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Ángel López en la plantación de tomates en el invernáculo.

Foto: Pedro Rincón

Los restos del roto corazón

4 minutos de lectura
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Una visita a la cárcel de Punta de Rieles.

La Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) convocó a una recorrida por el Centro de Rehabilitación Punta de Rieles (Instituto Nacional de Rehabilitación Unidad N°6) con el objetivo de visitar el servicio odontológico de la cárcel. Allí se está instalando un laboratorio de prótesis con el fin de brindar atención en salud a todas las reclusas del Centro Nacional de Rehabilitación (CNR) y a los de Punta de Rieles. También hay bloqueras, una huerta, un almacén, una ferretería y un taller de manualidades. En todos estos emprendimientos trabajan los internos, con quienes la diaria conversó.

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En la mañana del viernes partió la camioneta de ASSE hacia la cárcel de Punta de Rieles con periodistas, fotógrafos y el doctor Enrique Soto.

Al llegar fue necesario dejar la cédula de identidad y sacarse de encima los objetos de los bolsillos o bolsos. Tras esa primera etapa se ingresó en un pasillo corto con una habitación en cada lado, destinadas a las visitas y a los abogados. De los 595 reclusos que se encuentran en Punta de Rieles “85% trabaja” dentro del recinto, cuenta Gregorio Acosta, el coordinador de la policlínica. Ya en el sector al aire libre se aprecia una cancha de fútbol. Los módulos son grandes casas verdes con techos blancos.

La idea

“Los reclusos que están acá, por lo general, son los que más salen”, dijo la licenciada Paula Sarkissian, directora de la policlínica, que se desempeña en ese cargo desde julio de este año. “¿Cuál es la idea? Que aquel recluso que está acá, cuando vaya a salir, lo haga en las mejores condiciones. Porque se estigmatiza mucho. Las personas salen con un oficio. Lamentable e increíblemente, la parte de ortodoncia, que no la tienen, los marca mucho. La mujer es la otra prioridad, porque sale del CNR y no pasa por otro centro intermedio. Directamente va a la calle, a trabajar, y la parte estética es importante también. Las reclusas vienen dos veces por semana acá con sus hijos, y tanto el niño como la madre son asistidos por el odontólogo. Esto se da en forma permanente”, cuenta Sarkissian. Cuando ingresa un recluso en Punta de Rieles se le realizan una serie de estudios de diagnóstico médico que quedarán en la historia clínica de cada uno: vacunación y tests rápidos de VIH y sífilis. Según la directora de la policlínica, las situaciones de violencia entre los presos han mermado desde la llegada del servicio odontológico: “Los cortes superficiales, ese tipo de situaciones en las que ellos descargan toda la parte de violencia ha bajado. Mirá si será importante la odontología”, comenta. Agrega: “Se trabaja permanentemente con la Facultad de Odontología [de la Universidad de la República], por medio del Ministerio de Salud Pública [MSP]”.

Horas vacías

La lluvia no fue un impedimento para la apertura y el trabajo matinal de los 22 emprendimientos que se desarrollan día a día dentro de la cárcel. Los presos de Punta de Rieles, con sus propuestas, lograron tener un espacio propio para encontrar una salida laboral. Para que, en un futuro, cuando obtengan la libertad, el paso por la prisión haya sido, en cierto modo, un aprendizaje.

La Bloquera 4, una huerta, un taller de manualidades, la fabricación de galletas malteadades, el “almacén social” y la ferretería son algunos de los logros obtenidos con sacrificio, aprendizaje y trabajo. Julio César Núñez formó la Bloquera 4, lugar de fabricación de bloques: “Hago entre 10.000 y 20.000 bloques, es relativo. En invierno se hacen 3.000 o 4.000, cuando el tiempo lo permite. En este momento trabajamos tres”. Núñez vende su trabajo a las barracas del barrio y también a particulares. Su objetivo es formalizar la empresa para poder presentarse a licitaciones y así venderle al Estado. “Aprendí acá. Vine y me dieron la posibilidad. Acá no había nada, yo lo construí todo. Me llevó un tiempito. Los pisos están formados por mí: pedregullo, arena. A hacer bloques aprendí en 15 minutos, me enseñó un gaucho que trabajaba en otra bloquera. Hago adoquines también”, relata Julio César, que realiza esta labor desde hace dos años y cuatro meses. “Lo fundamental acá es la difusión. Es lo que falta, que sepan que acá hacemos esto y hacemos buenas cosas”.

En la huerta trabaja Ángel López: “Yo no sabía nada de huertas antes de entrar acá, aprendimos con un curso de agronomía. No sabía nada de tierra, está bueno. De acá sacamos tomate, lechuga, albahaca, morrón, y llevamos todo para la cocina. Y también plantines de morrones, repollo, albahaca; eso va todo para la quinta. Se puede vender para afuera también”. Ángel dice que trabajó en todas las cárceles en las que estuvo, y con muestras de orgullo en su rostro cuenta que le quedan “sólo 24 meses”. A unos pocos pasos está Gilbert, junto a otros compañeros en la ferretería: “Ahora estamos trabajando para un comprador de Durazno”, comenta.

Ángel, Álvaro y Sebastián forman parte del taller de manualidades. “Es todo hecho a mano, hacemos cisnes con papel, a veces compramos y a veces nos donan. Nos pidieron 100 para un cumpleaños de 15, vendemos abundante. Los grandes los compran para rifas, para las fiestas, porque les meten bombones, turrones, tipo una canasta. Los grandes valen $ 1.500, los medianos $ 500 y los chicos se venden por cantidad, el ciento lo vendemos a $ 2.500”, cuenta Ángel. Agrega: “Nosotros les vendemos acá a los compañeros, y también en la calle. Ahora tenemos una exposición en el atrio de la Intendencia y en el Parque Rodó. Nos vamos a dedicar al armado de sillas. Estamos luchando para exponer esta mercadería y para poner afuera un stand o algo para poder trabajar. La meta de nosotros es dedicarnos a esto y poner un local afuera para hacer cosas para fiestas, decoraciones. Pensamos el nombre ya: Camino al éxito”.

El “almacén social” fue una idea de Arturo, que lo gestiona junto con otro recluso desde bien temprano en la mañana. “Nosotros apuntamos a la necesidad de nuestros compañeros y de nuestra familia. No precisan venir cargados, usted entra y se da cuenta de que tiene de todo. Traemos cosas de una panificadora. Este proyecto pasó a ser la vedette de Punta de Rieles, porque acá nosotros atendemos a los policías, maestros, visitantes, todos aquellos que llegan a este centro”, explica.

Cristian es de los más grandes de la cárcel. “No tenía ningún oficio. Procuré progresar como persona primero, y después en habilidades y destrezas. En el área de la panadería me manejo bien. La cárcel me ayudó a conocer gente, a ganarme las cosas. Y apostamos a un cambio de perspectiva, a un cambio de vida. Hoy en día hay una familia por detrás, hay obligaciones, hay compromisos. Tengo siete botijas, yo armé mi familia estando preso: nos casamos, tuvimos unos hijos hermosos. Para casarte hacés el trámite; estás privado de libertad pero todos los derechos te corresponden. El único derecho que no se te permite es la libertad de movimiento. Este establecimiento nos hace sentir que somos humanos. Me gustaría que esta cabeza, que es de influencia positiva, de industria, de proyectos, se aplique en todas las cárceles del país. Estaría bueno porque cambiaríamos la sociedad desde adentro”. Cristian, además, es el galletero del lugar: “Yo hago galletas malteadas, vendo para afuera a almacenes del barrio y acá adentro. Hace muchos años que estoy acá: tengo 40 y caí a los 18”. Cuenta que combina su trabajo con sus tres pasiones: Peñarol, la lectura y la música. Su autor favorito es Paulo Coelho, y escucha Iron Maiden, Metallica y Pink Floyd. Sobre los colores de su corazón, dice lo siguiente: “Soy manya a muerte. Y bueno, estoy esperando pisar esa pista e ir a la [tribuna] Ámsterdam. Nosotros tenemos la suerte, ahora, de que tenemos cable, hacía mucho que no veíamos un partido en directo. La última vez había sido contra Real Madrid [en 2010], perdimos 2-0”.

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