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Marcelo Bergman.

Foto: Mara Quintero

La criminalidad en América Latina aumentó pese al crecimiento económico y la reducción de la pobreza, concluye sociólogo argentino

13 minutos de lectura
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Marcelo Bergman sostiene que las cárceles se han convertido en agentes “altamente criminógenos” y propone desarrollar “sanciones alternativas a las prisiones” para algunos delitos.

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¿Por qué en las últimas tres décadas aumentó la delincuencia en toda América Latina? ¿Por qué las nuevas democracias no han resuelto uno de los problemas más importantes para los ciudadanos de la región? ¿Por qué las instituciones encargadas de la aplicación de la ley tienen un desempeño tan deficiente?

A partir de estas preguntas, el sociólogo argentino Marcelo Bergman llevó adelante una larga investigación que luego se plasmó en el libro El negocio del crimen, que presentó hace diez días en Montevideo, en una conferencia en la Facultad de Ciencias Sociales.

“Se necesita un conjunto coherente de medidas, en esto no hay una bala de plata”, concluye Bergman. En una entrevista con la diaria el investigador y docente de la Universidad Nacional Tres de Febrero desarrolla cuáles son los principales hallazgos de su trabajo y presenta algunas pistas sobre cuál debería ser la hoja de ruta para encarar estos temas desde la política pública.

En el libro hay un ejemplo que dimensiona el negocio del narcotráfico: el valor agregado del café se triplica desde Colombia hasta que llega a Estados Unidos, mientras que el valor de la cocaína se multiplica por 100. ¿Cómo explica esa diferencia?

El tráfico de drogas no es un negocio común que uno hace a través de un banco; no es que mandás un depósito y después la compañía de transporte manda el producto. Es comercio ilegal, que además es fuertemente combatido por las autoridades, en particular las norteamericanas y europeas, por lo cual penetrar en esos mercados es muy difícil. Por eso, un kilo de cocaína en Colombia cuesta 1.500 dólares, pero cuando se distribuye ya parcelado en Nueva York genera ganancias por 150.000 o hasta 200.000 dólares. Antes de eso, en la cadena están los que la producen, los que la procesan, los que la empaquetan, los que la hacen llegar a México, los que la cruzan de México a Estados Unidos y después los que la distribuyen en diferentes ciudades de Estados Unidos, donde también hay que evitar a la Policía. ¿De qué se encargan los cárteles? Toman el ladrillo ya producido y lo colocan en Los Ángeles, en Houston, en las ciudades que están cerca de la frontera. Su negocio es llevarlo desde Colombia a Estados Unidos. Cuando la colocan en Los Ángeles, el kilo cuesta unos 30.000 dólares; el salto grande es cuando la llevan desde ahí a Filadelfia, porque entran los dealers, los vendedores callejeros. ¿Cuánto ganan los cárteles? Unos 28.000 dólares por kilo, puede ser un poco más, un poco menos, también depende de cuánto la vayan cortando, porque nunca entra pura a Estados Unidos. O sea que de los 200.000 dólares finales se quedan con el 15% de la tajada. En Europa la lógica es parecida.

Pensá lo siguiente: te proponen llevar diez kilos de cocaína en el baúl de tu auto desde Colombia a Estados Unidos y te dicen que vos la comprás a 1.600 dólares y ellos te pagan 30.000 dólares por cada kilo. O sea que ganás más de 28.000 dólares por kilo. Por los diez kilos que entran en tu baúl, ganás 280.000 dólares. ¿Por qué la gente no lo haría? ¿Por qué no hay cientos o miles de personas haciendo ese trabajo? Bueno, porque es muy difícil cruzar la frontera, hay muchos controles, y también es difícil que la puedas entrar vos en tu auto. Y cuanto más difícil cruzar la frontera, mejor negocio para quienes sí son capaces de cruzarla.

¿Cómo se conectan esos fenómenos con la escalada de violencia?

Cruzar la frontera entre México y Estados Unidos requiere mucha destreza; no es que el Chapo Guzmán cargaba la cocaína en una mochila. Requiere mucha inteligencia, control de los pasos aduaneros, narcotúneles. Es realmente muy difícil. Y cuando lograste tener un sistema, lo primero es evitar que alguien te robe la mercadería. Si la droga entró a México en un submarino, la tenés en Chiapas o en Oaxaca y de ahí tenés que transportarla hasta la frontera, que está a 1.500 kilómetros. Para que no te la roben, vas a necesitar sistemas de seguridad y de guardias. La puja por el control de los territorios para el trasiego es importante y normalmente es muy violenta. Donde no hay monopolio siempre hay violencia. Eso lo ves también en territorios con una escala muy distinta, como Montevideo o Rosario, donde hay bandas pequeñas que se disputan territorios.

O sea que la violencia aparece vinculada a los grandes cargamentos de una manera más indirecta, digamos.

No es generalmente el circuito más violento por una simple lógica: no les conviene usar violencia cuando hablamos de miles de kilogramos de cocaína. La lógica es otra. Hay más violencia en el chiquitaje, donde no hay monopolios, con diferentes bandas que pugnan. Gabriel [Tenenbaum] aludía un poco a esto: las peleas muchas veces empiezan por temas de drogas pero después terminan en “vos no me pagaste”, “vos me miraste mal” o “tu familia expulsó a la mía de la casa en la que nos habíamos metido”. Y como tengo un arma, voy y te tiro. Son pleitos más de vecindario, por así decirlo, que terminan a los balazos. Muchas veces están ocasionados por drogas y otras veces no. Hay más violencia ahí que en las diez toneladas que van a Europa. El comercio hacia Europa es bastante poco violento, quizás algo cuando pasa por África, pero no mucho más.

En el libro muestra que en Rosario aumentó la violencia mientras bajaban los niveles en algunas ciudades brasileñas, a pesar de que el Primer Comando Capital se consolidó, en esa misma etapa, como la mayor organización de la región. ¿Cuál es su mirada sobre lo que pasó en Rosario?

Lo que uno observa en Rosario es que en algún momento la Policía se retiró o se quedó sin capacidad para ejecutar y aplicar la ley. Como que ganó “la buena de Dios”. En algunos casos también hubo colusión, en otros no. La Policía de la provincia de Santa Fe siempre fue corrupta, pero también la Policía bonaerense es corrupta. En algún momento el gobierno socialista asume en Santa Fe y se la quiere dar a la Policía porque sabe que son corruptos. En ese momento, la Policía se retira y deja campo fértil para que crezcan estas bandas. Ahí tenés una diferencia con lo que pasó en el conurbano bonaerense: la Policía no se retira, la Policía regula. Y en algunos casos saca alguna rentabilidad. Pero cuando hay un problema, la autoridad política le dice “metete” y lo hace, se mete para desarmar estructuras.

¿Algún ejemplo?

El más claro es el episodio de la cocaína mezclada con fentanilo. Hubo una intoxicación muy seria, porque algún cargamento estaba mal, muchos muertos, un problema muy serio. La Policía de Buenos Aires en menos de 24 horas ya había encontrado dónde estaba el problema y quién había hecho la distribución de esa droga. O sea, saben perfectamente y llegado el caso bajan línea. Los problemas de violencia se dan cuando la Policía no tiene capacidad de regular. Mi sospecha, y es nada más que una sospecha, es que en Uruguay la Policía es menos corrupta que en Buenos Aires y no hay una tradición de regulación del crimen. La Policía de la Provincia de Buenos Aires regula el crimen desde hace 150 años; no es que empezó ahora con la droga, siempre lo reguló y siempre tuvo control de la calle. Mi impresión es que la Policía de Uruguay también tenía controlada la calle, hasta que explotó el negocio de la droga. Ahí empezaron los problemas. Eso combinado con la situación de las cárceles, porque vas metiendo cada más gente para adentro y cuando esa gente sale no tiene salida laboral.

Cinco conclusiones del libro de Bergman

  • En los últimos 30 años el crimen creció en toda América Latina (una excepción es Colombia), en contraposición a lo que pasó en todas las otras regiones del mundo, donde cayeron o se mantuvieron estables.

  • Aumentaron los homicidios pero sobre todo los delitos adquisitivos: uno de cada cuatro latinoamericanos declara haber sufrido un robo en los últimos 12 meses. La inseguridad está asociada al crecimiento del crimen organizado, que disputa las ganancias que generan los delitos económicos y patrimoniales.

  • El crimen creció en lugares de América Latina donde se redujeron la pobreza, el desempleo y en menor medida la desigualdad. El aumento de la delincuencia se asocia positivamente con el crecimiento económico; no parece ser el resultado de una mayor pobreza, sino de una mayor prosperidad.

  • Las políticas de encarcelamiento masivo no lograron contener la criminalidad. Los traficantes y los delincuentes de delitos contra la propiedad que terminaron detenidos fueron reemplazados de modo rápido por nuevos cuadros de infractores que tomaron sus lugares. La estructura de organización de las empresas delictivas ha permanecido casi intacta.

  • La Policía y los sistemas de justicia penal han tenido limitado éxito en la contención de la delincuencia y se han asignado pocos recursos a programas de prevención social. Las tasas de impunidad por delitos graves en la región son impactantes.

Una de las principales conclusiones del libro es que el crecimiento económico, las mejoras en el empleo y los índices de igualdad no resolvieron los problemas de violencia en América Latina. Más bien sucedió lo contrario. Eso interpela en particular a las visiones progresistas.

Yo no estoy diciendo que la pobreza no genere delitos, en realidad comparto esa visión progresista, vengo de ahí. Lo que trato de alertar es que no alcanza sólo con programas de transferencias de recursos o con programas de reinserción laboral. Lo más importante es no promover incentivos a altas rentas, en particular a esos jóvenes con escasas posibilidades de insertarse en el mundo laboral. A esos jóvenes, que buscan ascender socialmente, que tienen aspiraciones, los mercados ilegales les dan una enorme posibilidad. En absoluto reniego de todas las intervenciones en territorio, en programas de prevención a las adicciones. Son cosas importantes. Pero no vamos a resolver estos problemas sólo con políticas de expansión. En la medida que haya negocios delictivos en los que puedan hacer mucho dinero, estos jóvenes lo van a seguir haciendo, a pesar de los riesgos que corren. Los jóvenes que cometen estos delitos no anticipan las cosas que van a pasar dentro de cinco o diez años. Saben que en algún momento van a caer presos, lo dan por descontado. Pero lo hacen igual, porque lo que quieren es comprar los últimos modelos de zapatillas o de celular que salieron al mercado. No me parece que la política social, así de manera tan general, vaya a cambiar las cosas. No estoy en contra, lo que digo es que el problema está por otro lado.

En el libro habla de implementar un “conjunto coherente de medidas”. ¿En cuáles otras piensa?

La presencia policial, la inteligencia policial, la inteligencia criminal, invertir en conocimiento para saber cómo se mueven las organizaciones criminales, bajar las tasas de impunidad. Hay que tener sistemas inteligentes de procesamientos de datos en línea, hay que aplicar sistemas de mediación cuando en un barrio hay un pleito entre bandas. Hay que hablar con los líderes para que contribuyan a la pacificación. Hay distintos instrumentos y distintas políticas. No hay una bala de plata, hay muchas cosas que se pueden hacer en cada país.

¿Qué opina de Cure Violence y los proyectos de interruptores de violencia?

Esos programas tienen el espíritu de lo que recién comentaba, buscan intervenir sobre aspectos que generan la violencia, desde el diálogo. Es como palo y zanahoria. Me parece que están bien, hay que explorarlos. Pero tampoco son la bala de plata.

Cuando habla de Uruguay y Chile plantea que el pánico social se explica por la tasa de cambio. O sea, son países que en la región no están mal, pero viene aumentando la violencia. ¿Cuál referencia deberíamos tomar? ¿Compararnos con la región o con nosotros mismos?

La realidad es la realidad. Argentina, Chile y Uruguay no son México pero tampoco son Holanda. Estamos a mitad de camino entre una y otra. Lo preocupante es hacia dónde vamos. Y más preocupa hacia dónde vamos si vamos cada peor. Mi alerta fundamental es que la mejor política pública que pueden tener nuestros países es no caer en equilibrios de alta criminalidad, algo que sería terrible. Así que el primer objetivo debería ser no estar peor que ahora. Suena poco ambicioso, un poco conformista, pero en realidad no. En Ecuador se desmoronó todo en dos o tres años. En Rosario demoró un poco más pero la situación también es grave, aunque puede ser rescatada, porque es una isla dentro de un país a medio camino.

¿Qué opina del modelo de Bukele para bajar las tasas de delito?

El ejemplo de El Salvador es impracticable en nuestros países. En Uruguay, Argentina y Chile esa violación fragrante a los derechos humanos es impensable. Tampoco creo que esté dicha la última palabra con relación a lo que pueda pasar en El Salvador, que ha bajado considerablemente el delito básicamente encarcelando a toda persona que tiene tatuajes. Hay otros ejemplos de países que han logrado bajar la violencia, Colombia ha podido, algunas ciudades de Brasil han bajado considerablemente. Igual a todos nos cuesta una enormidad quedar por debajo de los diez homicidios por cada 100.000 habitantes, que es lo que toma la Organización Mundial de la Salud para determinar el nivel epidémico.

¿Qué programas de prevención exitosos deberían analizarse?

En Estados Unidos se han probado muchísimos programas, como el de Cure Violence que ya hablamos. En Boston se aplicaron programa de Policía comunitaria exitosos, los pulling levers.

Básicamente es detectar a líderes de bandas en los barrios. La Policía los identifica y les dice “mirá, sabemos que ayer robaste acá, que tenés armas, que traficás drogas, que evadís impuestos y que lavás plata. Pero no te voy a meter preso, a partir de ahora tenés que asegurarme que no vuela una bala en este barrio. Si vuela una bala, voy a buscar al que la tiró y a vos te mando preso”. O sea, negociás con los líderes para que la gente no ande a los tiros. En Boston y otras ciudades les dio resultado y fue un poco en contraposición al modelo de tolerancia cero de [Rudolph] Giuliani. Es un modelo de prevención terciaria, trabaja directamente con las personas que están involucradas en la violencia. Después están los modelos de prevención primaria, más focalizados en difundir mensajes generales a la ciudadanía, sobre la importancia de vivir en paz y armonía. Pero tampoco han funcionado.

¿Pero esos pactos no son más políticos que propiamente políticas de Estado? En El Salvador han existido negociaciones con las maras, pero cuando cambia el gobierno se caen los acuerdos y las cifras se disparan.

Hay de todo en América Latina. Existen esos pactos a nivel gubernamental en algunos lugares y todo indicaría que en nuestros países del Cono Sur es difícil que pueda pasar algo de eso. Sería raro que un presidente negocie con los narcos. Puede mirar para otro lado, pero eso también tiene costos políticos altos. Miren el lío que tuvo acá al presidente con el tema Marset. No porque el presidente sea un narco, pero ya estar cerca de estos temas siempre tiene costos políticos. Así y todo, en México hay gobernadores o intendentes que directamente son financiados por el narco. O sea que hay de todo en nuestros países.

Cinco pautas de política pública, según Bergman

  • Toda política depende de su entorno, “copiar y pegar” recetas de otros países rara vez funciona.

  • La mayoría de los crímenes están impulsados por motivaciones económicas; por lo tanto, se necesita un variado instrumental de regulaciones y no sólo las herramientas del derecho penal. Las políticas de precio, las impositivas y las regulaciones financieras son tan importantes como la Policía o los jueces para reducir los mercados ilegales que alimentan la criminalidad. La reducción del delito está asociada tanto al Estado como a los mercados.

  • Cuando las capacidades estatales son débiles, los tomadores de decisión deberían abstenerse de promover políticas populares de mano dura.

  • La impunidad debe ser muy baja, en especial para los líderes de las organizaciones que se benefician con el crimen, los empresarios que lucran con la ilicitud, los políticos que están confabulados con los delincuentes y los agentes de aplicación de las leyes que se corrompen.

  • Hay que evitar el encarcelamiento masivo y desarrollar sanciones alternativas a las prisiones. El fuerte efecto de remplazo y la baja disuasión de los actuales sistemas penitenciarios puede convertir a las cárceles en altamente criminógenas.

Las conclusiones del libro sobre las políticas de encarcelamiento son bastante radicales. Queda la sensación de que ningún modelo ha funcionado.

Yo no estoy en contra de las cárceles, pero ciertamente no soy muy optimista en cuanto a su capacidad rehabilitadora. En algunos casos funciona, pero cuando la persona está predispuesta a ser rehabilitada. Pero hoy la mayoría de la gente que llega a la cárcel no tiene esa voluntad férrea de salirse de la carrera delictiva. Pueden decir al principio “no quiero volver a la cárcel”, pero después que salen sucumben rápidamente. Hay mucha investigación sobre este punto. Mi mayor crítica es que la cárcel está pensada como un instrumento para resolver el tema del crimen. Acá hay un ladrón, lo meto preso, así no roba más. Acá hay un homicida, lo meto preso y no mata más. Acá hay un traficante, lo meto preso y no trafica más. La realidad muestra que cuando hay oportunidades de negocio, metés a uno preso y enseguida hay otra persona afuera que toma ese lugar. Hay una tasa de reemplazo muy importante.

En el libro muestra que esa tasa de reemplazo no se aprecia en delitos como la pederastia o los abusos sexuales.

Ahí sí funciona la cárcel. No es que metés preso a un pederasta y aparece otro en su lugar. Tampoco es que resolvés el problema de la pederastía, pero la cosa va por otro lado. Hoy la realidad muestra que las altas tasas de encarcelamiento están muy relacionadas con el aumento del narcomenudeo. Quizás haya que reevaluar si vale la pena seguir por ese camino -con la situación del reemplazo que recién mencionaba- o si vale la pena analizar otro tipo de programas, sanciones o lo que sea. A este nivel, la cárcel empeora la situación, porque la mayoría reincide cuando sale.

Si por mí fuera, la cárcel la dejaría para los HDP, por así decirlo, para quienes cometen delitos muy feos. Violaciones, defraudación a la fe pública, políticos que roban, policías que cobran sobornos, grandes narcotraficantes, comercio de órganos. Toda la gente que está en los nudos críticos del negocio ilegal, por decirlo de alguna forma.

El enfoque del libro es esencialmente económico, pero hay otra dimensión del asunto que es cómo nos relacionamos con los bienes materiales, con el mundo del consumo y hasta qué significado le damos a términos como “felicidad” o “éxito” en nuestras sociedades. ¿Le parece relevante esa dimensión, quizás más filosófica?

Me interesa la pregunta pero no tengo buena respuesta. Mi rol profesional es tratar de ser el mejor sociólogo que pueda ser para explicar y para investigar. Mi rol ni siquiera consiste en proponer soluciones. Obviamente, después de muchos años de trabajo alguna idea se me puede caer, pero mi rol fundamental es entender qué está pasando en el campo de la seguridad y mostrar indicadores que les pueda servir como insumo a otras personas más vinculadas a la política pública. Ese es mi rol profesional. Todo lo demás me interesa porque soy curioso, pero no hago filosofía sobre el consumo. Para no escaparle a la pregunta, podría hacer la siguiente reflexión. Creo que estamos en una etapa de transición muy importante, porque en los últimos 20 o 30 años el rol del consumo privado ha crecido enormemente. Es evidente que ese fenómeno define identidades. Por lo tanto, yo anticipo que estas dinámicas vinculadas al crimen seguirán por esta tendencia. Hoy cualquier joven, por razones que exceden a esta charla, tiene serios conflictos de identidad. El mundo está cambiando rápidamente. Hay descomposición familiar, hay múltiples factores que inciden en que nuevas generaciones estén a la búsqueda de identidades potentes. Esas identidades normalmente están asociadas a factores de consumo. O sea que no es que a mí me guste consumir o no me gusta consumir -en lo personal, detesto comprar- pero es evidente que hay una voracidad importante y creciente, impulsada por las nuevas tecnologías. Cada vez es más difícil plantearse escenarios de sociedades de no consumo. Todos consumiremos más o menos, de mayor o menor calidad, le daremos más o menos importancia, pero el consumo es parte integral de nuestra vida cotidiana. No lo celebro, pero es la realidad.

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