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Luis Aguiar y Matías Mier, luego del primer gol de Peñarol ante Vélez Sarsfield, anoche, en el partido de vuelta de la semifinal de la Copa Libertadores de América, en el estadio José Amalfitani en Buenos Aires, Argentina.

Foto: EFE, Leo La Valle

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Con el esfuerzo del presente, Peñarol no le falló a su historia y se metió en la final de la Libertadores.

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En un partido trepidante, pleno de emoción y de nervios, Peñarol pudo, ante los miles de sus seguidores que se instalaron en Liniers, conseguir un resultado que le permite, después de 24 años, volver a la final del torneo del que se hizo dueño en su inicio, más de medio siglo atrás. La final que deberá disputar con Santos el 15 y 22 de junio será la décima serie que afrontará en la historia del torneo continental, del que ganó cinco ediciones.

Velez Sarsfield ganó 2-1, pero Peñarol consiguió la clasificación a la final por haber convertido de visitante. Dice la presentación del relato de 13 a 0: “¿Qué es ese hechizo que te hace vivir como si no existiera el resto del mundo?”. Y yo qué sé, pero además son 90 minutos o es la vida en pedacitos que se juntan para después hacer esa gran película.

¿Qué parte de la película sería la de Tato ayer, con un traje de casimir inglés y la barba prolijamente recortada, hoy un muchachote más en la tribuna, desafiando el frío a pecho descubierto? Horacio había pedido el día libre para ir a gozar de la fiesta y ahí estaba, saltando y soñando. Yo te juro que aún no puedo creer cómo Martinuccio, después de la mágica asistencia de Juan Manuel Olivera, no pudo terminar en gol, un poco por la gran atajada de Barovero y otro poco por su propia impericia. Iban sólo dos minutos y de ese modo hubiera terminado todo.

No pudo ser en esa oportunidad ni en el exquisito desborde de Mier por la izquierda, con centro atrás incluido, ni en la otra trepada del zurdo surgido en Fénix. Iban diez minutos de buen dominio carbonero: los de Diego Aguirre jugaban con cierta comodidad el partido que debían, querían o podían jugar. Con inteligencia, a un toque si era posible, y siempre por la izquierda, Peñarol se arrimaba a las inmediaciones del seguro arquero Barovero. Por el contrario, los que miraban el partido por televisión no sabían de qué color era el buzo de Sosa. Iban 15 minutos y los argentinos no habían pateado al arco.

Otro desborde de Mier tras juego a un toque, centro y cabezazo apenas afuera de Martinuccio. ¡Che! ¿Por qué no llega ese gol? La preocupación tiene su correlato en que se sabe que hay que tratar de traducir en diferencia real y matemática esa diferencia de desarrollo futbolístico, porque si no se complica.

¡No te digo! A los 24 minutos el Tanque Silva le bajó la pelota al Burrito Martínez y casi clavan el gol. A los 26 fue el Tanque el que sacudió la zurda, y la globa se fue al ladito del palo. A los 30 le pegaron de afuera del área y Sosa dio rebote…

Peñarol había perdido la pelota y, tal vez, la oportunidad de liquidar la cosa. Pero una nueva, exquisita asistencia-pared de JM para Martinuccio, y el argentino esta vez la hizo bárbara enganchando y abriendo para Matías Mier, absolutamente desequilibrante, quien definió por debajo de Barovero.

Y dejá, muchacho, vos viste cómo estaba Tato ahí en la popular, saltando medio desnudo y abrazándose en esa marea amarilla y negra, con yerba, birra y Peñarol, la locura. ¡La locura!

Vélez cargó de todas formas, hizo un gol que fue anulado por posición adelantada, y cuando se moría el primer tiempo, cuando había que irse al vestuario con el 1-0, un rebote de Sosa tras cabezazo de Zapata terminó en los pies de Tobio, que al lado de la línea la empujó al empate. El segundo tiempo amagaba para martirio. Tato ya no saltaba, y no es que sea un pecho frío: sentía el frío en el pecho de ver a esos tipos de blanco llegando y llegando.

Después de un par de casi goles de Vélez, a los siete de la segunda parte Martinuccio se lo perdió tras un nuevo desborde de Mier y un minuto después, con desborde por la derecha de Corujo, el porteño definió con la de subir al colectivo y la sacó por encima del travesaño. Los velezanos, una y otra vez, apurados y ansiosos como el tránsito por Juan B Justo a las siete de la tarde, te hacían poner los pelos de punta. El tránsito era en un solo sentido, en dirección al arco de Sosa, quien, rebote más, rebote menos, hacía aguantar el corazón de Tato y de un par de palos de sus connacionales.

A los 20 goles errados son goles en contra, una reverenda estupidez que se confirma pared entre Olivera y Martinuccio, largo desborde del porteño, centro, pase-gol para Olivera y no me preguntes por qué no fue gol, porque JM no pudo convertir y en la recarga le quedó al Tanque Silva: media vuelta, palo y gol. A sufrir más aun. Quedaban 25 minutos y Vélez estaba a un solo gol de dejar afuera a Peñarol.

A los 75, un inexistente penal dejó a Tato lívido, pálido, sin respiración. No había sido nada, pero el chileno lo cobró, y ¿podés creer que el Tanque Silva se resbala al patearlo y le sale a lo Ruben Sosa contra España, a la estratósfera?

Pensar “no perdemos más” es otra reverenda estupidez, pero Tato lo pensó y JM casi lo confirma cuando estuvo frente a otro casi gol. No sabés lo que fueron esos últimos diez minutos. No se movía una mosca y Vélez se quedaba con uno menos por la expulsión de Fernando Ortiz. Y te digo la verdad: no sé cómo estaría la mina aquella, pero perdoná la ordinariez, Tato tenía los huevos en la boca y ya no sabía qué hacer, cosa que sí sabían sus ídolos en la cancha, que como remedo del Gallego Lorenzo Fernández, del Negro Obdulio, del William, del Indio, la sacaron a pie firme hasta que Tato, vos, yo, Diego Aguirre y cada uno de nosotros pudo gritar ese espontáneo, íntimo o desconocido “Peñarol nomá”.

Después de 24 años, el carbonero vuelve a la final de la Libertadores. Tato, andá hablando en tu laburo para pedir un par de días libres más. En la próxima voy contigo.

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