosos fueron asesinados y 84 desaparecidos entre 1974 y 1978.

En ocasión de un viaje del hermano Mauricio a un encuentro religioso en Cartagena de Indias (Colombia) en 1976, sus compañeros de fraternidad Paoli y Pérez Esquivel le advirtieron sobre el riesgo que corría su vida, pero el hermano Mauricio se confió. “Un cura armado de escoba y pala no es peligroso”, decía.

Volvió a Buenos Aires y en 1977, cuando el brigadier Osvaldo Cacciatore, gobernador de facto de la ciudad de Buenos Aires, quiso privatizar el servicio de higiene urbana, el hermano Mauricio representó a 400 barrenderos del Corralón de Floresta que se resistieron. Al poco tiempo dos compañeros suyos fueron detenidos. El delegado gremial de los choferes de camiones de la recolección, Néstor Sanmartino, fue desaparecido el 5 de mayo de 1977, y un día después hicieron lo propio con el secretario general de Corralón de Floresta, Julio Goitia.

Memoria, verdad y justicia por el hermano Mauricio

Un mes más tarde, mientras barría, fue secuestrado el hermano Mauricio, que tenía 51 años. Al momento de su desaparición, el 14 de junio de 1977, Silva llevaba consigo un permiso que le permitía dar misas fuera de iglesias. El mismo le había sido otorgado en ocasión de un encuentro que oficiaban el nuncio Pio Laghi y el secretario Kevin Mullen. Este último tranquilizó a los presentes diciendo que el gobierno militar se había comprometido a “no tocar a los curas y religiosos”.

Placa de la memoria colocada en memoria de Kleber Mauricio Silva, en la Parroquia San Juan Bautista, en Pocitos.

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Algunos testimonios del libro Gritar el evangelio con la vida, publicado por Alicia Vázquez, dan cuenta de que el hermano Mauricio primero fue trasladado a la Comisaría 41 de la capital, y más tarde torturado en el hospital Borda. Algunos sobrevivientes lo vieron en el centro clandestino de detención Campo de Mayo, dato que en setiembre de 1977 fue confirmado por el arzobispo de La Plata, monseñor Mario Pichi, que mencionó que estaba a disposición de la Justicia Militar y en condiciones físicas deplorables por las secuelas de la tortura. Otros testimonios también lo ubican en otro centro de detención, conocido como Club Atlético.

En el juicio a las Juntas Militares de 1985, donde declararon 833 personas y fueron condenados a cadena perpetua Videla y Emilio Eduardo Massera, se desnudaron las barbaries humanas cometidas en la última dictadura argentina. Entre 2006 y 2017 fueron condenados 962 represores, en 589 causas judiciales. Pero recién en 2012 empezaron a desfilar jerarcas eclesiásticos en los juzgados argentinos, señalados de ser cómplices de los crímenes de lesa humanidad cometidos entre 1976 y 1983. Instancia en la que el tribunal de la provincia de La Rioja condenó a cadena perpetua a tres miembros de la dictadura por el asesinato del sacerdote argentino Carlos de Dios Murias y del francés Gabriel Longueville.

Los jueces hablaron de cierta “indiferencia”, pero también de una “connivencia” entre la cúpula católica y el aparato represivo, y de las corrientes progresistas de la iglesia católica latinoamericana, que surgieron en los 60 tras el Concilio Vaticano II, como los curas tercermundistas y los Hermanitos, que trabajaban en comunidades, diferenciándose de las jerarquías eclesiásticas. En el fallo, los magistrados expusieron que “no se trató aquí de hechos aislados y fuera de contexto, presididos por móviles particulares”, sino de “un plan sistemático de eliminación de opositores políticos”. Los curas asesinados “formaban parte de un grupo de la Iglesia considerado enemigo y blanco”.

Por la desaparición del hermano Mauricio se realizaron varias denuncias. Entre ellas a Amnistía Internacional en Francia, Alemania y Suiza, las embajadas de Uruguay y de Estados Unidos en Argentina, la Liga de los Derechos Humanos, el Consejo Mundial de las Iglesias, la Cruz Roja Internacional, la Conferencia Episcopal Norteamericana, la Organización de los Estados Americanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

En 2007, en la primera causa en la que una entidad de la iglesia católica litigó por delitos de lesa humanidad, los Hermanitos del Evangelio, a través del superior para América latina, José Luis Muñoz Quiroz, se presentaron ante la Justicia argentina como parte querellante solicitando que se investigue su desaparición.

Fue homenajeado este domingo al mediodía en la Parroquia de San Juan Bautista. El 14 de junio fue declarado en Argentina como el Día del Barrendero, en memoria del hermano Kléber Mauricio Silva Iribarnegaray, y por todos los trabajadores que fueron víctimas de la última dictadura militar en ese país. Como afirmó un amigo de Silva en Ecuador: “A Mauricio no le quitaron la vida.  Él la entregó en un supremo gesto de solidaridad con sus compañeros de lucha”.

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