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Tamara y Maya Chiz con su padre Mario y su madre Alma.

A 65 años de la fundación de la UJC: la historia de cinco mujeres militantes

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La rebelión contra el culto a la personalidad. La unidad de obreros y estudiantes. El balazo destinado al Che Guevara en la escalinata de la Universidad de la República. La resistencia contra la dictadura. La fractura que siguió a la caída del Muro de Berlín. Reflejando esos acontecimientos de la historia política del siglo XX, y reflejadas en ellos, transcurren las vidas de las mujeres de una misma familia, la de Betty Chiz, poeta y militante de base, y una de las fundadoras de la Unión de la Juventud Comunista (UJC).

Aunque esta es la historia de Betty Chiz, también podría ser la historia de su abuela, Bobe Sara. Una judía rusa que a los 99 años, mientras agonizaba en el Hospital de Clínicas, recuperó por un momento la conciencia, miró a Betty con seriedad y le preguntó “¿Qué hacés acá? ¿No tendrías que estar ocupando?” Era julio de 1973, en plena huelga general contra el golpe de Estado. No tenía ni que decírselo: Betty había estado preparando las ocupaciones desde el mismo 27 de junio.

El comienzo de la historia de Betty puede situarse en Navahrúdak, la ciudad polaca (hoy bielorrusa) donde nació su padre, Salomón, en 1900. En la rama paterna de los Chiz eran 11 hermanos. Todos, salvo dos, fueron asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Por algo aquella canción del gueto de Vilna, himno delos partisanos judíos, siempre fue especial para Betty, con sus dos palabras de resistencia: “Henos aquí”.

Salomón Chiz se salvó porque había emigrado al Río de la Plata con poco más de 20 años. Ya traía la profesión de fotógrafo. Una rareza en una familia que vivía del cultivo de la tierra. Primero recaló en Argentina, donde se casó con una joven de Tres Arroyos, en la provincia de Buenos Aires. En 1928 emigró por segunda vez. Vino a Uruguay con su esposa Raquel. Aquí adquirió la ciudadanía legal y mantuvo el compromiso político. Estuvo preso durante la dictadura de Gabriel Terra, en los años 30. Si el proceso legal de deportación que le iniciaron entonces hubiera tenido éxito, Betty Chiz nunca hubiera nacido en Montevideo. Esa muchacha menuda, de boina parisina y belleza centroeuropea que aparece en sus fotos hubiera sido, entonces, una komsomol soviética y no una de las jóvenes que estuvieron el 25 de agosto de 1955 en la asamblea fundacional de la UJC.

Contra el culto a la personalidad

El Partido Comunista del Uruguay (PCU) estaba en plena crisis. El 14 de julio de 1955 un grupo de dirigentes encabezados por Rodney Arismendi había derrocado a Eugenio Gómez, un secretario general de tendencias estalinistas que mantenía al partido en el cepo del sectarismo.

Los conjurados querían un espacio más respirable, más abierto a la realidad uruguaya. Entre otras cosas, necesitaban una organización juvenil que siguiera la línea partidaria pero que no fuera un apéndice zombi. Que tuviera autonomía.

“Antes de 1955 el partido se achicaba en número y en calidad. No quiere decir que no peleara las cosas. Porque luchó contra la carestía y por los Consejos de Salarios, pero estaba tan mal conducido que pasó de tener cinco diputados en la elección de 1946 a tener sólo dos en la de 1950. Mi viejo les había sacado la foto de la campaña a esos cinco candidatos y ahora, en esos últimos años de Gómez, estaba sancionado por discrepancias”, recuerda Betty Chiz.

Son frenéticos días de reconstrucción y, a la vez, de cierto temor por un posible contragolpe de Gómez.

“Se nos convoca a una reunión grande en Sierra 1720, ‘en el patio de’, como dice la canción de la Guerra Civil Española”, cuenta Betty Chiz, y sus ojos, a los 85 años, adquieren el brillo de los 20.

“Éramos unos 60. Nos sentíamos orgullosos de que el partido nos hubiera llamado a hacer algo nuevo. A crear una organización de jóvenes con fisonomía propia. Me acuerdo de que hacía un día precioso”. Meteorológicamente ese dato no es exacto –el 25 de agosto de 1955 tuvo cielo cubierto y nuboso–, pero dice mucho sobre cómo las sensaciones modifican los recuerdos.

A varios kilómetros de la calle Sierra, en el acto oficial por los 130 años de la Declaratoria de la Independencia, en Florida, habló un mayor de caballería destinado a lo que aún aparecía como inalcanzable: Liber Seregni, futuro candidato presidencial de la izquierda unificada.

Betty Chiz, una de las fundadoras de la UJC.

Obreros y estudiantes

“Al momento de la fundación de la UJC”, continúa Betty, “yo militaba como secretaria de organización en el club de jóvenes judíos progresistas. Al mismo tiempo estaba en la agrupación del partido en el barrio Belvedere”.

Es que al cumplir los 18 Betty se había afiliado al Partido Comunista, dos años antes del nacimiento de la UJC: “Cuando le dije a mi padre que me iba a afiliar, me preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer. ‘Mirá que te puede costar un empleo, te puede costar la vida’, me dijo”.

No exageraba. Al día siguiente de la fundación de la UJC, el diario El Bien Público puso en su portada un título muy relacionado con esa advertencia de Salomón Chiz: “Congreso contra la infiltración comunista en América Latina”. Se trataba del segundo de su tipo. El primero se había desarrollado en México, también con participación oriental (el delegado había sido Omar Ibargoyen, del Movimiento Antitotalitario de Uruguay), y según los documentos desclasificados de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, había sido una de las acciones desestabilizadoras previas al golpe de Estado contra el guatemalteco Jacobo Arbenz.

El de Río de Janeiro de 1955 motivó varios artículos de la prensa montevideana. El 24 de agosto El Bien Público destacó que el Congreso contra la Intervención Soviética en América Latina decidió la “creación de grupos anticomunistas en todos los países latinoamericanos”.

Uruguay no era ajeno a ese movimiento internacional de las derechas. La investigadora Magdalena Broquetas sitúa en 1955 el inicio de un proceso que culminaría en el golpe de Estado de 1973. Su artículo académico “Un caso de anticomunismo civil: los ‘padres demócratas’ de Uruguay (1955-1973)” reconstruye acciones enfocadas a detener la “infiltración marxista” en la educación.

En muchas ocasiones los “padres demócratas”, la Juventud Uruguaya en Pie (JUP, de raíz ruralista), y entes como Alerta (Asociación para la Lucha Ejecutiva y Repudio de los Totalitarismos de América) combinaron los asaltos y tomas violentas de centros educativos con la promoción de “leyes de indeseables”, de tono macartista, para la expulsión de docentes que no fueran de su agrado.

En ese contexto, complejo y peligroso, la UJC recién creada comenzó a dar su batalla.

Revolución en Cuba

“Al principio la gente nos miraba como bichos raros. Hablábamos en la esquina de un barrio, hacíamos un planteo puntual sobre problemas de la zona o sobre los jóvenes obreros. No era fácil. Había prejuicios, represión, todo junto. Éramos pocos y éramos muchos, ya que 60 jóvenes en un partido que estaba tan problematizado no era poca cosa. Pero rápidamente crecimos. Se formaron los círculos entre los estudiantes y en los núcleos de fábricas”, recuerda Betty.

Un año después del nacimiento de la UJC se produjo la creación de nuevos liceos. Esa diseminación de centros de estudio en los barrios permitió un mayor acceso de los hogares obreros a la educación secundaria. En consecuencia, hubo un crecimiento exponencial de la UJC. En 1959 ya contaba con 2.000 afiliados.

Betty Chiz iba al liceo Rodó y en 1956 hizo cuarto año en el nocturno del Bauzá. Enseguida pasó a lo que entonces se llamaba “preparatorios” (hoy quinto y sexto), que funcionaba de noche en el IAVA.

Al terminar el liceo ingresó como funcionaria al Hospital de Clínicas. Ahí le tocó trabajar con los comunistas del partido para quebrar al gremio “amarillo” que existía en ese momento y refundar el sindicato.

“Lo dirigía un hombre directamente ligado a la embajada de Estados Unidos. Eran provocadores”, dice.

Es el tiempo en que se generan las manifestaciones bajo la consigna “obreros y estudiantes unidos y adelante” que desembocarán en la aprobación de la ley orgánica de la Universidad de la República, de 1958, que consagra la autonomía universitaria.

“Yo tenía una pata en ambos lados. Llevando adelante las reivindicaciones de los funcionarios de la salud, de seis horas de trabajo, y a la vez peleando con los jóvenes por nuestros temas. Esa unidad se forjó en la calle. No soy de las más valientes, pero muchas veces tuvimos que correr con los caballos y los sablazos atrás nuestro”.

Tamara Chiz con la bandera uruguaya que no querían darle por tener una madre presa política.

Luego, en enero de 1959, ocurre la Revolución Cubana y su punto de inflexión. “Se vivían muchas cosas a la vez”, explica Betty, “con mucha militancia, mucho acopio ideológico, muchas discusiones, mucho estudio. Me acuerdo de un estudiante en una asamblea que nos decía: ‘Yo tengo que estar con la Revolución Cubana porque yo pertenezco a la gente del interior en un país donde hay latifundio, y la Revolución Cubana está repartiendo la tierra’. El muchacho estaba impactado y no era de izquierda. Siempre me quedó grabada esa sensación de su descubrimiento”.

El represor

Aunque esta es la historia de Betty Chiz, y también podría ser la de su abuela Bobe Sara, podría ser, al mismo tiempo, la historia de su hermano Mario, también comunista, redactor del diario de la colectividad judía progresista; o la de su esposa, Alma dos Santos, cuñada de Betty.

Son las tres de la madrugada del 27 de octubre de 1975. Hace dos años que Alma ya es viuda. Golpean la puerta con violencia. Alma, que también está afiliada al partido y trabajaba como visitadora social y como pedicura, se levanta para abrir.

Las hijas, Maya y Tamara, tienen siete y 11 años. También se afiliarán a la UJC y serán militantes en los años 80. Pero por ahora tienen siete y 11 años y acaban de despertarse por los golpes en la puerta.

Tamara todavía recuerda a “dos milicos en nuestro cuarto, tirando todo” y a su hermana Maya en la cucheta de arriba. Uno de los militares le ordena quitar un afiche del Club de Grabado sobre un niño vietnamita. “Maya contestó: ‘¡No! Lo puso mi papá y no tengo más clavitos para volver a colgarlo’”. Quien estaba frente a ellas era José Nino Gavazzo, uno de los más connotados represores de la dictadura.

Cuando se llevan a Alma secuestrada, las niñas quedan provisoriamente con una vecina. Betty, apenas se entera, se hace cargo de sus sobrinas. Tamara y Maya guardan todavía el recuerdo de su tía, ya destituida de su empleo en el Hospital de Clínicas, esforzándose por mantenerlas con las ventas que produce un pequeño quiosco en la calle Yaguarón. Muchos mediodías van a un comedor público para poder alimentarse. Betty remueve cielo y tierra en los meses que Alma permanece desaparecida antes de ser encarcelada “legalmente”. Lo arriesga todo, ya que también puede caer presa.

Alma pasó por varios centros de tortura. Los llamados Infierno Chico (casona ubicada en Punta Gorda), Infierno Grande (también conocido como 300 Carlos), y el Batallón de Infantería N° 13.

“Mamá tuvo sus muñecas hinchadas el resto de su vida, consecuencia de las colgadas. Recordaba las picanas y el submarino. Las piernas muy lastimadas, con heridas abiertas en muy mal estado. Nos contó que deliraba. Preguntaba por nosotras. También nombró a los torturadores: Pajarito Silveira, Gavazzo”, escribió Maya Chiz en el blog (pre)Textos.

Betty siguió enviando a sus sobrinas a clase. Pero ni siquiera en esa burbuja vareliana podían abstraerse de la situación que estaba viviendo el país: las hijas de Gavazzo iban a la misma escuela, la Barón de Río Branco, y tenían las mismas edades que Maya y Tamara Chiz.

En sexto año se discutió quién llevaría el pabellón nacional. Tamara era quien tenía las mejores notas, pero la directora, esposa de un militar, no quería dárselo ya que tenía una madre presa política. Finalmente las maestras presionaron para que no se cometiera una injusticia: las notas eran tan evidentes que no había cómo justificar no darle la bandera uruguaya. Si no hubiera ocurrido así, si la directora se hubiera salido con la suya, la niña que le seguía en calificaciones era Ana Gavazzo.

La caída del Muro, la fractura

Aunque esta es la historia de Betty Chiz y también podría ser la de su abuela Sara o la de su cuñada Alma, podría ser, al mismo tiempo, la historia de su sobrina Tamara.

“Yo nací militando, militaba desde la panza”, cuenta Tamara. “En el jardín de infantes siempre era la que salía a representar al que estaba en problemas. En primer año de secundaria, en el liceo 29, me acuerdo de que me puse a defender a unos estudiantes de cuarto. Era chiquita pero metía pechera por todo el mundo. Es que en nuestro núcleo familiar la justicia social, la ética, el compañerismo, son el pan de todos los días. Quizá también por tener una fuerte influencia de judíos que llegaron escapando del hambre. Unos abuelos que vivieron en los conventillos del Barrio Sur, compartiendo la misma mesa con inmigrantes de todas partes. Fuimos educadas y vivimos así. Y seguimos siendo así, desde algún lugar”.

Tamara Chiz ya no es afiliada comunista. Su tía Betty lo sigue siendo. Ambas, sin embargo, recuerdan sus años de militancia juvenil, en épocas distintas, casi con las mismas palabras: “Eran momentos de mucho vértigo en los que todo pasaba a la vez”.

Tamara tuvo la primera reunión para afiliarse a la UJC en la confitería Carrera, cuando estaba en cuarto año de liceo. “Yo ya hacía ballet. La danza era mi vida, fue mi vida y lo sigue siendo. Entonces el compañero que me está entrevistando me dice que tengo que dejar de bailar para afiliarme. Lo mandé a freír patatas”, recuerda.

Se fue enojada de ese encuentro, pero seis meses después se afilió. Y sin dejar la danza. Tenía 16 años. Era 1980 y enseguida empezó a militar por el No en el plebiscito de la reforma constitucional que impulsaba la dictadura. Luego comenzaron a trabajar desde el IAVA en la construcción de la federación clandestina de estudiantes de secundaria.

Las reivindicaciones centrales de ese momento eran el rechazo al uniforme liceal y al examen de ingreso a la Universidad. Luego se sumó el reclamo del boleto estudiantil.

Eran pocos, pero hacían mucho. Tamara Chiz recuerda reuniones en varias parroquias católicas de Montevideo, como la San Juan Bautista de Pocitos o la iglesia de la Aguada. “Reuniones de la federación clandestina de estudiantes de secundaria en salones parroquiales”, dice, recalcando cada palabra como para hacer notar que la aparente paradoja es más aparente que paradoja.

Betty Chiz con sus padres Salomón y Raquel.

Entre 1984 y 1987, Tamara Chiz integra el comité central de la UJC. Hasta que nace su hijo. Entonces milita a nivel barrial, intentando compaginar esas tareas con su nuevo rol de madre. Es a inicios de los 90, con la crisis del PCU contemporánea a la caída del Muro de Berlín, que los caminos de tía y sobrina se bifurcan. Betty continúa en el partido, Tamara se va.

“Sin embargo, aunque hoy no soy materialista en sentido ortodoxo y tengo la cabeza más abierta, yo soy la mujer que soy, con el pensamiento que tengo, por mi familia. Por quienes no están, como mi padre, o como mi madre que estuvo presa. Por mi tía Betty, con la que puedo discutir mucho, pero soy quien soy por ella también”, dice.

La juventud comunista fue para Tamara Chiz –reconoce– una escuela de vida a la vez que una escuela política. Tan escuela política fue, que puede mirar hacia atrás y decir, en su opinión, en qué se acertó y en qué se erró. Puede decir, por ejemplo, que no coincide con el centralismo democrático, que unificaba detrás de las decisiones colectivas del partido las acciones individuales.

“Hoy no coincido. Pero en ese momento era lo que tenía que ser. Porque la juventud comunista resistió. La UJC y el partido enfrentaron al fascismo. Tuvieron la capacidad, junto con los sectores más democráticos y avanzados de la sociedad uruguaya, de derrocar a la dictadura. Hay quienes dicen que cayó casi naturalmente. No me vengan con eso. Cayó porque luchamos para que cayera. No tenía los días contados, se los hicimos contar nosotros”.

“Liberar a Seregni”

Aunque esta es la historia de Betty Chiz y también podría ser la de su abuela Sara o la de su cuñada Alma, o la de su sobrina Tamara, podría ser, al mismo tiempo, la historia de su otra sobrina, Maya.

Maya Chiz se afilió a la UJC en febrero de 1984, con 15 años. Selló su compromiso en una servilleta, como era habitual en ese tiempo de clandestinidad. Su hermana Tamara le avisó que la iban a contactar y que tenía que ir a una parada de ómnibus con determinada revista y la boletera de estudiantes como contraseña.

Estaba en quinto año en el liceo 28. Fue una de las dos primeras afiliadas de ese liceo, una semana antes de que se uniera su novio de entonces –que fue el tercer o cuarto afiliado–, quien al encontrarla en la reunión de círculo no podía creer que no se lo hubiera contado. Así de compartimentadas eran las cosas en esos tiempos difíciles. Las elecciones serían en noviembre, pero en ese 1984 se dio el último golpe contra la UJC, en el que cayeron varios estudiantes de las facultades de Química y Medicina. En el liceo 28 esos tres o cuatro alumnos armaron el círculo y comenzaron a realizar reuniones. A las pocas semanas ya eran 15. Los suficientes como para comenzar a militar con fuerza.

Para Maya no era algo nuevo. Un año antes ya había participado en la entrega de volantes puerta a puerta para el acto del 1º de mayo, masivo y desafiante, y había estado en las marchas estudiantiles de primavera y en el acto del Obelisco, el “río de libertad” de noviembre de 1983.

Maya Chiz recuerda con exactitud su primera pintada clandestina. Una pintada que la liga, en uno de los tantos hilos invisibles, con aquel 25 de agosto de 1955. Fue en el Prado, frente al liceo Bauzá. Decía “Liberar a Seregni”.

El balazo destinado al Che

Pero esta es la historia de Betty Chiz. Una mujer que además de su trayectoria política tiene una historia sensible, “con poros y con piel”, como dice su sobrina Tamara. Una historia que es la que se expresa en su poesía y, desde ese campo, la coloca como activista en asociaciones literarias en los años recientes. Inquietudes culturales que le vienen desde su infancia.

“Mis padres”, cuenta Betty, “se preocuparon siempre de que tuviera acceso a la educación, lecturas de todo tipo. Para que nos eduquemos y tengamos cabeza propia”.

Tanto era así que la enviaban a dos escuelas en simultáneo. De mañana iba a la escuela judía en idish, y de tarde a la escuela pública uruguaya. Además, tres veces por semana, tenía el kinder club con teatro, declamación, canto y gimnasia. Todo en la misma sede de la escuela judía progresista, lo que luego fue la Asociación Cultural Israelita Jaime Zhitlovsky.

La historia de Betty Chiz no empezó al fundarse la UJC ni termina al apagarse el grabador después de la entrevista. Su historia se puede resumir en cualquier momento de los 85 años que lleva de vida. Por ejemplo, en la noche del discurso del Che Guevara en la explanada de la Universidad de la República, el 17 de agosto de 1961, un momento central para la identidad de la UJC.

“No me hables porque yo estaba. Fue una cosa impresionante. Primero la cantidad de gente. Después el balazo que recibió Arbelio Ramírez. Apenas pudimos escuchar algo de la conferencia que dio el Che, pero después la leímos en los diarios. Cuando él nos dijo que cuidáramos la democracia. Yo estaba en la esquina del bar Sportman, un poquitito corrida hacia la Universidad. Cuando quise acordar la multitud me empezó a arrastrar. Yo iba en el aire. Los pies no me llegaban al suelo. Entré en el aire al Paraninfo y por la otra puertita salimos. Recién me pude liberar de estar apretada una cuadra después”.

En el aire. Llevada por la multitud de su tiempo. Con la cabeza atenta a lo que pasa alrededor. Poeta, artista plástica, militante de base. Como tantas otras mujeres y hombres que pasaron en estos 65 años por la UJC – como sus sobrinas–, Betty Chiz puede decir: “yo estaba”. Otra forma, quizá más compleja, del “henos aquí”.

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