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Operativo policial, el domingo, en el estadio Centenario. Foto: Federico Gutiérrez

La camiseta de la muerte

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Editar

La reputísima madre que la recontramilparió a la muerte y a la camiseta. Porque tanto cacareo obsceno por la vida y la camiseta, la muerte como forma de oprobio de los valores deportivos o emocionales de los rivales, el valor como dar la vida por o quitar la vida de es una paparruchada ruin y próxima a la nada si nos levantamos con la noticia de que 71 chapecoenses, en el momento más glorioso de su vida, la perdieron (su vida) por la camiseta, por la gloria, por el deporte y por estar cumpliendo con su responsabilidad laboral.

Chapecó está ahí nomás, en el estado de Santa Catarina, justo ahí donde el río Uruguai lo separa del de Rio Grande do Sul. Es una ciudad de poco más de 150.000 habitantes, donde se come churrasco entre conocidos y se toma buen chimarrão. Seguramente muchas veces habremos tomado mate con yerba de bagayo que llegó de las plantaciones de Chapecó. Son esos vecinos de un país continente, con menos población que diez manzanas de San Pablo o que tres favelas de Río de Janeiro, y entre ellos se armaron su sueño por medio del fútbol. Llegaron. Soñaron. Vivieron. Murieron. Todos y cada uno de ellos murieron por la camiseta. Fue un accidente y no una acción bélica o criminal o suicida, y nos sentimos conmovidos, destrozados, chiquitos, desconsolados, a pesar de que hasta hace dos partidos no conocíamos el color de la camiseta, a pesar de que a veces ni forzando su separación en sílabas llegábamos a decir bien Cha-pe-co-en-se. Y entonces la magnificencia de la desgracia, lo inexplicable del dolor ajeno del que nos apropiamos y por eso pasa a ser nuestro, va dejando en ridículo acciones posmodernas del aguante con las que los delincuentes narcotizan masas e hipnotizan con básicas fórmulas tribales remixadas de los simios de Odisea en el espacio. Basta de morir por la camiseta en su estúpida idea metafórica. Y basta de muerte por la camiseta en su literalidad más asquerosa.

Tirame un Beta

El antiguo alfabeto griego consta de 24 letras que, más o menos, son la génesis de las 27 que actualmente tiene el alfabeto de la lengua española. Si los antiguos griegos hubiesen tenido Twitter seguramente habrían utilizado sus alfa, beta y gama para meter letra a la altura de un Sócrates, Platón, Aristóteles, Heráclito, Parménides, para dar línea, para crear y manejar escenarios, cooptándonos mediante la combinación de algunas de sus épsilon, delta y ómicron en hasta 140 de ellas, para mandar al ostracismo a quien hay que voltear, para anunciar falsas victorias, para soportar falaces derrotas.

Cuando el domingo nos sacaron del estadio porque no iba a pasar lo que la inmensa mayoría de nosotros habíamos ido a ver -el más añoso y espectacular encuentro de fútbol entre clubes uruguayos, al que, directamente o por baranda, seguimos la mayoría de nosotros-, la gran mayoría de los editores de medios sociales (que somos nosotros) metió o leyó su primera plana al instante o al rato de aquel fake. Los medios sociales permiten que todos nos podamos expresar, pero también permite que todos seamos comunicadores cuando no lo somos, que todos seamos ejecutivos políticos cuando no lo somos, que todos seamos especialistas cuando no lo somos, que es un poco ser licenciado cuando no se es, decirse pediatra cuando no se es, y así. Se produjo una andanada de microeditoriales, arrancando por el de Edgardo Novick: “Pedimos la renuncia del ministro ya mismo. La gente no tiene las garantías para vivir con tranquilidad en este país”. Le siguió el de Larrañaga, con un miliquero “El Uruguay que estamos perdiendo!! Mandan unos pocos delincuentes que no meten de cabeza en un calabozo!! No quieren militares ayudando!”. Y se sumaron a ellos los ardientes editoriales desde los micrófonos de Tenfield y de la mayoría -que no todos- de los que tienen vínculos laborales con Francisco Casal. Entonces me vino a la cabeza aquello que se exponía en Fedro, uno de los diálogos de Platón, sobre la importancia primaria de la verosimilitud respecto de la veracidad. El ideal del discurso no es el esclarecimiento, sino la verosimilitud, ya que la persuasión no se funda en la adecuación de la palabra con el objeto, sino en su congruencia con el juicio del oyente, que es quien ha de juzgar.

Me pareció verosímil la idea de que eso, el lío, venía armado y que nosotros, los receptores, tendríamos dos caminos a elegir para que nuestra voz se multiplicara en juicio: el que lleva en paralelo verosimilitud con veracidad, y aquel otro que en algún lugar los junta en la esquina de la vida.

La negación

El escombro de alta intensidad contra el gobierno del país -y en otra trinchera, no tan lejana, contra el gobierno actual de la Asociación Uruguaya de Fútbol- quedó difuminado en esquirlas que demostraron, en un complejo modelo, la estupidez e inmoralidad de los que se sumaron al rateo de latas y botellitas -coronado con insólitas fotos de “legitimación social” y que terminaron siendo imágenes de prontuario-, la criminal acción de tirar a matar con una garrafa y otros objetos contundentes, y la aprobación, por aproximación o negligencia, de otros tantos miles que en principio no parecen ser del cerno del grupo de delincuentes que promovieron la asonada porque no les dieron la entradas y “se va a quemar todo”. A esos otros miles que no zafaron, por lo menos de inmediato, de la complicidad de la barbarie, no sólo no les habían dado entradas, sino que las habían pagado junto con su traslado y algunas cosas más, pero se alinearon de hecho con los delincuentes, y todo era por la camiseta.

Una cagada. Pero Pablo Javier Bengoechea lo denunció públicamente y cito la entrevista que Juan Aldecoa le hizo para la revista Túnel: “Hay que tener cuidado con la seguridad, hubo momentos en que a los jugadores les apuntaban con armas dentro de Los Aromos. Ellos me lo contaron y yo decidí que esa gente no entrara más. ¿Cómo van a entrar a Los Aromos? En mi época de jugador nunca me había pasado, la diferencia es abismal”-, los dirigentes hicieron caso omiso a la denuncia y la simplificaron, al extremo de sostener que nunca habían visto a la hinchada en Los Aromos.

Mal, muy mal Peñarol, el gobierno de Peñarol, el de Juan Pedro Damiani, en ese momento y, con retroactividad, en todas las acciones en las que “negociaron” con los delincuentes con camiseta.

Y también mal los que en Nacional apañaron a grupos violentos y con claros desvíos en relación con lo que un hincha quiere, que es que su equipo gane. Ni más ni menos que eso. Lo mejor en la cancha, la de verdad, no en todas las canchas, concepto en el que está implícita y muchas veces explícita la violencia. Tampoco debemos comer con la idea del “comportamiento ejemplar” de los hinchas que estaban en la Colombes, porque hubo provocaciones y coros multitudinarios soeces, en el marco de un escenario de muchísima tensión.

Pero esto no es por la camiseta. Tiene un contexto mucho más complejo, que implica enormes luchas por el poder, peleadas por pichones de caudillos que pretenden tirar el árbol y hacer leña del gobierno nacional -se trata del poder, amigos-. Y de Tenfield, que está en guardia y opera para no perder ni un ápice de su poder y sus negocios. Y todo esto trasciende largamente las camisetas de Peñarol y Nacional, esas que sus dirigentes, en un discurso reduccionista y desviado, han transformado en blasones de guerra. El fútbol clubista de Uruguay, como el de buena parte de América, es un coto de poder para aquellos que ven en ese espacio una plataforma para negocios y transas que a veces tienen tintes de organizaciones mafiosas.

No valen las acciones tribuneras, ni decir lo que la masa quiere oír. No vale. No debería valer tratar de llevarse el agua para el molino propio. Vale ponerle cabeza, hacer lo que se haya planificado y establecido que haya que hacer como solución imperfecta, mitigar el impacto y pensar, cranear, usar nuestras cabezas y nuestros sentimientos. Sudar esa camiseta y no la del oportunismo carroñero y cobarde.

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