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Foto: Pablo Nogueira

Urgencias de almas móviles

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Tengo un amigo de 33 años, médico pero no de los ricos, que cubre el turno de la noche en una empresa de emergencia móvil. Es médico y no le gusta serlo, y aunque es ético no siente el juramento hipocrático como propio, aspira a ser escritor y escribe muy bien, o aspira a cambiar de vida y de rumbo. Él, porque quiere ser escritor y para salvarse de la afectación enferma que producen ciertas historias trágicas, creo, todo el tiempo pendula entre el chiste, la ironía, la conmoción y la sorpresa.

Cada tanto y como buen aspirante a escritor contemporáneo, relata anécdotas para la delicia de sus amigos en Facebook, por lo general mediante la reproducción del diálogo al que llaman “valoración telefónica previa”, sostenida en algunas preguntas clave, en años de agudizar la escucha, solicitar el relato resumido de la historia clínica, sopesar el tono de voz; todo un asunto de interpretación, y riesgo.

El último que publicó fue una perla y lo reproduzco con su permiso: Paciente de 20 años pidiendo un móvil de emergencia.

-Buenas tardes. Contame que te pasó.

-Tengo ganas de llorar.

“Cerrá y vamos”, escribe él, cerrando su posteo.

Leo, me sonrío, pero mi juez interno y también cierto uso de la ironía me llevan a interceptarlo:

-Sos un insensible. Ese llamado es para mentir la causa, inventar una potente e ir en patota médica a abrazarla.

Mientras él seguramente está ocupado en otros llamados y valoraciones telefónicas, yo empiezo a especular sobre esa muchacha, sus motivos, su desesperación, su soledad, sobre la belleza y honestidad poética de ese llamado. No quiero entrar en teorías generales y evito hacer conjeturas sobre tasas de suicidio en el país de los suicidas.

“Tengo ganas de llorar”, eso se prende en mi cerebro. Uno conecta, recuerda, sublima: soy consciente de que proyecto en un túnel del tiempo la historia de mi muchacho triste y a punto del llanto y que atajaba las lágrimas con una caña o una bebida barata para, lo que se dice, ahogar las penas. Pero también me pregunto, tampoco puedo evitarlo, por los veinteañeros y adolescentes de hoy. Llorar es tan sano como reír, pero me pregunto por el festejo y la promoción de la carcajada entre los jóvenes (un festejo social) y la omisión de asistencia cultural que de muchas formas estamos practicando porque vivir en el dolor “ya fue”, porque basta de grisura, de uruguayez, porque sos joven y sólo por eso debés ser y estar feliz, aunque no sepas qué hacer con tu vida, aunque el dolor no conozca edades, aunque estés solo como un animal abandonado y herido. Cierto arrinconamiento a los tristes.

Mientras voy licuando sin una lágrima pero con estrujamiento del pecho esas heridas, esas cicatrices, a las horas mi amigo médico-escritor me da una respuesta:

-Yo lo cuento como chiste, pero en el fondo me preocupa. La nula tolerancia a la frustración y la búsqueda inmediata de soluciones inadecuadas. Quieren Diazepam porque tienen ganas de llorar pero prefieren dormirse hasta mañana, olvidarse de ese llanto en vez de tratar de saber de dónde proviene. Y es de todos los días.

Entonces le pregunto qué hizo, qué le respondió, como médico-humano, esa combinación que escasea.

-Averigüé sobre sus antecedentes y me dijo que era sana, le pregunté por qué tenía ganas de llorar y me dijo que no sabía. No gasté mayor tiempo en ahondar, estaba de coordinador del servicio y ya había podido distinguir que no era un llamado de emergencia. Ella estaba en un área protegida, su lugar de trabajo. Fue un móvil a verla. El diagnóstico fue “angustia”.

◆ ◆ ◆

Luego de esa anécdota me vino la voracidad, le escribí a mi amigo y le pedí que me contara más, situaciones ridículas, conmovedoras, extrañas para él. Aquí apenas podré reproducir tres, quizá insinuar una cuarta, así que no saquemos conclusiones sociales apresuradas, sólo escuchemos al posible paciente: quizá nuestra propia voz, o la de personas que queremos, o ni tanto, tras el tubo telefónico.

Con la pericia de los informes médicos y la voluntad concisa de ciertos escritores, mi amigo me relata otra historia menos dramática:

-Navidad, aún temprano, después de las 12. Llama una paciente psiquiátrica conocida. Hay pocos móviles. Su consulta no es de emergencia. Al rato, llama el hijo para cancelar la visita: no precisa que vengan, está borracha, dice. El número ya es conocido para los telefonistas. A las cuatro de la mañana ella llama de nuevo, eufórica y exclamando: “¡Los amo! ¡Los amo!”.

◆ ◆ ◆

Siempre le he dicho a mi amigo médico que quiere ser escritor que allí tiene su primer libro, y en verdad es él quien está escribiendo este texto; casi que me lo dictó.

Una paciente llama a la una de la mañana. Contractura muscular, 32 años, exclama el pedido. “A nosotros, los emergencistas, que vamos a ver pacientes en coma y a reanimar paros, nos aburre ver contracturas musculares”, dice, lapidario y honesto, el doctor. Y más si es fuera de sus zonas de cobertura. Llamaba de un edifico lujoso, en Pocitos. Los médicos también tienen prejuicios: “Imaginate que hicimos todas las conjeturas posibles acerca de la conchuda, la paciente, digo”. Llegan al edificio, baja una morocha con aspecto de muy buena salud que carga en sus brazos un gatito cachorro, les sonríe de oreja a oreja. Dice que ella es la paciente, que tiene una contractura en el cuello y que no soporta más el dolor. La pregunta de rigor: ¿algún antecedente patólogico?

Ella contesta: un osteosarcoma de base de cráneo con metástasis pulmonares. Traducido para los mortales: un tumor horrendamente malo y de cuidados paliativos. “Está muerta y lo sabe”, me dice el médico. Toma licor de Brompton (morfina vía oral) para calmar los dolores. Lo dice tranquila, muestra su historia clínica.

El médico le pide al enfermero que prepare una dilución de morfina y se sienta en la cama al lado de la paciente.

-¿Será que mañana voy a trabajar?

-¿A qué te dedicás?

-Doy clases de karate y no sé si voy a poder con este dolor.

-No, mejor mañana no vayas.

Mira con una sonrisa al médico y le pregunta cuántos años tiene. 33. “Parecés más joven, me dice sonriendo, y me lleva a una charla acerca de la Universidad de la República y los filtros que buscan matar estudiantes”. En ese momento la dilución está pronta, y el enfermero busca con empeño una vena porque tiene la mayoría destruidas por la quimioterapia que no tuvo ningún efecto.

-¿Te puedo hacer una pregunta fea? -le dice al médico con una risita.

-Decime.

-Los dolores, ¿van a ir en aumento?

-Sí, van a ir en aumento.

Después hace unos chistes acerca de los nombres que los médicos usan para algunos signos clínicos. “Me queda completamente claro que sabe bien que cada vez va a tener más dolor”, dice mi amigo. “Y sé perfectamente por qué me pregunta algo que ya sabe”.

Se despiden, ella dice que ya comenzó a sentir alivio, pide disculpas por la hora y agrega que no le gusta llamar pero que estaba dolorida.

“Mi ‘cerrá y vamos’ de esta anécdota”, dice el médico, que yo creo que trasciende lo anecdotario:

“Está muerta y lo sabe, en seis meses va a ser un casi cadáver tirado en una cama. Pero se muestra de buen humor, cría un gato, enseña karate, se ríe, hace chistes, tiene 32 años. Me dio una trompada en la nariz”.

Hay otras llamadas y múltiples realidades, algunas de tierno chiste: el hombre que a las cinco de la mañana dice que no puede comer con sal pero pregunta si puede sustituirla con sal de potasio para la pizza que cocina, por ejemplo. Pero yo hice ese recorte para decir algo propio, aunque casi todo lo escrito es un parafraseo de lo contado por mi amigo, que es médico y quiere ser escritor, pero no puedo dar su nombre, citarlo, porque debe cuidar su trabajo, algo de su juramento hipocrático. Algo propio, decía: muchachos que tienen ganas de llorar pero no soportan el llanto; personas, borrachas y todo, que a veces aman porque sí, locamente, y se lo gritan hasta a los enfermeros; la muerte que nos rodea a todos, también a los ricos, y que hasta con el acta de defunción firmada, a veces, no persuade a algunos de dejar de sonreír.

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