Hay momentos en la vida en los que uno siente o piensa que está a punto de perder el habla y las letras que lo escriben. Que está cansado de decir, de repetir como súplica y con distintas estratagemas las obsesiones que lo comandan. Pero no puede callar: por disciplina (si hay que escribir, hay que escribir), por miedo al silencio, a que se lo trague este gran universo de voces.
Las imágenes nos devoran y callar puede perforarnos el sistema sensorial.
A veces uno siente que explota y no puede más con todo lo que sucede alrededor. Compaginar el adentro, que pide auxilio, un tajo en el cerebro, por donde chorreen todas las ideas, y el afuera, que nos invade, no es cosa de flojeras del alma.
Escuché tantos relatos esta semana, me pudrieron tanto el alma, que no tuve tiempo, ni me lo hice, para escucharme a mí mismo. Igual, ¿para qué? La perorata de uno es un arma punzante que también agujerea el lenguaje, lo vacía, lo calla por exceso.
Avisto los dilemas y regodeos de una aldea que repite sus mitos y sus boberas, la mentira de reeditar sueños tardíos o perdidos y, también, las mil fotos de un mundo que ahoga a los refugiados a las orillas de un pedazo de pan. Un mundo por el que no puedo hacer nada más que lamentarme y que, a medida que se agudiza en su tristeza, me inocula, me insensibiliza. Ninguna apelación al Che ni a grandes eslóganes, ésos de sentir en carne propia cualquier injusticia cometida en el mundo. La carne es de uno y todo ese dolor cierto o fingido no hace más que desterrarnos, volvernos reproductores de “me gusta” y “qué dolor”, y seguir y seguir y seguir con las propias penas a cuestas.
No sé si habría que olvidarse del mundo todo, pero el mundo todo perturba y agobia, enajena el sentido, hace perder el contacto más cierto con el bichicome de la esquina, la niña hambrienta, el caos político y cercano en el que estamos inmersos. No quiero detenerme en la minucia (partidos y sectores, traidores y traicionados, luchadores y perdedores), porque todos estamos perdiendo ante este avasallamiento del discurso, este dolor trocado por declaraciones universales y corazones rotos, mentes atrofiadas, vinilos viejos de una sola canción.
Hoy te dicen una cosa, y mañana otra, y traspasado la contraria, que es distinta a la primera, y todos practicamos el vil juego de las oportunidades políticas y los seres racionales, el chiste nefasto (a nuestra cuenta) de dejarnos engañar.
Quiero llorar y no puedo. Estoy anestesiado. Mis brazos en alto se cayeron en la adolescencia y luego sólo tengo impulsos de furia y ataques de palabra. Quiero llorar por los cincuenta hombres tirados en la calle que conté hace una noche en un recorrido de cincuenta cuadras; por todos los cantes que ya no son nombrados; por la anciana que con una vergüenza inconmensurable le preguntaba a la cajera de un súper lleno de empleados explotados si podía hacer una compra por cien pesos con la tarjeta del Mides, y volvía a preguntar, ante la negativa, si ya “les había pasado a otras personas mayores”; por la puta que repudia vivencialmente el eslogan que dice “sin clientes, no hay trata”, porque sin esos clientes no paga pensión ni túnica escolar para hijos con o sin decreto de esencialidad; por el hombre que me dijo que era francotirador y que no sentía culpa alguna mientras dieran con su precio; por el miedo que siento cuando camino por calles hermosas y oscuras; por las balaceras entre milicos y chorros; por la muerte de una mujer en una fábrica de pastas; por los adolescentes torturados en el Sirpa y las cúpulas sindicales pervertidas y maléficas; por las aguas putrefactas y tener que comprar agua embotellada; por las muertas que no quisieron morir a destiempo; por los hijos de mis amigos; por los hijos que no tendré; por esas veces que cogí sin condón; por ese miedo a ser pobre o a perder a un amigo.
Tengo miedo a vivir con miedo; me tengo miedo a mí mismo; tengo miedo por mí.
Quizás, aún yo no he descubierto la gracia. La de la vida y la mía. Pero no soy sólo yo, también es este país (está comprobado: larguen los estudios de suicidios directos y solapados).
Es que a los veinte nos sentimos viejos, a los treinta nos sentimos viejos, quizá a los cuarenta (o cuando sea) hay un momento prístino en el que entendemos que todos somos furtivos o prófugos del tiempo.
Quizá algún día me pase (nos pase) lo que al fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, según cuenta y relata el cineasta alemán Wim Wenders en la película La sal de la tierra. Ese fotógrafo que registró toda la miseria humana y sistémica, por décadas: refugiados, hambrunas, guerras, un registro descarnado y de indudable belleza.
¿Cómo puede haber belleza en todas las tragedias del mundo? Quizá sea más acertado decir conmoción. Salgado, como aquel fotógrafo que registró a la niña quemada en Hiroshima, o el otro que hizo clic justo en el momento en que un niño estaba a punto de ser devorado por un cuervo. Pero Salgado lo hizo por años, y retrató masas enteras desplazadas y famélicas. Todo el dolor del mundo. Lo hizo, según el honesto relato de Wenders, hasta que no pudo más, hasta que se le enfermó el alma.
Quizá sea incomparable la dimensión de un campo de concentración o refugiados con los bichicomes montevideanos que duermen en cada esquina, la niña hambrienta, los adolescentes torturados del Sirpa, toda esta farsa que se nos vino encima, pero ¿quién se atreve a medir el dolor del estómago vacío o del frío ajeno?
El asunto es la mirada, entonces, y dónde la detenemos y qué dimensión cobra el drama ajeno. Salgado tampoco era uno de ellos, pero su ojo-cámara se detenía en sus vidas. No podía salvarlos, sólo mostrarle al mundo su vileza. Pero enfermó, de tristeza, de espanto.
Quizá sea cursi decirlo, traducir una gran película en un axioma vulgar, aunque cierto: lo salvó el amor y cambiar su perspectiva, su punto de vista, su accionar en el mundo. Su mujer le propuso transformar campos áridos y muertos (de viejas herencias familiares) en una cosa viva.
Planta por planta, especie por especie, trabajo de hormiga hasta llegar a un verde luminoso y productivo en su propia tierra. Revivir a un muerto, crear otro proyecto nuevo, un minisistema en el que él, su mujer y decenas de trabajadores hicieron de la tierra seca y de su espíritu longevo y triste un motivo para seguir viviendo.
Yo no me iría a vivir al campo ni plantaría un árbol (quién sabe), pero esa película es la metáfora más bella y nada maniquea de la reconversión de uno mismo, de una búsqueda honesta hasta el fin de nuestros días contra toda la tristeza del mundo.
Al final, es como escribía Spinoza: las pasiones tristes nos enajenan y abonan el terreno de lo que nos domina, y las pasiones alegres, a pesar de esta vida odiosa, desenmudecen el espíritu, lo permean, lo fisuran en su amargura, licuan tanta palabra e imagen, y pueden desatar nuestras gracias.