Desde tiempos inmemoriales y sin que medie razón aparente, los niños persiguen a las palomas. Nadie ha conseguido explicar por qué. Lo intentó San Agustín en su decimocuarta encíclica, mediante el famoso “e intentarás atraparlas, pero ellas volarán o caminarán más rápido y el Señor no podrá ayudarte”, mientras que Freud y Lacan elaboraron complejas teorías al respecto, que nadie entendió, y Marx, como todos saben, fracasó miserablemente.
Lo cierto es que, apenas aprende a dar sus primeros pasos, la gran mayoría de los infantes es arrastrada por sus adultos responsables hacia alguna de las cientos de miles de plazas públicas que existen en el planeta Tierra. Esto, que a primera vista puede parecer un simple gesto recreativo -¡Corra libre, botija, que así yo me tomo unos mates!-, es, en realidad, una conducta finamente inducida por la especie animal que constituye el principal enemigo del género humano: los periodistas deportivos. Ah, no, perdón, quise decir las palomas.
Piénselo, si no, dos segundos, querido lector. Todos sabemos que las palomas son sucias, malas y vividoras. Sin embargo, aceptamos su presencia como si fueran fuerzas de la naturaleza. “No se puede hacer nada”, claman los conformistas. “Las palomas siempre estuvieron y siempre van a estar”, observan los fetichistas de las cosas reales.
Esa flácida resignación se origina en el hecho de que conocemos a las palomas en una etapa muy temprana de nuestras vidas. La culpa de ello es, por supuesto, de las plazas. No estoy en condiciones de explicar cómo ni cuándo, pero sí puedo responder por qué las palomas inventaron este espacio público: para afirmar aun más el yugo con que aprietan nuestros cogotes. La idea fue sencilla e ingeniosa: allí podrían acercarse a los seres humanos de escasa edad y estatura y provocarlos con su gracioso contoneo. Estos, movidos por la irracionalidad característica de esa etapa de la vida, correrían desesperados hacia ellas, tal vez (como dije, esto no está comprobado, pero así me gusta pensar que funciona) con el fin de atraparlas y retorcerles el pescuezo. Sin embargo, la torpeza y lentitud de sus movimientos impediría la satisfacción de ese deseo; los niños tratarían de hacerlo a los dos, a los tres y los cuatro años, pero llegado al punto en que sus rudimentarios cerebros les informaran que habían pasado más de la mitad de sus vidas tratando de alcanzar lo inalcanzable, se rendirían, agobiados por el peso de la frustración.
A partir de entonces la dominación de las palomas se transformó en un hecho tan obvio como el aire que respiramos. Y en el mismo movimiento, se invisibilizó. Los niños crecieron en la certeza de que esos asquerosos seres alados eran semidioses, entes superiores e inalcanzables. Para paliar la angustia de tener que vivir bajo su dominio, se transformaron en adultos que quitaron a las palomas de su universo conceptual. O sea, ya no las vemos. Pasamos a su lado y las esquivamos como si fueran columnas del alumbrado público, y soportamos que nos caguen la cabeza como si cayera agua de lluvia. Pero lo que es peor: mediante mecanismos de dominación aun más perversos que los que vengo describiendo, las transformamos en el símbolo de la paz. ¿Se entiende la paradoja? Cuando en realidad deberíamos estar persiguiéndolas, hostigándolas, matándolas sin crueldad pero con eficacia, no nos atrevemos a tocarles una pluma porque, de hacerlo, estaríamos atentando contra la idea de la convivencia pacífica entre los seres vivos. Qué asco.
Hay momentos de la vida adulta en que, por supuesto, nuestros instintos más profundos vuelven a salir a la luz. Habitualmente precisamos para eso el efecto desinhibidor de las drogas y el alcohol. Sin ir más lejos, recuerdo -un poco borroso, pero recuerdo- mi último intento serio de hacer algo por la especie y atentar contra la vida de una paloma. Hará de ello diez años, más o menos; volvía caminando por 18 de Julio, una madrugada, desde un boliche de la Ciudad Vieja, y allí la vi, frente a la Biblioteca Nacional, sola, mirándome provocativamente. “No te animás, puto”, me decía con los ojos, “no te animás”. Así que me le acerqué, indiferente, como si su comentario no me hubiera herido, y cuando la tuve a dos pasos afirmé la izquierda y solté la derecha en una volea potente, pero era verano, había caído el rocío, los baldosones lisos que hay frente a la Biblioteca estaban resbalosos, patiné y caí sobre mi codo izquierdo. Dolorido, lastimado, pero, sobre todo, humillado terriblemente, vi a la paloma alejarse despacio, mirándome por sobre el hombro, con una sonrisa socarrona que jamás olvidaré.
Con todo, el eslabón más triste de esta cadena de vergüenzas sobreviene durante el último tramo de nuestras vidas. Cansados, vacíos, solos, llegamos a la vejez y volvemos a ocupar el mismo espacio que alumbró nuestros primeros pasos: la plaza. Y volvemos a encontrarnos cara a cara con las palomas. Pero ahora, en vez de corretearlas, llenos del fervor vital que caracterizaba nuestros primeros años, no sólo no las hostigamos sino que, por el contrario, les damos mayores herramientas para que afirmen su dominio: les damos pan, las alimentamos, las llenamos de energía para que luego se reproduzcan exponencialmente. Y si un niño más ágil y veloz que la media consigue por fin estar a dos o tres centímetros de la gloria, lo reprendemos vivamente, acusándolo de desalmado o de maleducado. Y algunos hasta tienen el tupé de espetarles que toda vida es sagrada.
Entre las incontables razones que justificarían su exterminio, cabe agregar otra. Pese a ser los seres vivos que más abiertamente usan los servicios humanos -se refugian de la lluvia en los alféizares de las ventanas que nosotros construimos, se alimentan de la comida que nosotros producimos y cagan sobre los monumentos que a nosotros nos resultan indiferentes-, no contribuyen absolutamente en nada al erario público. Zánganos, eso es lo que son. Alguien podría decir que lo mismo sucede con los perros y los gatos: craso error. Porque los perros y los gatos son cosas nuestras: controlamos cuándo comen, cagan y copulan, y no tenemos el menor escrúpulo en cercernarles su aparato reproductivo por razones de control poblacional. Las palomas, en cambio, tan campantes.
Sin embargo, no quiero terminar esta alegoría dejando una imagen pesimista del mundo que nos espera. Por el contrario, creo que se avecinan tiempos mejores. Tal y como les ha sucedido a todos los grandes imperios de la historia, las palomas están sucumbiendo al flujo que exuda su soberbia. Les pasó a los romanos, a los borbones -a los franceses también, por supuesto, faltaba más, aunque, en rigor, no puede afirmarse que alguna vez hayan sido un gran imperio- y ahora le está pasando a Estados Unidos, cuyo último estertor de grandilocuencia asume la presidencia por estos días.
En fin, lo que decía es que las palomas se cebaron. Eso. Faltó alguna que mandara a parar cuando todavía no era demasiado tarde, y por eso crecieron hasta el punto de transformarse en una masa fofa que se mueve torpemente por la ciudad. Las plazas ya no dan abasto y la lucha fratricida es terrible; marchan los picotazos de aquí para allá, y las plumas apelmazadas con sangre pueden verse por todas partes. Pero lo peor para sus intereses no es eso, sino la ingenua proximidad física que han adoptado frente a nuestros infantes. Este cambio en su compartamiento, si bien sutil para sus estándares, es gigante para la cultura de los seres humanos. Sus resultados serán visibles recién en algunos años, cuando la generación de niños actual -la de mi sobrino, por ejemplo, que a sus tres primaveras hirió hace algunos días a su primera paloma con un firme pisotón sobre su ala derecha, que remató con una sonrisa, reforzada por mí mediante un puño apretado y un firme “bien gurí, es por ahí”- crezca llena de orgullo y de confianza en sus posibilidades y las extermine de una vez y para siempre.