No hice nada por nadie. No arrimé una lata de arvejas, un kilo de arroz o un pantalón que ya no uso a algún centro de ayuda, no puse tres pesos en ninguna cuenta bancaria, no me moví de mi casa, donde estaba protegido de las furias del cielo que arrasaron con medio país o por lo menos un departamento entero. Tampoco posteé fotos en Facebook ni dije “qué horrible, hagan algo”. No subí esa hermosa canción de Sylvia Meyer sobre Juana de Arco, “Bajo una lluvia fría”, ni me regodeé en la tormenta y el agua copiosa que todo lo llevan y todo lo curan, esas expresiones poéticas que más bien hubiesen resultado impúdicas o de insensibilidad sarcástica cuando a una viejita se le caía el techo en la cabeza, se le derrumbaba la casa, le entraba agua hasta en el alma. Tuve ese pudor, ese cuidado. Pero no hice más que esperar a que amainara; felicitar para mis adentros a los sindicatos y sindicalistas que salieron en socorro ajeno, o propio, porque la desgracia es de la misma o peor clase; no hice más que observar estupefacto y desde lejos, calentito y sintiendo cierta culpa cada noche al arroparme deprimido bajo el acolchado mientras no sé cuánto llanto y angustia sacudieron las paredes de los refugios o de los amigos que refugiaron a los inundados. Apenas atiné a sacar las hojas de otoño de la rendija por donde se va el agua para que no se inundara mi azotea ni el living, ni toda la casa de los vecinos de abajo. Para dormir tranquilo y para no tener problemas. Yo, yo.
No es que sostenga que ante todo drama, catástrofe o tragedia social (en ese orden de escalafones) haya que salir corriendo o practicar una especie de afiliación moral -no de carné- y ayudar, un verbo tan simple, a los demás. No hablo de ética ni de culpa judeocristiana, mucho menos de algún socialismo práctico; no digo nada que se encuadre en alguna ideología. Nada de eso. Sólo digo que no hice nada. Nada de nada.
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Hace años el agua nos llegaba al cuello. Cuando digo nos, me refiero a mi familia y a mis vecinos. Vivíamos en un barrio alejado del centro de San José, un barrio obrero, un barrio pobre, cerca del río y del hipódromo. Esas cercanías a veces me daban vergüenza. Decir hipódromo y decir río era decir lejos del centro, pobreza, calles sin asfalto, casas sin saneamiento, camiones de la barométrica, zanjas desbordadas a la primera de lluvias, patios inundados, ranchos de madera o bloque y techos de zinc agujereados. Ranchos y casas agrietadas, y el agua colándose por el techo, las paredes, las mil rendijas de casas precarias. “El rancho”, le decimos ahora muchos de los que salimos de aquellos hogares en los que, si había llovido toda la noche, al salir de la cama por las mañanas los pies podían hundirse en una piscina que llegaba hasta los tobillos y se extendía por toda la casa. El miedo a la electricidad y el agua juntas, la pesadilla nocturna de morir ahogado.
A veces, había que salir de la cama de madrugada y, a fuerza de familia, lampazo, balde y vecinos (aunque el vecino generalmente estaba ocupado en escurrir su propio drama), tirar el agua hacia la alcantarilla (la zanja), agua que volvía a entrar por su propia voluntad, auspiciada por más furia de los cielos. Un círculo vicioso para mantenerse a flote. Hasta que amainara. Y tachos, tachitos, palanganas, toallas, diarios; goteras como manantiales. Luego, días de fuego a tope, cuando había alguna estufa a leña y se encontraba leña seca. No era trágico; era la costumbre de la pobreza, o de alquileres ya imposibles para el pater familiae obrero. Y siempre (ese alivio forzado) había alguien peor: dos cuadras más abajo -yendo hacia el río- sí que todo se volvía grave. Esos eran los verdaderos desgraciados: unos milímetros de lluvia de más, y las familias enteras evacuadas, el barro hasta la nuca, los muebles podridos, las casas y los ranchos que año tras año, lluvia tras lluvia, se iban descomponiendo y salvando, todo a la vez, gracias al empeño del remiendo, la cal, otra chapa más fuerte, una canaleta más profunda. El parche del pobre, del que no puede mudarse, del que es atendido cuando las lluvias desbordan. Luego todo vuelve a la normalidad hasta el próximo invierno o el próximo temporal. Queda prendido el miedo en el pecho, claro está, y se agudiza cada vez que una tormenta se avecina o cuando ya hace algunas horas que caen pingüinos de punta. Pero convivir con el miedo también se hace costumbre.
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Aunque no sólo en los barrios pobres o periféricos estas catástrofes son una amenaza para una de las mayores inseguridades del espíritu (aquello de los refugios: la casa, el del cuerpo; el cuerpo, el del alma), sino también en grandes ciudades o metrópolis desbordadas de gente e improvisación urbanística. Buenos Aires, por ejemplo. No hay nada más tenebroso que sentir que una ciudad de millones de habitantes puede colapsar (y, de hecho, colapsa) cuando el cielo se desata: personas cruzando avenidas céntricas e importantes con el agua hasta el pecho (y todo el cablerío eléctrico rodeándolas); barrios pobres que están detrás de un gran shopping a todo trapo y que reciben la evacuación de sus bombas rebasadas, inundándolos por completo; una metrópolis que mete miedo y puede convertirse en el sueño o la distopía del más alucinado autor de ciencia ficción, pero en el presente.
Son barrios o ciudades, entonces, que por desidia, mala planificación o pobreza, quedan al arbitrio del destino, aunque todos sabemos (lo podamos explicar científicamente o no) que algo de todo esto tiene que ver con nosotros y otros, los poderosos y los irresponsables. No hay que caer en ningún romanticismo para decir lo que venimos haciendo mal. Son decenas de variables que no tienen que ver con Dios o la venganza de la Naturaleza (si nos ponemos panteístas), pero sí con la forma en que nos relacionamos con ella, si somos honestos y mínimamente críticos o recurrimos a ese saber ya sabido: todo lo hacemos trizas (bosques, tierras); importa más cualquier emprendimiento comercial y voluptuoso (que desecha y destruye todo lo que se atreva a tocarlo) que las mil familias que pueden ser víctimas de ese desarrollo o de esa modernización deseada; los pobres en tierras no aptas para vivir sólo son recordados cuando hay que salir (por decoro, vergüenza o solidaridad) a su rescate.
Y entonces se acude a la emergencia, se emparcha y se aguarda la próxima inclemencia (palabra que ya les queda chica a las reacciones de la naturaleza).
Ya sabemos que estamos pudriendo los cielos, las tierras fértiles, los ríos puros, que no se deja a los condenados ahogarse en su desesperación, porque parece que este país cuenta con un resabio fuerte de solidaridad. Sabemos, también, que no toda maldad es obra de los hombres, que la naturaleza no es la niña santa, y que es demasiado místico o inocente, en estas ocasiones, decir de su revancha, de su voluntad, personificarla, volverla humana. Pero así como una planta muere si tiramos aceite caliente sobre sus hojas pomposas, un río rompe el estómago (y el ecosistema) si le volcamos desperdicios, y el cielo puede expandir desastres si le lanzamos bocanadas imposibles de humos contaminantes. Todos, por intuición, lo sabemos; y nadie escucha a los científicos y a los ecologistas.
Pero volvamos al inicio. No le saquemos el cuerpo a lo dicho. No nos hagamos los tontos ni nos disculpemos en todo el sistema, en el mal ya hecho. Yo no soy un rescatista y no sé si podría salir corriendo a auxiliar inmediatamente a otros. Entonces, ¿se trata de culpa pequeñoburguesa? Puede ser. ¿De olvidar aquel rancho y los pies mojados al bajar de la cama cuando la casa se inunda? También. ¿De un planteo cuasi retórico para generar más culpa? Quizá.
No sé, tal vez se trata simplemente de un chapeau a los miles que sí actúan más allá de horrorizarse y de saber que sí, que miles de catástrofes son producidas por el hombre en su afán capitalista y destructor, pero también de asumir que uno algo podría haber hecho: entregar esa manta vieja y querida, ese pantalón, esos zapatos, un kilo de arroz, el colchón que está ahí hace años, por si acaso. Y que con eso, vamos, no fomentamos la reproducción de ninguna estructura ni aliviamos nuestras conciencias. Quizá sólo ayudamos a que esa viejita que todo lo perdió no se desarme en ríos de lágrimas.