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Foto: Pablo Vignali

Cansados hasta el océano

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Escribir el más común de los veredictos dicho y repetido por la mayoría de los cristianos de esta tierra: no puedo más. Por lo menos escribirlo, lanzarlo al viento, contárselo a un amigo, al compañero de trabajo, decirlo con toda el alma y el cansancio del cuerpo: no puedo más, ni un día más. No sé cómo estoy escribiendo estas líneas, cómo mi cerebro estrujado resiste esta nota, este esfuerzo, el último suspiro del año. No podemos más de tanto trajinar y de toda su demencia, de este arrastrar el cuerpo y mostrar la mueca sonriente, y de otro día, ese empujón hasta que llegue mañana. Nada, es apenas el 31 de diciembre, pero cómo lo precisamos, qué necesidad de él, qué falta nos hace aunque el 2 de enero ya estemos otra vez trabajando, haciendo girar la máquina.

Pero un día al menos todo parece detenerse o hacemos como que se detiene. Ese día consensuado socialmente, ya sea por almanaques occidentales o astrales. Ese día que es hoy, la última reunión o todo el 2015, que se va. Se va y no vuelve y el 2016 son sólo 24 horas más, pero se va aunque haya sido bello y nos hayan pasado cosas contundentes, se va con nuestro beneplácito, nuestra bendición; lo dejamos ir porque un año no significa nada y lo significa todo.

Quizá esté exagerando, pero es ese cansancio que nos duerme o acuesta, que nos pide parar, agua de océano, un día por todo lo que pasó, lo que se fue, lo que nunca volverá. Y repito “cansancio”: tanta noticia, tanto dolor, tanto mundo ahí afuera, tanto nosotros, tanto los otros. No podemos más. Queremos un daikiri o una sidra, o un buen deseo, y feliz y mejor año, aunque no nos convenza.

Es que no es un asunto del intelecto, es algo más arraigado, de una fe que no es cristiana o de la religión que quieran; es esa fe con la que pactamos por un momento para que se vaya todo lo malo y venga todo lo bueno (así, con léxico de niños), aunque lo bueno y lo malo estén entreverados.

En estos días jugamos con una realidad extraña, ese deseo de cumplir con la última reunión, de dejar casi todo sellado. Llevamos un cansancio importante a cuestas e igual queremos cerrar eso que hay que cerrar, y si dejamos para mañana (el año próximo) lo que podemos hacer hoy, nos perdonamos e igual brindamos, pero sentimos esa cosita incómoda que nos dice que no hubo moño, que sin ese trámite, esa conversación, ese pendiente pautado y no cumplido, la satisfacción por el deber cumplido se frustra.

Sí, son unas líneas de obsesivo y para obsesivos, para los que odiamos las pautas, los contratos, los horarios, todo lo que hay que hacer, pero, qué cosa extraña, perseguimos el broche de oro, el propio, que puede ser la gran pavada del siglo o ese encuentro postergado, esa llamada, dejar el baño limpio y la cama tendida antes de irnos una noche, dos días o un mes a vivir ese regalo merecido: irse, irse, irse. De la ciudad, de las noticias, del trabajo de cada día, de las guerras y las muertes que nos acribillaron el alma, de uno mismo. Irse y llegar a otro sitio, ése que es pacto social de verano o cueva íntima, lugar secreto, sea búnker de ciudad, bosque encantado, playa oceánica o río con oleaje.

Alguien me dijo ayer de ese baño de mar de hace exactamente un año y le brillaron los ojos, en un balcón montevideano, mientras la lluvia le mojaba las pestañas, como toreándolo. A él no le importó y a mí tampoco, y recordé que odio el sopor del verano, la arena en el short, el embadurnamiento absoluto con protectores potentes en todo mi cuerpo, el Cabo Polonio y su falta de árboles, Rocha entera y sus oleajes de gente, esa invasión y amontonamiento patológicos, las carpas, los ranchos con cachimba y sin puerta en los baños, esa máscara de 15 días haciéndonos los buenos salvajes. Odio todo eso, sí, pero recordé también que hace tres años que mi cuerpo no se sumerge en el mar o el océano, y que estoy dispuesto a sortear todos esos escollos horribles por el agua salada aflojándolo todo, obligando al olvido; todo por esa inmersión de mi cuerpo en lo que se me ocurre la placenta más fresca e inmensa del cosmos. Ese momento en que licuo todo mi dilema ontológico e ideológico con Dios, en el que ya no lo busco ni lo ansío, en el que no necesito creer ni rezar ni discutir con nadie ni argumentar, porque su evidencia es innegable, atroz, tenebrosa, decididamente cierta: Dios es el mar que se lleva la angustia, sosiega el espíritu, aniquila el cansancio, te hace callar, te vacía de palabras o te deja pronunciando sólo una durante horas: gracias.

Quizá siga exagerando, pero si de verdad vamos a hablar del cansancio de uno y del producido por el mundo, de ese hastío, del hartazgo, del grito que ya ni quiere ser proferido, hagámoslo en serio y nombremos algo poético o profético: esa sonrisa de niño o ese suspiro de alivio de las máscaras en tanga, short o bikini, y de las panzas, arrugas, culitos parados, pieles de oro, estrías, tetas ampulosas, flacuras extremas, de esas sonrisas, esos suspiros del que ningún cuerpo escapa ante la magnificencia del mar. No me importan, claro, aunque a veces calienten un poco más el cuerpo, ésos que sólo lucen y pasean a la orilla del agua sus carnes minuciosamente preparadas. No hay que acusar las horas de gimnasio, el cuerpo griego expuesto, el hilo dental en el culo, los pectorales y los bíceps; todo eso que ya lo sabemos (para qué repetirlo) y muchas veces lo envidiamos (para qué negarlo). Pero tengo una certeza, se lo juro, lo firmo con la misma virulencia con la que firmo este texto: ésos, de verdad, nunca se dejaron abrazar por nuestro Dios.

Y ojo, que tampoco aliento cierto impudor que todos, de una u otra forma, practicamos al llegar al mar: ese destape de nuestros cuerpos cuando en la ciudad no mostramos ni un hombro. Pero no hay remedio, es un permiso, un contrato que dice, en letra grande y chica, que ahora importa el placer, el descuido de ciertas formas, la rotura de los ropajes (aunque las toallas y los toallones muchas veces funcionen como medidores de las vergüenzas). Un contrato que sobre todo, dure lo que dure, persigue el fin de nuestro cansancio.

Entonces escribí este texto, mi pasaje al cielo (ese baño de mar), aunque cuando salga publicado de verdad sabré si cumplí con una última reunión, mi moño de oro. Pero qué joder, puedo dejar algo pendiente y no por eso sentir lo inmerecido de lo que supongo que estoy haciendo ahora: escuchando el silencio o el oleaje de Dios, perdido en su grandeza o sumergido en su existencia.

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