Mucho frío. El vidrio del ómnibus tiene una capa de hielo del lado de adentro. Hay escarcha al costado de la ruta cuando vamos para San Juan. Placas finas e irregulares de hielo en las zanjas a los costados. Se respira frío, hasta se sueña. Los mendocinos te hablan cada mañana de grados bajo cero como algo natural. Se tutean con él mientras nosotros nos escondemos debajo de gorros, bufandas y calzoncillos largos. Es un frío seco, raro para los que vivimos en Montevideo. Y que tiene esa postal permanente de la montaña nevada. Estés donde estés, mirás para algún lado y hay aunque sea un pedacito de cordillera blanca. Estética, armoniosa, como para llevársela de recuerdo.
Del verde al amarillo.
Del brillo al opaco. La aridez y la tierra como dominantes. La Mendoza de marzo, cuando Peñarol vino a jugar por la Libertadores, era verde, festiva, recogiendo la viña y aprovechando el pretexto para noches largas y mañanas resacosas. Esta Mendoza tiene viñas peladas, mucha tierra, es mucho más opaca. Aunque los chilenos se encargan de que sigan teniendo noches largas y mañanas resacosas.
La ñata contra el vidrio.
Pero no el del bar del tango. Uno virtual, invisible pero notorio. Ése en el que buena parte de los que viven en el pueblo ven la fiesta desde la vereda de enfrente. A veces familias enteras, con niños chicos, viendo pasar la fiesta de hinchas que desfilan con sus colores y banderas rumbo al estadio. Observando desde la tribuna de la tribuna. Lo vi en la Copa de Paraguay, en la de Perú, en San Juan, ahora. Están siempre, pero no dejan de impresionarme. Su fiesta asumida es poder ver pasar la fiesta de cerca, pero sin tocarla. Es más, sin siquiera pasar la línea de la ruta por la que vienen los hinchas, delineada apenas por conos de plástico rojo fluorescente cada muchos metros. Y cuando lo hacen, siempre hay un policía atento para marcarlo. Y ellos vuelven, pasivos, como pidiendo disculpas, a su lugar en la fiesta.
Qué grande sos.
Dice el tachero que no importa, que es un perejil, pero que lo que define es que va de la mano de Cristina. Que no puede perder. Los radicales y los Pro sonríen en altos carteles de estática (y estética) publicitaria al costado de la autopista, por encima de las casitas de bloque que, dice el tachero, terminarán votando por quien vaya con Cristina. Dice que después de Perón y Evita, Néstor y Cristina son lo más grande. Se preocupan por el pueblo. Así lo dice “por el pueblo”, como llenándose la boca. Le pregunto qué es el pueblo… “Nosotros, uruguayo, nosotros”, me dice señalando las casitas de debajo de la autopista, mientras un banderín de “la lepra” (Independiente Rivadavia, el rival de Godoy Cruz) se balancea colgado del retrovisor. Dice.
El señor feudal.
San Juan es otra cosa. Cuando vas por la ruta desde Mendoza te das cuenta de que cambiaste de provincia por el cartel indicador. Pero no el de la ruta, el de las pintadas que se empiezan a suceder, una tras otra, sin final, y que dicen simplemente “Rodríguez Saa”. Alcanza y sobra. Dicen que son los dueños de la provincia. Juan, Felipe, Teófilo. Desde la mitad del siglo XIX los Saa son los dueños del feudo. En nuestros tiempo Alberto y Adolfo. A uno lo recuerdo sonriente, de gomina, la semana que fue presidente mientras Argentina explotaba. Una semana. Y después de nuevo al feudo. Ahora le toca al otro. Gobernador por dos períodos y precandidato a presidente por el peronismo opositor. Ya lo intentó pero quedó en el camino. Va por la revancha. Y si no, volverá al feudo, allí donde la mano de Cristina no llega…
Que veinte años no es nada.
Los argentinos están viviendo el síndrome del repatriado. Con Messi a la cabeza. La última, que me tiró un mendocino esta mañana, es que la figura del Barcelona “ni siquiera cantó el himno” contra Colombia. “Fue el único, fijate”. No se juega las piernas, no le importa la camiseta, no siente a la selección. Es un pecho frío. La única diferencia con aquel síndrome que un Uruguay derivó en Cubilla y los jugadores “con hambre”, es que Messi está pa’los euros y no para las liras o los dólares, como Francescoli y su generación. Uno les trata de explicar que por ahí no va, que nosotros nos comimos terrible garrón, que recién años después el colectivo se dio cuenta de la generación de futbolistas que había tenido. Pero no hay caso, están enajenados. Y encima te dicen “no como ese Forlán de ustedes, que quiere la camiseta”. Lo mismo, pero al revés, cuando en Uruguay se utilizaba como ejemplo a los argentinos que “se morían” por ir a su selección. Falta que pidan a Straqualursi, el 9 de Tigre, para que sea el nuevo Peter Méndez y a Mercier para que haga de Toti Castro.