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Colorín, colorado... un cuento inacabado

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Lo primero que asumo es que no me gusta. Sin claros motivos, pero sin sorpresa; intuyo que mi disgusto puede ser compartido por otros colegas. Luego descubro que bajo este impacto hay razones y argumentos. Compruebo que mi juicio estéril (estético) esconde algún fundamento.

El edificio está ahora pintado. Y hay algo que se ve de inmediato: ha sido bastante alterado por el manejo cromático. La pintura impone ahora su propia música, ante una trama arquitectónica que funciona casi como melodía de fondo en el nuevo esquema.

Esto tiene un motivo: la operación reafirma algunos elementos pero distorsiona el ritmo general del tramo. Desdibuja las grandes líneas de la pieza; y donde no las hay, las inventa: secciona el plano de modo arbitrario y simula molduras que nunca existieron. A esto se agrega la ilusión de ingravidez que así se crea: el conjunto se vuelve ligero, atectónico, escenográfico; y el efecto aumenta por la autonomía que el color adquiere ante otros parámetros.

Pero hay algo más. La propuesta se plantea como irreversible, no es un experimento. Las fachadas pintadas seguirán pintadas, porque así está pensado y dispuesto. Si esto es así, hay aquí una intención correctiva latente, implícita: enmendar la imagen del edificio, mejorar una situación que se considera imperfecta. Sin duda, la idea es enaltecer la obra y aumentar el bienestar de quienes viven en ella.

Y el propósito es muy loable. Pero se funda en un viejo equívoco: la idea de que el color es por sí mismo beneficioso y aplicable a cualquier contexto. Un tópico que nadie cuestiona, y que aquí se aplica a un edificio concebido en otros términos.

Cabe entonces hacerse algunas preguntas. ¿Por qué este criterio no se aplica a las obras artísticas que así lo requieran? ¿Quién podría suscribir dicha exigencia? De hecho, y si forzamos las cosas, la operación equivale a pintar el monumento a Batlle Berres, u otro cualquiera. Algo que parece impensable, y que nadie acepta. ¿Pero es ésta una asociación pertinente? Y si no lo es, ¿dónde radica la diferencia? Sin duda, éstas son preguntas molestas.

Y aquí está, quizás, el nudo del problema. En este punto se vislumbra el malentendido que parece regir la propuesta: la idea de que la arquitectura es un soporte artístico en potencia, una suerte de esqueleto en espera de vestimenta.

Así planteado, el supuesto reduce lo edilicio a su nivel más básico y resigna su dimensión plástica o estética; induce una visión restrictiva que ignora la apuesta integral de la arquitectura y su capacidad de asociar “lo bello y lo útil” en un mismo gesto.

Importa entonces decir lo siguiente: todo edificio involucra sus propios recursos expresivos (materiales, cromáticos, etcétera), al margen de los otros aspectos en juego (funcionales, constructivos, etcétera). Es un hecho acabado y completo. Y decir esto importa porque permite afinar la brecha entre la arquitectura y el arte, campo donde la inhibición funciona de manera férrea: a nadie se le ocurre agregar un trazo rojo al Guernica, pero tampoco hacerlo en una obra de arte cualquiera. En el caso de la arquitectura, esto depende del valor atribuido a la pieza: a nadie se le ocurrirá pintar de verde la Casa Schröeder de Rietveld, por ejemplo. Ni la casa propia de Vilamajó, para no irnos tan lejos. Pero, de hecho, cada uno de nosotros puede pintar la fachada de su casa como quiera. El límite es aquí más difuso, y a menudo cuesta marcar el umbral del sacrilegio.

Como es obvio, el edificio de Rossell y Rius no es una obra de arte ni una construcción famosa por su excelencia. Y en este sentido, las citadas comparaciones pueden parecer sesgadas, e incluso perversas. Sin embargo, sí se trata de una pieza emblemática, que encarna una época y un modo peculiar de hacer vivienda obrera. Y este diagnóstico resulta incluso incompleto, dado que la obra tiene valores propios que exceden su carga evocativa o histórica: el edificio es destacable por su diseño, inserción y escala. No es una pieza cualquiera, y no debería alterarse a cualquier precio. Menos aun en ausencia de un debate sobre los dilemas que esto plantea.

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