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Foto: Dirk Waem, Afp

También es Bélgica

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01/01/2015, Eerste Dag

La nieve cayó sobre Antwerpen un día antes de Navidad, pero hoy es un cúmulo de hielo y barro. Los árboles están sin una hoja, muchos de ellos podados en forma de muñones. El invierno se nos ha instalado, pensaba hoy de tarde mientras caminábamos por las calles en silencio. Lo único abierto el primero de año eran los comercios de los árabes y de los judíos, ajenos a la solemnidad de la fecha. Comimos en la rotisería de un marroquí que nos atendió en español, con su mujer escondida en la cocina, entre ollas y el turbante negro. El hombre agarraba la comida con la misma mano con la que luego cobraba, orgulloso de los panes, las salsas y los patés. Calentó unas tartas para la pareja de amigos con quienes despedimos el año y no dudó en colocar miel y servirme unas tortitas de sémola dulce cuando le pregunté qué eran. Comí acordándome del cuscús del nordeste de Brasil, y de Ceuta dibujada en el horizonte, lugar desde donde dice este hombre que salió su padre hacia Europa 40 años atrás.

-Con los belgas hay que tener cuidado, aaaah -dijo unas cuantas veces, luego de explicar que había nacido acá mismo en 1972, con una a abierta y violenta al final de cada frase, y hablando como si él no fuera belga también. Fruncía la nariz, con los ojos bien oscuros encarándonos, y blandía esa a constante, lanzada contra la aparente y mentirosa homogeneidad de la ciudad.

18/01/2015, Ypres

Al volver al barrio, las metralletas están alertas en cada esquina, atentas al menor movimiento, que puede ser confundido con el de un terrorista y terminar con un saldo de cabeza agujereada por legítima defensa. Después de los atentados de París y del tiroteo de Verviers, las calles se han poblado de soldados. El aguanieve cae despacio sobre la calle mojada, sobre las boinas rojas de los militares de ojos desconfiados y miedosos; cae, como cayó el día entero sobre Ypres y los cementerios infinitos de la Primera Guerra Mundial, en la frontera belgo-francesa. El frío fue constante en el cementerio de los franceses, un memorial soberbio, de mármol blanco, en un campo plagado de cruces unipersonales, no como las de metal negro compartidas entre cuatro soldados desconocidos del cementerio alemán, más sombrío y lleno de pinos, que visitamos un rato después. En esas tumbas, las inscripciones evidencian que pocos pasaban los 20 años. Entre la pinocha, los zapatos se mojaron y los pies empezaron a doler. “In Flanders fields / the poppies grow”, recita Suzanne, citando el poema célebre de un médico canadiense que sirvió en el frente de batalla. Pero durante el invierno no hay amapolas ni flores, sólo barro. Canadienses, franceses, australianos, neozelandeses, argelinos, alemanes; soldados de esquinas del mundo ajenas a esta planicie gris plomizo. Y en los cementerios, tumbas anónimas, algunas demasiado juntas, cuando el hallazgo de los cuerpos no permitió discernir la carne y los huesos que una explosión había indiferenciado. En el osario, las cenizas se mezclan sin ningún pudor, bajo una tapa de mármol opulenta.

Con la lluvia martillando la capucha de mi sobretodo, pasé el día repitiendo en voz alta los nombres de las tumbas que vi, para registrar la vida que existió hasta llegar acá. Son tantos los caídos, que muchos nombres se repiten y terminan confundiéndose en la multitud de letras. En el memorial de Notre-Dame de Lorette son casi 600.000 los muertos en el frente de batalla, hoy ordenados alfabéticamente, cada uno con las marcas de su nacionalidad, de su bando, de su traición o gloria, impregnadas en el nombre. Los Smith, seguro que ingleses, ocupaban tres paneles enteros. Los Alex Smith son más de 400, y no pude dejar de contarlos, de dejar que el horror de la cifra me pegara una bofetada. Al mismo tiempo, otros visitantes buscaban en el mármol el nombre de un familiar.

Dentro de un museo, el diario de un soldado dejaba registrados con letra a lápiz, apretada por la falta de espacio, desayunos a base de ron, fríos que cortan las manos, aire más puro cuando por fin llega el momento de salir de la humedad de la trinchera y avanzar con la bayoneta hacia el enemigo. Después, contaba el proceso de cavar una línea defensiva, las manos que encuentran carne en cualquier espacio de tierra donde excavan, los huesos que la pala va sacando desde el suelo, y el frío de nuevo, como una manta por sobre todo lo que existe y lo que dejó de existir.

05/03/2015, De Zon

Los militares siguen patrullando el barrio, y parece que los vecinos se sienten seguros. Algún periódico ha dicho que los pequeños crímenes bajaron desde enero. A mí me robaron la bicicleta hace dos semanas. Eso mismo les dije a los dos soldados que cuidan la esquina, de eterna boina roja y chaleco antibalas. Se los dije al pasar, riendo, después de confesarles que era una pena tener a dos seres humanos continuamente empuñando un fusil, como si fuéramos terroristas. No me respondieron, y ahora, cuando salgo de casa, miran para otro lado. Son el éxito del barrio, y de tardecita las vecinas les llevan comida: un pedazo de torta, un sándwich, una taza de sopa. Ellos, estoicos y abrazados a la metralleta, agradecen el gesto.

Hoy es sábado y los judíos ultraortodoxos usan sombreros de piel. Los soldados, los árboles de la cuadra brotando de a poco, los cantos que vienen de la sinagoga, y, más allá, del otro lado de la avenida, a la izquierda las tiendas de diamantes y a la derecha el barrio marroquí, con comercios que venden valijas, especias y carnicerías donde se consigue cordero. De esta misma zona tal vez sean algunos de los más de 40 condenados por adoctrinamiento de terroristas, en un juicio que se realizó en Antwerpen. Sólo nueve estaban presentes en la Corte el mes pasado; al resto se lo juzgó en ausencia, presumiblemente en Siria, o muertos. El sol tiene una claridad blanquecina, extraña. Ilumina las azoteas, la vía del tren, el paseo hasta el parque, donde descubro, como si la luz permitiera verlo por primera vez, que la mayoría de los árboles están cubiertos por una capa espesa de musgo, un terciopelo verde rabioso entre las ramas. Hay parches de pasto muerto abajo de los árboles, pasto que aún no recibió la orden de volver a la vida. Para la naturaleza, revivir es un esfuerzo heroico. En cierta medida, el clima es un bálsamo para el alma, que se descongela día a día. Me siento en un banco y observo los junquillos que surgieron desde abajo de la tierra. El sol también ilumina el espejo del lago descongelado, y el vuelo geométrico de las gaviotas, que gritan suspendidas en el aire hasta arrojarse en picada hacia el agua.

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