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Foto: Iván Franco

Abogado del diablo

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La ilusión perpetua de rearmarse, reinventarse. Cada tanto ese sentimiento, ese deseo, viene y nos cincha de los pelos bajo el paradigma de la reconversión, y más ahora que el devenir y lo no fijo cuentan con áreas académicas enteras, con bibliotecas, teóricos y militantes, con discursos que han dejado a lo quieto en una vergonzante actitud de vida. Pero también estar en movimiento perpetuo, en construcción (deconstrucción, dirán los acusados), en un word in progress emocional, genera un estrés que a veces sólo la teoría soporta.

Siempre he abogado por esos devenires y transformaciones (ese nomadismo interior que nos hace mirar o percibir [nos] distinto), pero también es cierto que ese modo de ser es propio de la contemporaneidad, y que -esto es en verdad lo que acuso- luego de proponer impermanencia, estados de modificación, muchos yo dentro de uno según las circunstancias a las que nos vemos expuestos, la mayoría de los vocingleadores del constante devenir se vuelven a sus casas y a sus hábitos, a sus prácticas, a sus vidas, a la seguridad de un espacio que no muta demasiado.

Estar en permanente construcción altera las terminales nerviosas, nos sitúa en una indefinición propia que no siempre, así como así, viene a hacernos el bien. Sí coincide, quizás, con todo lo que sucede afuera. Ese mirar las ciudades, las calles, las gentes, todos los ambientes sin inocencia y contarlo, percibirlo o vivirlo con aquello que Deleuze (el gran promotor contemporáneo del devenir) llamó esquizoanálisis: una de las únicas formas, según él, de comprender a las sociedades de hoy, porque están locas de pies a cabeza y sólo mediante el mismo artilugio (la esquizoescritura, la esquizo-vida, leer el afuera y la procesión del adentro con la misma demencia que acontece) es posible no morir en el intento de vivir bajo lo fijo, el empleo para siempre, la casa para siempre, la pareja para siempre, uno para siempre. Entonces, ser otros, devenir-mujer, devenir-niño, devenir-animal, todos los devenires que también suponen un trabajo arduo, quizás más que el que cumple sus ocho o 15 horas diarias con sueldos de burro (hablando de animales, de bestias de carga).

El devenir es la contrapropuesta ontológica del estarse quieto en un mundo y sólo uno, es la posibilidad de asumir o reconciliarnos con las máscaras que ya de por sí portamos (y más de una vez al día), es jugar al salto alto (y quizás sin saltar: reptando, pasando por el costado del charco o mojándonos incluso los pies en un día de invierno cruel), sin que eso traiga más angustia, sin congelarnos para siempre en lo que supuestamente somos, en los tengo que. Pero todo esto es teoría, hermosa teoría, porque lo cierto es que la mayoría de nosotros, con mayor o menor riqueza lingüística, repetimos esas “fórmulas” (porque al final siempre se trata de tener una existencia mejor), aunque la tensión entre lo que hacemos, lo que decimos y lo que somos es un fino entramado entre lo fijo y lo movedizo, entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre dejarlo todo como está o mandarlo todo al mismísimo carajo.

Y en el medio, todos los grises que parten al medio los absolutos. Pero acá se trataba de acusar la exigencia contemporánea o ciertos discursos que sueltos de lengua repetimos. Toda época conoce de modos y modas en las que, de pronto, estamos inmersos y que repetimos como cotorritas de monte.

◆◆◆

Este romper con lo dado y ser algo bien lejos de lo adquirido se replica sobre todo alrededor de los asuntos de género y sexualidades, y se extiende a identidades varias. Ese devenir acompañado de lo queer, la fisura, que acusa el molde y el ladrillo, tiene mucho de posibilidad: podemos ser varios y serlo en distintas etapas de la vida o en la misma, solos o en nuevas comunidades. Pero también contractura la espalda, frustra y nos pone en pie de guerra absoluto y continuo contra el mundo y contra nosotros mismos. Resulta mentiroso o llega a la estafa cuando quienes lo sostienen, como salida o escapatoria de uno y de todo lo espantoso del afuera, luego son ellos mismos siempre, nada más que con la bocota bien grande diciendo “seamos miles de otros”. Al menos, deberíamos insertarles a la esquizo-vida y a los nuevos paradigmas o mantras de existencia teórica una verdad innegable: estamos en transición.

Somos modernos y posmodernos, nuestro cuerpo y cabeza están partidos entre dos épocas, nadamos en turbulencias reales que no siempre encajan, de forma pura, en un proyecto o en otro. Somos contradicción, entrevero, impureza, rostros con el semblante seguro que todo lo explica (la modernidad) y rostros con los ojos extraviados que entienden que no existe orden alguno (ahora sí me sirven las varias máscaras). No sé por qué me inquieta tanto esto de las miradas conceptuales que intentan dar cuenta de la vida. Será por un miedo cierto, una protección mínima, una advertencia que me nace de las entrañas: el temor de trocar una religión por otra, por más dispersa y rompedora que se nombre la nueva. Porque al fin de cuentas, siempre es el cuerpo propio el que paga los postulados de las mentes, las exigencias (represoras o libertarias) de las nuevas olas.

Si nos decimos abogados del diablo, entonces tomemos riesgos. Todo este devenir en algunos ámbitos se traduce en interpelaciones, muchas, cientos. Bienvenido el devenir, entonces, pero también es cierto que de a poco va diluyendo y haciendo desaparecer ideas o pensamientos de los que nosotros, los que aún tenemos un pie puesto en la modernidad, no queremos desprendernos: la idea del alma, por ejemplo, la de ser, la de genio creador, la de un hombre igual a sí mismo (en lo mejor de sí mismo) desde que es niño.

Acuse abogado, pues: el alma, esa cosa inasible, eso que nombramos cuando queremos nombrarnos de verdad, no enajena, muchachos; quizás libere. El alma de los hechos, qué belleza de expresión; tu alma buena o perturbada; mi alma perdida. Todas las almas, todas las ánimas que de un soplo o con mil bibliotecas y autores quieren hacer añicos.

El alma de aquel niño que fuiste y que, aunque es cierto el paraíso perdido de Idea, asoma cada tanto en cada uno de nosotros y, generalmente, nos trae una respuesta: la herida primigenia, el primer no, ciertos rasgos de carácter que atravesaron el tiempo y que nos constituyen. No como recuerdo inventado o ficción útil, no: ese niño extraño, verborrágico o silencioso, perdido, ese niño tuyo (y no estoy diciendo de las condiciones culturales o de pobreza). El alma de los niños; el alma de tu sexo (acá me compré todos los problemas, y no me importa: yo soy de los que piensan que la sexualidad y el alma se parecen, se amalgaman); el alma gris y perpetua, caprichosa en su grisura, con poco devenir de este país en que vivimos.

El alma (las almas) y tanta belleza que nos está robando este nuevo decir, y que tantas veces utiliza un lenguaje horrendo que atenta o dispara contra el alma (la belleza) de nuestra lengua.

¿Qué haremos cuando, repito una y mil veces, ya no digamos alma, cuando a fuerza de un nuevo paradigma sigamos por dentro igual de secos pero sin esa palabra inaugural, insustituible, irremediablemente honesta? Es cierto que esta concepción del mundo trae otras palabras de imponencia creadora; acontecimiento, por ejemplo. Y ese término nos habla de lo inmanejable, de lo no visto, lo no escuchado, de la sorpresa que nos toma por el cuello y nos sitúa en otro estadio.

Sé que estoy escribiendo contra mí mismo (la vieja idea de que a un autor le conviene traicionarse). Digo esto porque yo no paro de decir devenir, posibilidades, búsqueda empecinada de otro cielo, fisura, miles dentro de uno, “espantoso proyecto universal” (por irrealizable, porque la utopía me parece la peor de las enajenaciones).

Me piso el palito. Es que estoy a caballo entre la modernidad y lo posmo. Y lo asumo. Pura contradicción, qué alivio. Y qué posmo, entonces. No importa. Eso sí, atrofiada y todo, no voy a dejar que nadie me robe el alma. En algo seamos conservadores: defendamos nuestras almas.

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