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(La) Cabecita

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A excepción de unos pocos fuegos de artificio, que seguramente deben haber deslumbrado a aquel guacho que empezaba en el periodismo en los 80, confieso que siempre me ha preocupado abrirme de la idea de lo que es un periodista deportivo para el imaginario popular, que contemporáneamente ha establecido el paradigma de tal figura en Jorge Toto da Silveira, Alberto Kessman o hasta Julio Ríos. Insisto que más allá de esas bombitas brasileñas del inicio, en el que a uno le consultan como a un entendido acerca de por qué Fulano no pone a Zultano o le argumentan débilmente, como ante una autoridad, que pasará con Fulanito, que ya no moja, te empieza a paspar sobremanera que sólo te vean con cara de pelota, y que cuando te presentan en un cumpleaños, tipo Tana Ferro, sólo se les ocurra hablar de la pelotita y de los chusmeríos baratos, y quedes inhibido de hablar de las ventajas de la constitución de Batlle y Ordoñez, de las calles empedradas de Santa Marta o de la evolución-involución de los procesos ejecutivos en la enseñanza media. Te paspa. Eso y los serruchos, sabiondos y creídos que pueden llegar a ser los denominados periodistas deportivos. Es perturbador. He pensado y escrito sobre eso: “Entre el nace o se hace que rodea roles, oficios y profesiones, el comunicador tiene la certeza de que más allá de lo innato, se hace no sólo en su proceso de desarrollo académico, o en el desempeño de sus funciones, sino hasta aún mucho antes que el individuo decida o defina dedicarse al periodismo, por el propio fenotipo que le va generando su permanente función pasiva de receptor de los medios de comunicación. Con seguridad, nosotros, los comunicadores, debemos haber vivido un largo proceso de incubación de periodistitis crónica, desde que queríamos ser futbolista o enfermera hasta el momento en que debimos optar por hacer cuarto año humanístico o científico. Con una seria afición por los artículos de tal, o un recurrente rechazo por la conducción de otro, vamos seleccionando en nuestros gustos algunos detalles que después pueden resultar semillas que germinan con el desarrollo académico y que pueden llegar a transformarse en pilares de nuestras carreras.

El respeto por la información, la lucha por la ecuanimidad, la fortaleza para no claudicar en la investigación y la búsqueda permanente de la excelencia son algunos de los cimientos que, sin saberlo, me iban dando aquellas páginas de diario, las voces de la Spica y algunas imágenes de la tele. Hoy, ante el inocultable liderazgo de un modelo de comunicación con valores que no responden al ‘informarse para informar’, y opinadores que no hesitan en transferirnos sus mensajes sin la debida constatación de tales asertos, es difícil incorporar la alarma de la duda razonable que nos frene y nos conduzca a un proceso de investigación y confirmación serio y responsable. Ese tipo de periodismo irreverente y absolutamente carente de sustancia marca la impronta de las generaciones futuras, incluso de aquellos que están incubando su gusto por la profesión, debido a la legitimación mediática y social de estos desvíos profesionales. Particularmente en el micromundo del periodismo deportivo estas situaciones se vienen repitiendo sin solución de continuidad y no sólo van bajando el nivel de profesionalización y competitividad, sino que definitivamente van achatando a las generaciones futuras”. Escribí esto en el primer año de la diaria, en la nota “El laberinto de los espejos”.

Vaya a saber cómo y cuándo -con seguridad no fue hasta el inicio de los 80- Da Silveira fue imponiendo su estilo insidioso de opinión autoritaria y con profunda sumisión de sus interlocutores como un componente básico del paradigma del comentarista deportivo de Uruguay. El abogado, que siempre se dedicó al comentario y la práctica del periodismo deportivo, fue imponiendo casi siempre su forma de pensar, y desde su Olimpo generaba cambios de conducción de planteles, promociones, salidas de deportistas, dirigentes y demás integrantes del estamento deportivo. Da Silveira se acostumbró a anexar a su correcto rol de analista deportivo todas sus ideas y proyectos de cómo se debían hacer las cosas , como un padre eterno con sus hijos, y en el enrarecido ambiente del fútbol empezó a pesar demasiado la opinión del Toto, lo que generó miedos y movimientos forzados por lo que fuera a decir desde su micrófono.

No han sido ajenas ni en Da Silveira, ni en buena parte de la prensa deportiva uruguaya, las insinuaciones morales sobre aspectos inherentes a la vida privada de las personas, ni las calificaciones y descalificaciones no centradas en lo estrictamente deportivo sino en la forma de actuar, de pensar o de hacer de los individuos, fuera de los ámbitos específicos de su acción pública laboral.

Muchas veces se ha mandado eufemísticamente a pegar a tal o cual jugador porque es flojito, o a denunciar retorcidamente una ida a un baile, una botella de cerveza o simplemente una falta de atención a lo que el señor requería. Pocos han podido con ese retorcido poder -al Maestro Tabárez le ha hecho la vida imposible, pero el entrenador, a pura jerarquía, lo ha doblegado siempre- y el censor ha descalificado movimientos, ideas y acciones, y todo el mundo boca abajo.

Es cierto que lo que le hizo al Jona fue su accionar común -muchas veces festejado por su corte de acólitos y miedosos seguidores- pero no por ello deja de ser una gran infamia, ilevantable con una, 100 o 1.000 cartas de impersonal y discretamente forzadas disculpas. La vida privada de los individuos no es ni debería ser asunto del periodismo deportivo, ni de los individuos que se postulan como calificados e idóneos para analizar las evoluciones de la vida futbolística.

Cuando en la entrevista con El Observador TV Da Silveira descalificó a Jonathan Rodríguez (y a Tabárez, ya que estaba ) expresando que Peñarol debía vender “sí o sí” al jugador y que su problema es “su entorno y costumbres”, “que bebe”, que “en Peñarol dicen que volvió peor” de su paso por la selección, el periodista sabía que estaba minando por completo los sueños del Cabecita, y eso está muy mal.

Además, ser serrucho, buchón y autoritario no está bueno ni en el periodismo deportivo ni en ninguna instancia de la vida. Eso no se hace. Da Silveira pensó que lo podría hacer por siempre y sin mirar a los costados.

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