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Sebastián Coates y Egidio Arévalo Ríos, festejan el primer gol de Uruguay a Ecuador, ayer, en el estadio Centenario. Foto: Iván Franco

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Fue una victoria durísima, sufrida, lograda con cohesión grupal y defensiva y mucho, mucho esfuerzo. Nunca pudimos jugar lindo, o sin nervios, porque Ecuador estuvo estupendo, pero fue lo mejor en el momento de la peor contienda. La victoria, único resultado conocido en el Centenario, fue la recompensa buscada y querida en esta parte del camino y permitió al equipo de Tabárez mantenerse firme arriba y acrecentar las posibilidades de llegar a la fase final de Rusia 2018, independientemente del resultado que se logre el martes en la difícil visita a Santiago de Chile para enfrentar a la roja, que empató en Colombia. Todo esfuerzo, todo, a nosotros, los seguidores del camino, ese esfuerzo, ese reconocimiento de nuestras propias potestades, son flores, son halagos, son mimos. Entendemos el valor del esfuerzo y nos congratula.

Como ellos

Seguro que siempre, casi siempre ha sido así. Primero se construye la idolatría. Una mezcla de saberes bien aplicados, idoneidad para la tarea, carisma, y, por supuesto, voluntad, entrega y capacidad comprobada o en vías de, se va amasando con el boca a boca; miradas que empiezan a construir asombros, críticos que avalan en su posición de especialistas, y de esa forja nos llega a nosotros, la masa crítica, el fueye de esa atracción por nuestros ídolos, nuestros ejemplos, nuestros “yo quiero ser como...”.

Cuando pienso que siempre debe haber sido así, pienso en nuestra historia como sociedad, como nosotros, como orientales, como imprevistos y reconocidos forjadores del desarrollo del fútbol, pero también en la historia de vida de cada uno de nosotros, de los más de 55.000 que estábamos anoche en el monumento histórico al fútbol. Desde antes de aquel santo 15 de agosto de 1910 (porque aún Pepe Batlle no nos había hecho laicos como país), cientos de miles de niños -y felizmente ahora también niñas- hemos soñado con ser como esos celestes, faro de admiración y respeto. Piensen, revisen su vida y verán que es así. Pero también ustedes, felices advenedizos de la selección uruguaya o maravillosos millennials que empezaron su aprestamiento en las tribunas con el texto de “Proyecto de institucionalización de los procesos de selecciones nacionales y de la formación de sus futbolistas”.

Fijensé que es así

Pero hay más, o hay algo distinto, que con estos celestes se nota: es esa identificación que trasciende la gambeta, el cabezazo, el trancazo, la volada de palo a palo o el engaño; hay algo bueno, lindo, una fuerza avasalladora que modela algo de lo que queremos ser, que nos lleva por el camino de lo posible.

Tiene algo de litúrgico, de misticismo de mate y termo, de ingeniería de marcha camión, de fusión, fisión, de brasas y pulpones.

A jugar

Uruguay tuvo un arranque vehemente y paciente a la vez. Sin poder desenredarse pero sin perder el piso del orden, el techo de la ambición. Así, ya a los 9 minutos una combinación de la nueva delantera Diego Rolan-Luis Suárez-Cristhian Stuani terminó en un precioso remate cruzado del de Tala, que se fue apenas al lado del caño derecho del arquero ecuatoriano Esteban Dreer. Un minuto después, un pase vertical y largo de Matías Vecino nos demostró que Suárez es nuestro crack más tosco del mundo, que es lo mismo que bruto crack, el mejor de nuestro mundo, que armó una jugada que de casi gol de Stuani mutó en córner, y de ese córner por fin el gol del inmenso Sebastián Coates, que arremetió y la mandó a las piolas con el abdomen.

El gol liberó de su presión interna a Uruguay, pero, en una de las consecuencias esperables, también empujó a Ecuador a hacer lo que mejor hace, atacar, y el partido pasó a jugarse en campo uruguayo, promoviendo el siempre atinado trabajo de nuestra defensa.

Así estuvimos media hora, sin poder jugar, defendiendo, revisando el morral para ver si los 3 puntos seguían ahí, y sin poder sacar ni una contra para Luis.

Y pasó lo que alguna vez tenía que pasar. El primer porrazo en la bicicleta, el primer gol recibido en el Centenario, cuando Ibarra se lo llevó a la rastra a Gastón Silva, que nunca lo pudo parar, y permitió la recepción y remate del gol de Felipe Caicedo. El 1-1 cuando terminaba el primer tiempo se pareció bastante a aquella acción viralizada del ice bucket challenge: quedamos helados. Pero la vida sigue, y apenas un minuto después, el sobrino del Chueco Perdomo -¿no sabían que Gastón es Silva Perdomo?- quiso enmendar su falla y sacó un terrible zurdazo que Dreer atajó a medias, la pelota derivó para el Pato Sánchez, que metió un buscapié, y con un elegante tacazo Diego Rolan lo transformó en gol y nos devolvió el calorcito de la victoria hasta el entretiempo.

Todos jugamos

El arranque de la segunda parte liberó la misma energía que una hora antes, pero ahora con la ventaja de ya estar ganando, y eso es bueno para un equipo que sin duda tiene virtudes y garantías en el momento de neutralizar rivales. Pareció ligeramente más suelto Uruguay, intentando esporádicamente llegar por las bandas, pero la carga central del juego estaba en los ágiles ecuatorianos, tan veloces como hábiles. Al cuarto de hora ya había un diagnóstico: el equipo de Tabárez precisaba un futbolista que pudiera retenerla y generar juego cuando la recuperaba, y allí entró la joya del Anglo de Fray Bentos, Gastón Ramírez, que sustituyó al esforzado Diego Rolan.

El ahogo fue largo y por momentos desesperante por las virtudes de los ecuatorianos, que fueron muchas. Fue el momento de activar el botón de adhesión, solidaridad y pertenencia, y mantener el partido apenas, que no es poco, con esos atributos; absolutamente exentos de cualidades de juego desde el punto de vista individual pero apoyándose en la pata de lo colectivo.

Todo fue tenso. Muy tenso, pero como consecuencia de los enormes atributos del equipo ecuatoriano, que en ningún momento renunció a su aceitado y ambicioso juego de ataque.

El final fue muy nuestro, muy como debe haber sido siempre, a puro esfuerzo, dientes apretados, redoblando la concentración, casi sin respirar, y la tribuna, nosotros, la gente, su gente, sumándonos a cada acción defensiva, cabeceando en el aire como Víctor Púa, tirándonos de culo para que esa pelota no entrara, pegándole dedazos imaginarios junto a la tele, la radio, el cartel del BSE. Y lo ganamos, así lo ganamos; lo ganaron ellos, los jugadores, ellos, nuestro equipo, ellos que, sin buscarlo, pero sabiéndolo, se han transformado desde hace años en lo mejor de nosotros, en lo mejor que nos ha pasado, en lo mejor que nos pasará.

Puntaje perfecto en casa, 18 puntos en 18 posibles, el escalón necesario para llegar a Rusia.

¡Uruguay nomá!

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