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Los jugadores de River Plate festejan en el Estadio Nacional de Santiago tras el encuentro con Universidad de Chile. Foto: Martín Bernetti, Afp

El sueño y la pasión

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El viejo River Plate y su debut en la Libertadores.

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Hace ya una semana que vengo escribiendo borradores mentales sobre River Plate. Me pasa lo siguiente: tengo una conducta que a esta altura es casi una praxis, pero del razonamiento y expresión: yo, que no nací en cunita de oro del fútbol, quiero sentir y expresar como ellos cuando un equipo, un club de los no considerados, de los no conocidos y aparentemente destinados al ostracismo eterno en las glorias, vive lo que podría considerarse el momento más mágico en esa inexistente ecuación de sueños, esfuerzo y realidad.

La pregunta de sus ojos

Yo no soy de River, pero lo he sido, dejaré otra vez de serlo y lo volveré a ser, como con El Tanque Sisley, Wanderers, Basáñez, Bella Vista, Nacional, Peñarol, Cerro y Rampla Juniors. Sé que es difícil de entender, y no es que yo sea un apóstata de la pasión, en el entendido de la pasión que, según el guion de Eduardo Sacheri, define Pablo Sandoval (Guillermo Francella) en la película El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009) cuando dice: “Una pasión es una pasión. El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión”. En realidad, yo no ando cambiando pasión por camisetas, porque mi pasión es el fútbol, es el deporte y es seguramente mi comunidad, esa familia grande, grandísima, en la que en la mayoría absoluta de ellos su carné de socio está avalado por un rectangulito celeste y plastificado, emitido por la Dirección Nacional de Identificación Civil.

Entonces, macho, te podrás imaginar que desde hace días ando envuelto en la sorda pasión de Riverplé: amargado de una cuando me enteré que nos tocaba un grande como Universidad de Chile como rival de todo o nada, y hasta abrazándome virtualmente con JR, que últimamente me desagrada mucho más de lo que llegó a agradarme, que no fue poco.

Qué falta de respeto, qué atropello a la razón

Uno de los más grandes filósofos argentinos del siglo XX, Enrique Santos Discépolo, Discepolín, remata su película El hincha, de 1951, con un “¿Y para qué trabaja uno si no es para ir los domingos y romperse los pulmones en las tribunas hinchando por un ideal? ¿O es que eso no vale nada?... ¿Que sería del fútbol sin el hincha? El hincha es todo en la vida”.

Yo tengo por amigos a muchos, muchísimos hinchas de River. Conozco más hinchas de River que masones, abogados o guardias de seguridad que escuchan a Alberto Kesman.

Sé de esa pasión que nace con la ilusión y que se ancla en el pasado de aquellos muchachos que se unieron para ser un colectivo que los hace uno, que los representa y que los une en un solo sueño: jugar por la pasión lúdica del juego y sublimarse corriendo detrás de un esférico de rústico cuero a defender con un grupo de compañeros que en ese momento son familia.

Los hinchas de River no suelen hacerse piecito en la gloria de aquel River del pasado; otro River, dirán los que viven buscando qué timbre profesional le falta a aquel expediente de la historia, pero es el mismo si vamos hasta el fuelle y pensamos en por qué, siete años después de la “desaparición” del múltiple campeón River Plate Fútbol Club, a los del Capurro y los del Olimpia, también de ahí, del corazón de la Aduana, se les ocurre que su fusión se llame River Plate. ¡Es porque son los mismos! Los mismos que nos legaron para gloria eterna el celeste, que es mucho más que un color para los uruguayos. ¡Claro, muchacha! Fue aquel River, el de antes, que no es otro que el de ahora, el que una tarde de abril de 1910 le ganó jugando de celeste al maravilloso Alumni de los argentinos hermanos Brown, lo que hizo que el delegado de Wanderers, Ricardo Le Bas, propusiera que Uruguay jugara ante Argentina, el 15 de agosto de aquel año, vestido de celeste, para gloria eterna. ¡Uruguay, nomá!

El juego de la copa Escuchame, flaco, ¿vos sabés lo que es la pasión por un cuadro que no se llame Peñarol ni Nacional? ¿Vos sabés lo que es un domingo tras otro ahorcando alambrados, conociendo la geografía de las canchas de Montevideo en las cómodas unidades de CUTCSA? ¿Sabés lo que es soportar la lluvia y la tempestad cuando la tabla es un abismo que se mira desde abajo, y la parca del descenso se te viene encima sin que puedas hacer más nada que seguir intentando apurar esos tallarines del domingo. Entonces, después de tantas apreturas, tanto sueño y frustración, ¿vos sabés lo que es llegar a jugar la Libertadores? Evidentemente nosotros, los del sueño atrás de la pelota, de la camiseta como emblema del amor y de la entrega, sí lo sabemos.

El martes, lejos de casa, lejos de la Aduana, la tierra prometida de los riverplatenses, lejos del Prado, el lugar que los ha acunado en las últimas décadas, aunque ellos siempre están mirando hacia las radas del puerto, la dársena se jugaba su pasaje a la fase de grupos de la Libertadores. Las noticias deportivas del día después, el día en que todos los hinchas de River (que son muchos más que todos los que subieron al palo enjabonado de Cacho Bochinche) fueron a comprar todos los diarios después de la excelente victoria 2-0 frente a Universidad de Chile no tenían alas rojas en su portada ni a Michael Santos abriendo sus brazos en señal de victoria. Bo, ¿y la dársena? ¿Se enteraron estos cosos de que había clasificado?

Del rancherío del fútbol al condominio de la Copa

Muchos miles no saben lo que es estar uno, dos, tres, 12 años seguidos en la B, esperando el sueño del ascenso. Eso, una docena completita, un año atrás del otro, River estuvo viviendo bajo el techo de la B, hasta que en 1967, en la desaparecida cancha de La Luz, en Aires Puros, cuando los cantegriles empezaban a tomar definitivamente, como una ironía, del Cantegril Country Club de Punta del Este su nombre propio, Mario Rabito Castro besó la gloria de la A. Aquel día, aquella temporada, fue una marca genética para los riverplatenses; para los que estaban, para los que se fueron y, fundamentalmente, para los que vinieron después, que, nacidos una, dos y hasta tres décadas después, saben del significado de los pantalones y medias grises que aquella tarde acompañaban a la camiseta albirroja.

Como no pude ir al Campus, ni muchísimo menos a Santiago de Chile, le pedí a uno de mis conocidos hinchas de River que me contara lo que había vivido: “Noche tremenda. Muchos de los viejos darseneros que aún sueñan con sus Waston y Las Bóvedas, testigos de ese 67 de Rabito Castro, y los hijos de sus hijos, comiéndose descensos, permanencias y varias frustraciones dispersos por la ciudad, ayer estábamos manteniendo viva la llama de la dársena. La leyenda continúa, mantenida por nuestros viejos, los idos y los recién llegados. Mágico. Sin prensa, sin títulos, pequeños, pero enormes. Parecemos, pero seguramente no somos los últimos románticos Allí están todos los del 67, los idos y los recién llegados”. Y ahí el tipo, la mina, te suelta el moco, y está bien porque decime si no es para estar llorando de la emoción: arrancar la Libertadores, debutar en la Copa eliminando a un gigante, de visita en Santiago y acomodándose a la par de otros recontracopetudos como Nacional, Palmeiras y Rosario Central. Y allí irán los del 67, los de la Aduana, los de 19 de Abril, pero también yo, vos, el del minimercado, la hincha de Racing y el de Cerrito, y también el de Peñarol y capaz que hasta el de Nacional, porque nosotros sabemos lo que es ser un chico del mundo, sin prensa pero con sueños y con esfuerzo.

De querusa la merluza. ¡Qué bomba es el Riverplé!

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