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Georgina Orellano durante un escrache de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina, el 1º de agosto, frente a la organización La Alameda. Foto: ammar.org.ar, s/d de autor

A mucha honra

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La vi en 2013 en un estrado minúsculo frente al Congreso argentino. Era una concentración pequeña en el lugar físico y simbólico de las concentraciones más populosas y populares de Argentina. Hacía tiempo que una proclama, un discurso y una voz cantante no me dejaban con la boca abierta en relación con la prostitución, el machismo y los feminismos.

Era la voz de Georgina Orellano, que en su perfil de Facebook (abierto) se muestra con su nombre y la bajada: “Puta Feminista Peronista” (y también como “dama de compañía” y “trabajadora sexual”). Es la secretaria general del sindicato de meretrices de la Argentina (Ammar-CTA).

Hace unos días -y a raíz del Encuentro de Mujeres en Rosario, que reunió a más de 70.000 mujeres y tuvo como triste corolario la represión violenta por parte de la Policía, y que desembocó ayer en un paro general de trabajadores en la otra orilla (con apoyo y movilizaciones de este lado del río y en otras partes del continente), recostado en la consigna del movimiento Ni una menos-, me topé otra vez con Orellano en un video que gira en internet. Un video con una fuerza reivindicativa de “las putas” (así nombra al movimiento constantemente) que, otra vez, me descolocó la mandíbula. La Ammar-CTA logró impartir talleres en el encuentro de Rosario para que las voces de las putas que quieren ser putas se hicieran oír.

Por si alguno (y principalmente alguna, porque les habla a las mujeres) objeta que es inapropiado escribir sobre voces disonantes dentro del feminismo un día después de que la mayoría de la progresía y los colectivos feministas se unieron en un reclamo monolítico e incuestionable, sus intervenciones públicas (ese video que circula, notas periodísticas, sus posteos en Facebook) echan por tierra cualquier interpelación de boicot o intento de fisura al Ni una menos.

La propia Orellano no paró de convocar a la marcha de ayer y no para de hablar de machismos, patriarcados, cuestiones de clase, trata, explotación y trabajo sexual, y de intercalar planos de vivencia y análisis que no sólo tienen a los cuerpos de las mujeres como centro de sus exposiciones, sino que también denuncia las prácticas sociales, económicas y culturales a las que millones, en varios planos, están sometidos. Sólo que invierte algunos dictámenes que se han explayado como verdades consabidas y que ella y su colectivo vienen nuevamente a cuestionar.

No por arcaica sino porque son ella y otras miles las que están en la calle; las que pueden ir presas (hasta 30 días) si la Policía las encuentra yirando; las que son víctimas de coimas de la yuta (la violencia institucional) y del ocultamiento ante sus familias y ante la sociedad porque sus formas de ganarse el pan son penadas moralmente. Todo eso cuestiona Orellano. Y habla alto y golpea duro.

Le da, por ejemplo, al eslogan (o concepto, depende del cristal) “sin clientes no hay trata”, expuesto una y otra vez por un ala del feminismo. Su lenguaje vira entre lo arrabalero y el análisis refinado. Va con soltura de la calle al pensamiento académico. Evidencia de esto: sobre una superficie (que podría ser una cama o un mantel) aparece la foto de tapa del libro Cuerpos que importan, de Judith Butler junto a una frase suya: “Mientras espero a un Cliente leo a Judith”, y al final de esa frase, un corazoncito rosado. La ubicación de la foto: “en Recoleta”.

◆ ◆ ◆

Hay que abrir un paréntesis: en Argentina la prostitución es ilegal. Eso es una diferencia abismal con la realidad en Uruguay en cuanto a las prácticas y consecuencias de ejercerla, pero no con respecto a la discusión sobre la prostitución. En ese video, en el que aparece con una remera con la inscripción “Puta Feminista”, aparecen sus ideas clave, sus discrepancias con el feminismo mainstream o el de buenas intenciones y, sobre todo, la bajada a tierra de sus ideas al campo más real de todos: los cuerpos propios de las putas. En principio, denuncia los tejes y manejes con la Policía (la misma que las arresta y les pide una coima para no ser arrestadas). Ese capítulo quizá sea más un asunto a resolver en Argentina, aunque nada asegura la pureza legislativa y la ausencia de corrupción institucional en Uruguay, más allá de que la práctica no sea ilegal.

Pero adentrémonos en cuestiones que duelen. A todos. Y dejemos que ella, en nombre de muchas, hable. Por eso, casi todo lo que viene es paráfrasis de ese video.

Habla de violencias: sobre una concepción (proveniente del feminismo) que estigmatiza a la mujer por decidir lo que hace con su cuerpo. Se pregunta: ¿eso no es violento? Y otra más aguda: ¿desde qué lugar decirle a una mujer que eso que está haciendo no es trabajo, que esa mujer no está decidiendo, que “está decidiendo el macho”? “¿Eso no es patriarcado con cara de mujer [o] una postura paternalista?”, inquiere. Y trae a cuento la situación de las empleadas domésticas: trabajo destinado a las mujeres pobres, miles de veces en situaciones de precariedad y explotación. Sin embargo, dice, no ve a nadie que diga que haya que abolir el empleo doméstico. Por el contrario, sostiene, ese trabajo tiene que estar reglamentado, bajo todas las de la ley.

Esa es la discusión que hay que dar, reclama, sobre las mujeres pobres que tienen trabajos malos y mal pagos: “Todo lo que nos pasa a nosotras no nos pasa por ser putas, nos pasa por ser mujeres”.

Y vuelve y arremete y pone el dedo en la llaga, la vieja llaga: justamente el feminismo tiene que ver con que cada una haga lo que quiera con su cuerpo, y no decirle a la otra lo que debe o no debe hacer. Ella, por ejemplo, con fino humor, dice que no sería docente (“¡40 pibes!”).

Desde qué lugar puede decirle, enfatiza, a la docente que ese trabajo es insalubre, que está explotada, que no se sindicalice. Hartas están de tener que explicarle al resto de sus compañeras feministas -siempre incluye a las otras- por qué la prostitución es un trabajo (y pide el apoyo del resto del movimiento). Además, al otro día de sesudas discusiones sobre condiciones elegidas (insiste en la elección), ellas volverán a las calles y la Policía seguirá llevando presas a las compañeras sin preguntarles: “¿Sos abolicionista, sos reglamentarista, sos pro sexo, sos puta feminista?”. No, marchan presas. Se supone que el abolicionismo, anota, protege a las mujeres en situación de prostitución; sin embargo, en Argentina, en 18 provincias están vigentes los artículos legales por los que llevan detenidas a las prostitutas. “¿Estamos hablando de un fracaso de modelo?”.

Sigue con temas urticantes y con otra discusión que parecería para el otro lado del río, pero ni tanto. Sobre todo por cultura, tabú, por concepciones de lo que es indigno o no: ir presas o ser estigmatizadas por ser putas o ponerle un precio a su genitalidad. Y llega al punto culminante de interpelación, ahora sí, a sus compañeras feministas: “¿Hasta cuándo vamos a discutir con ustedes, si la que pone el cuerpo soy yo [...] Si las que trabajan entre cuatro paredes con el cliente, gozando o no gozando, somos nosotras”.

Y de una forma que hace temblar a todo simposio, panel o paper sesudo, lleva la cosa a su punto límite, es decir, a la raíz del asunto: el debate sobre el trabajo sexual es lo que divide aguas y parte al medio a todo el movimiento feminista. ¿Qué pedirle al Estado si los feminismos no se ponen de acuerdo en algo que les quema las manos? Y no se queda en esos enunciados; plantea caminos: alternativas laborales para las que no quieran ejercer más la prostitución y leyes reglamentarias para las que quieran ser putas de profesión. Putas de profesión y no cuidar pibes ni abuelos. No quieren coser, lavar platos, que las saquen de la esquina y las manden a la fábrica. El problema, dice, “es que nadie conversa con una puta”. Ni la escucha. Y más temeraria aun: el problema es la parte del cuerpo con la que trabajan. No hay ningún dilema con sudar y romperse la espalda ocho horas planchando camisas, sí lo hay “si me gano el dinero con el sudor de mi concha”. Y para un epitafio como puño en la mandíbula: “Si seguimos pensando que la concha es sagrada, difícilmente, compañeras, vayamos a combatir el patriarcado”.

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