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Foto: Iván Franco

Adentro tuyo, el niño, el pájaro

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“Esta semana no tengo nada para decir”, se dice uno, y es una constante que altera los nervios y lo sitúa, hasta el tercer párrafo escrito, al borde de la renuncia, de la seguridad de la sequía, de que finalmente llegó la hora del silencio y de callarlo todo. Cuando eso le suceda, le escribía Rainer Maria Rilke al joven poeta (lo parafraseo o me extiendo en imágenes a partir de sus consejos), indague dentro suyo, hurgue en lo más recóndito de su ser, vaya a su infancia, “esa fuente inagotable”, busque hasta el cansancio, o con la volátil calma de los pájaros que emigran, en la naturaleza.

Mírese por dentro, recurra al niño que fue o asome la nariz a la terraza, la ventana o el patio y déjese tocar, si está en la ciudad, por este aire que justo ahora le despeina el jopo o lo alivió de esos días en los que le parecía que iba a morir ahogado por una bolsa gigante que lo envolvía todo, a la que le llaman, mediocremente, sensación atmosférica. Pero resulta que Rilke era un romántico y en ese hurgar sugería que siempre encontraríamos belleza, y es posible que siempre haya un poquito, pero cuando uno no tiene qué decir, todo eso le parece mentira y entonces redobla su acidez o dice, de rabia nomás, todo lo contrario: sabe que la infancia se edulcora, que no vive en la naturaleza y no sabe si podría o querría vivir en medio de árboles, animalejos y alimañas, y que adentro hay un bicho de patas metálicas y puntiagudas que nos recorre.

Pero está bien: no por caprichosos o por insistir en el sentido contrario vamos a despachar a los maestros y a despreciar sus consejos; a ver si logramos que otros mínimamente se lean, se encuentren o se pierdan en nuestras letras. Apostemos, por hoy, a Rilke y busquemos en sus motivos uno propio. En definitiva, cuando pensamos que no tenemos nada que decir o cuando creemos que debemos callar y, sin embargo, debemos escribir o decir, es cierto que la infancia, el adentro y la naturaleza siempre nos ayudan a hablar. Creo que llegué al tercer párrafo.

Hace tiempo que me entrego, directa o solapadamente, al deseo de un pacto que no es entretenimiento, al menos para mí, a algo que más bien es una apuesta: que lo que yo escribo cuando digo yo sea apropiado por otros, por imantación o desprendimiento, que lleve a otros a sí mismos, porque yo, al fin y al cabo, no existo. Como no existe la infancia, el adentro, la vivencia de la naturaleza.

I

Qué tiene que ver mi niño con ese niño, quizás el suyo, que se crió en un cante o en el barrio más lujoso de Montevideo. Ahí, al menos, tenemos tres niños y ninguna niñez. Quizás a uno le pegaban, a cualquiera de los tres; seguro, otro pasó hambre y frío, y el segundo o el tercero estuvo lleno de juguetes y el otro de amor, quién sabe cuál. Entonces sí, un poco de acidez para hacer ancla en la vida: el paraíso perdido quizá fue infierno; no es lo mismo un niño descalzo que uno vestido de pies a cabeza, las imágenes que guardamos de nuestra infancia no siempre nos recuestan en un sillón suave como pluma de pájaro. De lo que sí estoy seguro, y no sé por qué, es que todos enterramos a uno, quisimos enterrarlo o le procuramos el deceso. Yo enterré a mi pájaro con un amigo al que le creamos la tumba en tierra escarbada por nuestras manos, le pusimos cruz de madera, florcitas del campo y Dios te tenga en la gloria. El mismo pájaro al que mi hermano y sus amigos le habían dado muerte a disparo de hondazo. Busco en mi infancia, entonces, y ésa es una de las imágenes más bellas y más tristes. Es que para mí (y para tantos) la belleza va atada a cierta marca, melancolía o dolor: el porrazo en la bicicleta, la hermosa torta de cumpleaños que se cayó en el piso, la mano de mi madre secándome la frente con un trapo húmedo cuando tuve 40 de fiebre. Será que lo perfecto, ahora de grande, me resulta una estafa, y que es en la imperfección donde encuentro más gracia y humanidad.

II

Hablo de la naturaleza con una propiedad petulante. Ese mismo niño que enterró al pájaro lo hizo en el campo porque en el campo vivía. Sé de cañadas, montes con viejos de la bolsa por las noches, luces malas, silencio de 24 horas interrumpido sólo por la conversación o el grito de hermanos, padres o primos, por los pájaros (sobre todo las cotorras) y su trinar, y por los camiones imponentes y cargados de ganado, autos o madera, que pasaban por la ruta. Otra vez, entonces, cuando no sé de qué hablar me invade aquel silencio, la recurrencia sorda de lo que fui. Empieza a aparecer (¿se asoma en usted?) ese lugar bucólico y edulcorado, casi puro, del que escribía Rilke (eureka o tautología: un clásico es un clásico). Pero esa naturaleza (molestemos un poco a los románticos) es también parte de una ficción, mi ficción, la que cada uno se construye, porque a su vez sé, ahora de grande, que seguramente mi cañada esté seca o contaminada, y mi monte talado, forestado o suplido por plantaciones de soja. Y esta naturaleza no me convence (estoy hecho un cascarrabias), esta naturaleza de cotillón, de vacaciones, esta naturaleza con sellos de Estado y promociones privadas. Pero no es del todo cierto lo que digo: aún puedo dejarme atrapar por los cielos, todos estos cielos que, con asfixia atmosférica y todo, nos regaló el verano casi cada tarde, con distintas geografías dibujadas en el aire y cromáticas de otro mundo.

III

La apuesta más difícil, míster Rilke, el adentro; para escribirlo, decirlo o callarlo, más aun cuando está atado al presente. Esa tarea, por lo general, se mastica en soledad o se enuncia titubeando, nunca con justeza o precisión matemática, o lleva años si es de caminar sobre divanes. El adentro, además, tiene que ver con el afuera. Se contaminan (o embellecen) uno al otro, se disputan sentidos, discuten a veces hasta el hartazgo y llegan al distanciamiento por años. Nada que parta más, que disocie tanto, palabras como mundo, otros, ciudad, trabajo, en la búsqueda de comunión con toda la procesión interna. Y, sin embargo, insistimos. Perseguimos al sujeto reconciliado, al uno de uno mismo, como si persiguiéramos un pedacito de sombra en el desierto. Esa idea, o, más bien, esa percepción construida en la modernidad, que nos atravesó el cuerpo y que ahora, en la posmodernidad, nos vuelve locos y nos perturba el alma porque aún no la incorporamos: no somos uno, lo indivisible; somos muchos según los lugares y las personas. Pero esto, que se ha vuelto imposición vital y teórica (y que es verdad, es verdad, es verdad), aún no termina de cuajarnos, de aliviarnos. Puede haber muchos afuera, es cierto, y varios adentro, pero también es verdad que todos (no importa si estamos en transición de épocas y paradigmas) invocamos ciertos lugares comunes (y no por eso irrelevantes).

Decilo sin más vueltas, nombralo otra vez: todos buscamos, aunque nos hagamos los zonzos, el amor. Sí, el amor por nuestra historia (esa infancia), el amor por la naturaleza (aunque la destrocemos: esos oxímoron irreductibles), el amor en relación con los demás, ese afuera, pero principalmente, decilo de una vez, el amor hacia otro (más allá de pactos bígamos o polígamos o desconstructivistas o todas esas putas teorías que muchas veces nos rompen y disgregan aun más).

Ya escribí una vez un reclamo o una diatriba sobre el desprecio actual (indiferente, impuesto) sobre la búsqueda del gran amor. Un gran amor y que dure lo que tenga que durar, pero que nos parta al medio, que nos disloque, que nos extraiga de mundo, otros, ciudad, trabajo. Que no nos mandate a la renuncia sobre una súplica que, sigo creyendo, escondemos en forma de grito ancestral cada vez más adentro. Que no se note la fragilidad, por Dios, que no se note esa cursilería.

Recurro a Idea otra vez; ella tan agria, de muerte desear, sola y de amantes, lejos de la religión (de ciertas religiones), pero que en “Dónde” escribió: “Dónde el sueño cumplido / y dónde el loco amor / que todos / o que algunos / siempre / tras la serena máscara / pedimos de rodillas”.

Entonces sí. Cuando no sepamos qué escribir, qué callar o qué decir, vayamos a la infancia, a la naturaleza o a nuestro adentro, aunque nos mientan y no encontremos pureza alguna. Vayamos a asuntos y poetas clásicos, de corazones tomar sin empalagamientos de vómito. Ya luego vendrán otros relatos.

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