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La perspectiva de cientos de militares que no aceptaron la dictadura

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Subalternos y oficiales, destituidos, pasados a situación de reforma, encarcelados, perseguidos: alrededor de medio millar de militares de las tres armas optaron por oponerse de distintas maneras al advenimiento de la doctrina de la seguridad nacional de las Fuerzas Armadas (FFAA), que desembocó en el golpe de Estado de 1973. Algunos agrupados, incluso coordinando con el Frente Amplio, otros en solitario, pero no pudieron. Después de recuperada la democracia, tuvieron que esperar muchos años para ser reparados económicamente y limpiar sus fojas de servicios. Sin embargo, no sólo tuvieron que soportar, como todo el pueblo uruguayo, la impunidad que benefició a quienes los echaron, sino que además aquellos que por edad podían volver a ejercer su profesión nunca fueron habilitados a ello. Las FFAA y los gobiernos cómplices se encargaron de que ningún militar antigolpista volviera a sus filas.

A mediados de este año, Ediciones de la Banda Oriental publicó el libro Los militares antigolpistas. Una opción ética, con testimonios recogidos y compilados por Miguel Aguirre Bayley. La obra reúne, probablemente por primera vez, los nombres de todos los militares (oficiales y personal subalterno) que sufrieron la persecución de sus propios “camaradas de armas” y testimonios de varios de ellos (claro que sólo de quienes aún están vivos, ya que faltan las palabras de los generales Liber Seregni, Víctor Licandro y Arturo Baliñas, por nombrar a algunos de los emblemáticos). Además de anécdotas, en el libro los entrevistados despliegan su pensamiento sobre cuestiones de fondo, cuentan cómo se relacionaron con la izquierda y esbozan cómo creen que deberían ser las FFAA.

La 1815

A mediados de la década del 60, el mayor Pedro Aguerre y el capitán Pedro Montañez, ambos instructores en el Instituto Militar de Estudios Superiores, fundaron la 1815, agrupación inspirada en “un pensamiento nacionalista con perspectiva latinoamericana, tercermundista y antiimperialista”, según cuenta el propio Aguerre en el capítulo tres. “Ante la presencia e injerencia cada vez mayor de militares norteamericanos en el Ejército uruguayo, varios oficiales observábamos que nuestras FFAA vivían un proceso de creciente y peligrosa desnacionalización”, sostiene.

El ahora general retirado explica que la 1815 no era una logia dentro del Ejército, porque actuaba “en forma abierta”, y que su intención era “contrarrestar un eventual golpe de Estado”. La preocupación de este grupo se incrementaba con cada medida que tomaba el gobierno: Aguerre cuenta que “habían comenzado por el cambio de uniforme”, sustituyendo el “poli francés por el americano, [...] y también nos sustituyeron el armamento”. “De acuerdo al compromiso asumido por los gobiernos blanquicolorados, Estados Unidos sería el proveedor de material bélico.

Al aceptar las condiciones del país del norte, Uruguay abandona uno de los principios básicos para la Defensa Nacional y queda subordinado a la discrecionalidad de su proveedor”, dice. Aguerre señala que defendían valores que “estaban siendo vulnerados por una mentalidad y un estilo, una forma de ser, en lo militar, que nada tenía que ver” con ellos, con sus “tradiciones” y con lo que habían “aprendido en la Escuela Militar”.

Por su parte, el hoy general retirado Edison Arrarte coincide en que después de la Segunda Guerra Mundial “la situación del mundo cambia a partir del predominio norteamericano”, y las misiones militares francesas en América Latina “son sustituidas por la presencia de Estados Unidos”.

Algunos documentos históricos constatan que el Ejército uruguayo adoptó en 1940 una variante local del casco francés conocido como Adrian M26, pero que después de la firma del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (Tratado de Río), en 1947, el suministro militar pasó a ser completamente estadounidense: el casco M1 se volvió el estándar y se hizo oficial el mismo año.

Demonios y obediencia debida

Arrarte no sólo cuestiona la “teoría de los dos demonios”, para él inventada por los militares golpistas, según la cual en Uruguay se vivía una guerra entre los uniformados y el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), sino que también dibuja su concepción de cómo se debe formar a los futuros oficiales para que no consideren válido justificar actos inaceptables con el argumento de la “obediencia debida”. “El ser humano tiene que ser un individuo capaz de pensar por sí frente a cada situación que le toque abordar. Cada uno decide solo con su conciencia […] qué es lo que tiene que hacer. Al cadete y al personal subalterno hay que darles elementos necesarios para que esa obediencia consciente y reflexiva sea también positiva en cada uno de los momentos en que les toque actuar. Y la lealtad debe estar en función de lo que discierne la conciencia de cada uno. La lealtad se ejerce en función de aquellos principios [que el militar] juró defender. Aquellos mandos que de alguna manera entiendan que ni la Constitución ni la democracia deben regir, antes de cualquier pronunciamiento quedarán fuera del escenario de acción porque no tendrán gente que los apoye”, opina en su testimonio.

“Algunos subalternos y oficiales quizá se hayan sentido obligados a cumplir al pie de la letra las órdenes de sus superiores. Pero el primer acto de la obediencia debida debió ser el respeto a la Constitución y las leyes […].Por el solo hecho de estar en el ámbito militar, el individuo no tiene por qué ser pasivo ante los hechos y solo admitir [...] que lo que el mando interprete es lo más conveniente. Puede ser un error. Cuando uno procede individualmente, es porque entiende que su estatus de obediencia personal no necesariamente responde a lo que los mandos hablaban respecto a la democracia y la Constitución. Nosotros, los oficiales, juramos nuestro respeto a la Constitución y a las leyes. La fidelidad a ese juramento nos llevó a la cárcel y a la destitución”, concluye.

El libro relata que en 1972 Arrarte era capitán y prestaba servicios en el Batallón de Infantería Nº 7, con asiento en Salto. “En cierta ocasión llevaron detenido a un joven tupamaro y comenzaron a ensañarse con él sometiéndolo a brutales torturas. Arrarte oyó gritos provenientes del local del S-2 [servicio de Inteligencia] mezclados con música de una radio puesta a alto volumen”. Decidió interrumpir la sesión y llevar a un médico para que atendiera al detenido. También discutió con el oficial a cargo del cuartel. Un tribunal de honor militar lo acusó de “tomar bajo su protección a un sedicioso” y dispuso su pase a situación de reforma (una grave sanción que implica el apartamiento del servicio y la pérdida del derecho a usar el grado y el uniforme), de modo que se dedicó a dar clases de matemática. En 1976 fue detenido y trasladado al centro clandestino de detención y tortura llamado Infierno Chico, en Punta Gorda, y finalmente derivado al penal de Punta Carretas. Fue uno de los últimos presos de la dictadura en ser liberado.

Y Arrarte no fue precisamente un simpatizante del MLN-T. Es más, en el libro se pregunta cómo surgió el MLN-T, “qué papeles jugaron algunos de sus integrantes como [Héctor] Amodio Pérez y otros que no fueron sancionados”, y “por encargo de quién o quiénes actuaron”, y plantea como “hipótesis de trabajo” la posibilidad de que haya existido responsabilidad de “la CIA o, tal vez, los golpistas locales, con el propósito de promover el escenario de los dos demonios”. Más adelante vuelve a plantear el interrogante de “quién o quiénes promovieron la implantación de un movimiento que sacrificó a mucha gente joven bien intencionada, que aspiraba a que la ciudadanía viviera mejor”, y agrega: “¿No se estaría cumpliendo -sin querer- un plan promovido y apoyado por el imperio? De repente, en Uruguay, era necesaria esa escenografía”.

En cuanto al papel de las FFAA, Arrarte señala que en los años 80 Óscar Arias, ex presidente de Costa Rica (país que carece de FFAA), sostenía que los ejércitos “son el principio de todo mal”. Y agrega: “En mi concepto, olvidó que hay potencias que agreden y que son el principio de todo mal. A las oligarquías internas de cada uno de los países latinoamericanos les sirven las políticas de los imperios y a veces los secundan con la finalidad de sacar sus dividendos económicos. Recurren a los ejércitos para la defensa de esos intereses con el criterio de que están defendiendo a la patria, cuando en realidad están defendiendo los intereses de sus bolsillos. Desde ese punto de vista no se puede decir que los ejércitos son el origen de todo mal. Si los ejércitos y sus mandos fueran conscientes y responsables acerca de cuáles son los deberes inherentes a su actividad, tendrían que estar en contra de quienes de alguna forma predican esa caída de las repúblicas y de las democracias en su beneficio. En contrapartida se fortalecerían con el apoyo también de los militares y por supuesto de todo el personal civil”.

Mirando hacia adelante

El general retirado Antonio Buela plantea la importancia “para el futuro” de definir “qué FFAA queremos”, y delinea criterios de respuesta: “Nosotros las queremos destinadas a la defensa nacional en lo que tiene que ver con el componente militar pero, para eso, hay que prepararlas. Para alcanzar la integración tiene que haber voluntad política. Si aspiramos a mantenerlas, las FFAA no pueden ser algo aislado de toda actividad nacional. En el pasado el poder político las tenía apartadas de la sociedad. Las FFAA hacían sus propios planes de defensa [y] de estudio, se adoctrinaban en el extranjero y [...] nadie controlaba y cuestionaba esos planes de enseñanza. Los militares se instruían en las instituciones norteamericanas. El ciudadano uruguayo no tiene una visión clara de lo que es la lucha armada y tampoco tiene claro para qué son las FFAA. Es más, hay un alto porcentaje de la población que piensa que ni siquiera deberían existir. Personalmente soy partidario de que continúen existiendo. Yo no me niego a la defensa de mi país, no se la dejo a otro. La defensa nacional es de los uruguayos”, concluye.

El también general retirado Carlos Dutra dice que está en paz con su conciencia porque estuvo “donde tenía que estar”, “del lado del pueblo y no con la dictadura”, pero defiende a las FFAA como institución, e incluso a quienes no tuvieron el coraje de “decir no” a los mandos de la dictadura y “quedaron dentro de la misma bolsa”. “No creo que se haya tratado de mala gente o que lo hayan hecho por maldad”, opina.

Su par Jaime Igorra sostiene que “la misión más importante de las sociedades latinoamericanas respecto de sus militares es subordinar en forma cabal a las FFAA al liderazgo civil y democrático”. Destaca que se han abierto nuevos conceptos de soberanía compartida con el surgimiento del Mercosur y de la Unión de Naciones Suramericanas, entre otras alianzas, “basadas en el respeto de los derechos humanos, ciudadanos, ambientales, étnicos y sociales”. Remata: “El cambio de tono que se advierte en nuestras FFAA, en el siglo XXI que iniciamos, constituye un gran aporte a la democracia y al crecimiento económico y social, por su indispensable contribución a las garantías jurídicas que consoliden en nuestra tierra 'paz para los cambios y cambios para la paz'. Este concepto, que tantas veces le escuchamos al general Seregni, debería ser analizado y comprendido por toda la sociedad en su conjunto, civil y militar”.

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