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Boaventura de Sousa. / foto: cecilia vidal

“Hay que empezar de nuevo”

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Entrevista con Boaventura de Sousa.

Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y docente en la Universidad de Coimbra, en Portugal, y en la de Wisconsin-Madison, en Estados Unidos. Su trabajo busca producir un conocimiento que respete e incorpore los creados en las luchas populares y les sea útil. Ha escrito sobre América Latina, los problemas de la izquierda contemporánea y los procesos constituyentes y es un referente del Foro Social Mundial y de la Universidad Popular de los Movimientos Sociales. El 16 de abril dictó una charla en la Facultad de Ciencias Sociales, ocasión que se aprovechó para hacer esta entrevista.

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¿Cómo ves la situación en Brasil después de la votación del juicio político a Dilma Rousseff?

-En el momento en que te hablo no sabemos qué va a pasar, pero de todos modos me parece que va a haber un período bastante turbulento políticamente. El impeachment es claramente un acto que configura un golpe parlamentario, sobre todo porque no se ha demostrado la presunta responsabilidad en crímenes que lo justificaría. Pero también por razones políticas, en la medida en que quizá la presidenta Dilma Rousseff es la política menos corrupta de América Latina, y va a ser impedida por un conjunto de los más corruptos de América Latina. Eso es grave para la democracia de Brasil y es grave para el continente. Entonces, me parece que lo que está en juego en este momento es una normalidad democrática.

Si se da el impeachment, va a tener algunas consecuencias. Obviamente, la polarización social en Brasil en este momento es muy alta, y pienso que ni los movimientos sociales, ni los ciudadanos, ni las clases populares van a aceptar este acto, sobre todo porque de él resultaría un gobierno liderado por un partido [el Partido del Movimiento Democrático Brasileño] que es conocido por ser uno de los más corruptos de la historia de Brasil. Y, por otro lado, porque probablemente el fenómeno más importante que está por detrás de todo esto es la operación Lava Jato, o sea, la gran investigación contra la corrupción, que quizá vaya a ser cancelada, ya que, según todos los indicios que tenemos, hay mucha gente involucrada en la corrupción que pertenece precisamente a ese partido que va a estar en el poder.

Todo esto crea un problema de legitimidad democrática difícil de manejar y cuyas consecuencias son difíciles de prever. Pero el impacto de lo que va a pasar será muy importante para toda la región, porque si el impeachment sale, será una afirmación de que las democracias que existen en el continente son fácilmente manipulables y de que si alguien gana las elecciones y obtiene, por tanto, el derecho de gobernar, cuando importantes fuerzas antidemocráticas deciden que no debe gobernar, tiene maneras de lograrlo por medio de una conjunción de medios: un Poder Judicial conservador, que está al servicio de esas fuerzas antidemocráticas, y fuerzas externas, que en este caso pienso que son del imperialismo estadounidense y que realmente no están interesadas en que continúe en Brasil un proceso que, si bien no es anticapitalista (Dilma no es anticapitalista; obviamente hay muchas críticas a su gobierno por no cumplir con el programa que propuso realizar cuando fue elegida), es posneoliberal, en el sentido de que tiene empresas públicas importantes nacionalizadas, como Petrobras, y recursos naturales importantes fuera del mercado internacional.

El propio Partido de los Trabajadores, antes de este proceso de impeachment, ya había llevado adelante una política basada en exportaciones extractivistas y ya había fortalecido a las policías que ahora son parte de las fuerzas conservadoras. ¿Qué queda de todo esto, cuando muchas de las fuerzas que están conspirando fueron desatadas por el propio gobierno?

-Es verdad que, a lo largo de estos años, estos gobiernos populares latinoamericanos, muchos de ellos salidos de movimientos sociales, cometieron numerosos errores.

¿Cuáles fueron los errores en el caso de Brasil? A mi juicio -y esto también puede aplicarse a otros gobiernos, como el de Cristina Kirchner, en Argentina-, lo que ocurrió fue que aprovecharon una coyuntura completamente excepcional, que es lo que llamamos el consenso de los commodities, es decir que, debido al impulso del desarrollo de China, los precios de las materias primas subieron y permitieron ganancias importantes a estos países. Los gobiernos populares decidieron entonces profundizar el modelo de desarrollo extractivista, con el objetivo de sacar algo de la renta resultante de esa alza de precios para hacer algo de redistribución social. O sea, no cambiaron el modelo económico: permitieron que los ricos y las oligarquías se siguieran enriqueciendo. Los bancos, por ejemplo, nunca ganaron tanta plata en Brasil como en los tiempos de Lula, pero, como los precios eran altos, quedaba un excedente significativo para hacer una redistribución sin precedentes. Por medio de mecanismos como bonos, becas familia y otras políticas sociales, se logró que más de 45 millones de personas salieran de la pobreza, lo que es un hecho político importante. Pero no era el socialismo, porque dependía totalmente de los precios internacionales, en cuya formación Brasil no incide de ninguna manera.

Por eso, por aceptar ese modelo de desarrollo, aceptaron también el modelo político que venía detrás, y que viene de muy atrás. Ese modelo político es el colonial. Hay una continuidad enorme con el modelo colonial, que se había interrumpido en algunos países con la industrialización y la sustitución de importaciones. Durante estos gobiernos populares no hubo cambios en el sistema político, ni en el sistema de los medios de comunicación, ni en el sistema fiscal, y eso fue lo que acabó por llevar a que estos partidos quedaran atrapados en el mismo proceso de gobierno que las oligarquías y las derechas tradicionales, que siempre han utilizado la corrupción, que siempre han utilizado los medios, que siempre han utilizado ilegalidades para poder consolidar su poder. Y hubo aquí una tentación: quizá, si se dejaba a los ricos ser aun más ricos, ellos iban a permitir que el país cambiara lentamente en términos sociales. El problema es que el consenso de los commodities duró hasta que los precios bajaron por la crisis de China, y desde entonces dejó de haber plata para poder garantizar las políticas públicas.

En el momento en que la plata escaseó, ¿qué podía hacer el gobierno? Sólo había una solución real, y era una política fiscal distinta: que los ricos pagaran más impuestos. Pero, como no se cambió el sistema político, eso está totalmente prohibido. Y, por lo tanto, el mismo gobierno empezó a hacer dos cosas: por un lado, profundizar aun más el agronegocio, la frontera agrícola, la frontera minera, lo que contribuyó al despojo de las poblaciones, a la contaminación del agua, a la crisis ambiental, en complicidades extrañas con los ejércitos privados que existen, con organizaciones paramilitares que matan a los indígenas y a los líderes campesinos por todo el continente, mientras estos gobiernos miran hacia otro lado. Por eso el ciclo se agotó.

Era una manera de gobernar como siempre se gobernó en América Latina, más a favor de las clases dominantes que de las clases populares, pero, en un contexto favorable, dejando una parte significativa de la riqueza para la redistribución social. Eso dejó de ser posible, se hizo insostenible para estos gobiernos. Por eso la crisis que tiene Brasil es la crisis que tenemos también en Ecuador en este momento, es la crisis que tenemos en Argentina, donde una derecha muy revanchista en pocos meses destruye todos los avances sociales que se habían conquistado en los últimos 12 años. Y por eso hay que empezar de nuevo.

¿Los gobiernos progresistas no se la pusieron un poquito fácil a la derecha? En este escenario, las fuerzas conservadoras van a volver al poder y se van a encontrar con una Policía militarizada y poderosa en términos materiales y legales, con leyes más represivas, cambios que a la derecha le habrían costado mucho más.

-Comprendo tu pregunta. Los gobiernos progresistas hicieron mucha continuidad con los anteriores, y por eso las rupturas pueden parecer más drásticas de lo que son en realidad. Realmente los líderes indígenas siguieron siendo asesinados en Brasil durante los gobiernos populares, como lo eran antes. Ahora -y aquí hay una división dentro del pensamiento crítico latinoamericano, dentro del cual estoy por adopción, porque no soy latinoamericano-, yo no voy al punto de considerar que estos gobiernos son gobiernos reaccionarios. Algunos colegas consideran que Evo Morales es un reaccionario. Yo no soy capaz, y te digo “no soy capaz” porque es un límite de mi inteligencia, de mi capacidad analítica. Pero es verdad que el progresismo fue hecho con las maneras antiguas de hacer política, y por eso los resultados están ahí. Y facilitaron realmente la entrada de la derecha. Este fue el gran error que cometieron algunas izquierdas del continente.

Uno de los grandes intelectuales de este continente, Álvaro García Linera, después de los resultados de las últimas elecciones en Bolivia dijo muchas veces que, si la derecha volviera al poder, tendría que reconocer que el centro de la política está desplazado hacia la izquierda, porque las fuerzas de izquierda lograron muchos avances que no se pueden destruir. Dijo que podrían reducirlos, pero siempre a partir de un centro ubicado más a la izquierda que antes. Como tú sabes, no fue eso lo que pasó. Mira a [el presidente de Argentina, Mauricio] Macri. En tres semanas, desapareció casi todo lo que se había hecho en 12 años. La derecha, cuando viene, viene revanchista. Viene con la decisión de eliminar todo lo que fue posible durante estos años, con la idea de que, por un lado, es insostenible y, por otro lado, las clases populares no lo merecen. Son privilegios. Las clases populares tuvieron demasiados privilegios, hay que recortarlos. Y la crisis va a ser la excusa.

Por eso yo creo que estos gobiernos populares han cometido muchos errores: no transformaron el modelo económico, ni el modelo de desarrollo, ni el sistema político. Quizá fueron víctimas de su entusiasmo. Tengo que decir que en el inicio estaba 100% con estos procesos. Participé en la redacción de las constituciones de Bolivia y Ecuador. ¿Cuántas veces cené en casa de [el presidente ecuatoriano] Rafael Correa y acabé cantando canciones revolucionarias, del Che Guevara, como si la revolución estuviera próxima? No podía imaginar que años después la alternativa es que, si no tienes inversión estadounidense de despojo, tienes a China, que te cobra de la misma manera y destruye los territorios de la misma manera. Entonces, muchos intelectuales tenemos que hacer una autocrítica también y ser menos arrogantes. Quizás ahora tienes la clave para las epistemologías del sur: ir más despacio, con menos confianza en que las ideas nuevas crean realidades nuevas. No, las realidades nuevas decantan de algunas ideas nuevas, pero no eres tú el que crea las realidades nuevas, es la gente que está en la calle, en la lucha, son ellos quienes están realmente innovando, no eres tú con la teoría.

Imaginas, entonces un escenario en que las cosas vuelven a la normalidad, Estados Unidos vuelve a mirar a América Latina, los precios de las commodities vuelven a estar bajos y el ciclo termina. Has sido una figura protagónica de este ciclo que ahora termina. ¿Cómo te imaginas lo que viene? ¿Qué ciclo puede venir ahora? ¿Qué tipo de cosas habría que empezar a pensar en relación con lo que acaba de terminar?

-Pienso que no estamos regresando a lo normal; cuando mucho, vamos a tener una nueva normalidad bastante turbulenta. Va a ser una democracia de fachada, pero cada vez más vaciada; ya no una democracia de baja intensidad, sino una de bajísima intensidad. No podemos pensar esto como la normalidad, sino como el resultado de un fracaso histórico que se debe analizar, de modo de encontrar las fuerzas que hagan posible un nuevo ciclo más duradero, menos frágil, en el que las conquistas sean menos reversibles. No sabemos en qué condiciones va a ocurrir eso, pero, con alguna turbulencia institucional, va a implicar una reforma política, que va a ser quizá demandada en las calles, reivindicada por los movimientos sociales, por las organizaciones sociales. Quizá necesitamos otro ciclo constituyente. Una nueva asamblea constituyente u originaria, digamos, que haga una reforma política fuerte, para que esta democracia pueda defenderse de las fuerzas capitalistas que la secuestraron.

Eso va a exigir, por ejemplo, que de una vez por todas se acepte que en las condiciones actuales del mundo no hay alternativa socialista en la agenda política, que no existe la posibilidad de una política revolucionaria, como hubo en otros tiempos. La democracia es el único instrumento de lucha que nos queda. Esa democracia tiene que ser reinventada, no puede ser apenas la democracia representativa. El nudo central del proceso político es que va a ser necesario articular democracia participativa con democracia representativa. ¿Qué quiero decir?: que los partidos políticos van a dejar de tener el monopolio de la representación política. Las asociaciones, las organizaciones sociales, los movimientos sociales, reunidos en asambleas, organizando los barrios, en el campo, en la ciudad, van a tener que encontrar formas de participar, no sólo a nivel de consulta, sino también a nivel de implementación, en algunas o en muchas de las políticas públicas -consejos populares de educación, de salud, de infraestructura-, o sea, una forma de que los ciudadanos, además de elegir representantes, puedan tomar algunas decisiones ellos mismos.

Hay que inventar otras formas políticas que permitan esa articulación entre la democracia representativa y la democracia participativa. Para que sea eficaz, va a ser necesario que esté presente en los propios partidos. Hay que refundar los partidos existentes o inventar otros partidos de izquierda construidos con una lógica de base distinta, y esa lógica tiene que incluir la democracia participativa desde el inicio. Tenemos en España a Podemos, que representa esta nueva voluntad política de crear lo que llamamos partidos-movimientos. Articulaciones varias y distintas entre círculos de ciudadanos, asambleas de ciudadanos que deliberan sobre las políticas del partido, que escogen a los candidatos y toman decisiones, que después son asumidas por los liderazgos partidarios. Es una manera totalmente distinta de hacer política, y además es la única que puede impedir que el dinero domine las decisiones político-partidarias y lograr que la corrupción deje de ser endémica.

Hay un campo muy grande para la creatividad democrática. Por eso yo lucho en mi trabajo por lo que llamo las epistemologías del Sur, en el sentido de crear también una reforma en el conocimiento. Porque no pienso que sea posible la justicia social global sin justicia cognitiva global, o sea, una democracia entre diferentes formas de conocimiento. En la raíz de todo el sistema político está el conocimiento académico que controla las universidades y que es eurocéntrico, como la ciencia política, la sociología y la antropología. Son los instrumentos que produjeron las políticas y las formas de representación política que tenemos. Eso tiene que transformarse, aceptando que hay otras maneras de conocer, que la representación del mundo es mucho más amplia que la representación occidental del mundo. Hay otras formas de transformación social que quizá no se van a llamar socialismo ni comunismo: se van a llamar respeto, dignidad, protección de los territorios, derechos del cuerpo de las mujeres. A esto le llamo una ecología de saberes, que implica también una reforma de la universidad.

Si me preguntas cómo definir este nuevo ciclo en términos progresistas (porque también puede ser una nueva barbarie, todavía peor), diría que tiene que tener una dimensión epistemológica muy fuerte, y que esa revolución epistemológica va a pasar por las universidades. Las universidades van a tener que aceptar que dentro de ellas circulen otras formas de conocimiento. Otras concepciones de vida son posibles, pero en nuestros departamentos de ingeniería, de ciencia, de biología, de física se ríen si hablamos de la Pacha Mama, de la Madre Naturaleza o de derechos de la Madre Tierra.

¿Cómo hacer avanzar ese tipo de pensamiento político sobre el conocimiento en un campo universitario en el cual se van a reír? ¿Cómo compatibilizar esta concepción más política, que intenta legitimar saberes externos a la universidad, con dinámicas universitarias para las que cierta forma de producción parece ser la única forma de legitimar cierta forma de conocimiento?

-Es una buena pregunta. Si miras históricamente, gran parte del conocimiento innovador y novedoso que siglos después se lee con atención y provecho no fue creado en la universidad, sino fuera de ella. Frantz Fanon, David Hume, David Spinoza, Karl Marx, Galileo Galilei, no sé... [ríe]. En el siglo XIX, las universidades de este continente seguían enseñando una ciencia aristotélica, que no tenía nada que ver con la realidad. Fue después, con Alexander von Humboldt y la revolución universitaria, y en Argentina con la reforma universitaria de Córdoba, en 1918, que las universidades empezaron a tener una idea de lo que es la responsabilidad social. No fue una reforma epistemológica, pero por lo menos fue una reforma social, que les dio una responsabilidad social más intensa. Y se debió a los estudiantes.

No es claro que esta renovación epistemológica necesaria vaya a ser producida dentro de las universidades. Quizás en el siglo XXI va a haber una división entre universidades hegemónicas, que sigan produciendo el conocimiento reproductor de la dominación capitalista, colonialista y patriarcal, y universidades o sectores de universidades con un papel contrahegemónico, en un contexto que me parece favorable y que resulta de que, contrariamente a los períodos anteriores, las universidades públicas, sobre todo en nuestro continente, pero también en gran parte del resto del mundo, ya no tienen el apoyo de las élites económicas y políticas. Las élites están formando a sus hijos en las universidades globales: en Harvard, en Europa. No confían ni siquiera en la enseñanza media, y sus niños van desde muy temprano a otros países. Porque las universidades eran importantes para crear un proyecto de país, pero ahora ya no es necesario un proyecto de país. Hay un proyecto de mundo, para el que el ejecutivo financiero trabaja hoy aquí, mañana en Hong Kong y pasado en Malasia. Por eso las universidades no tienen apoyo de las élites, y por eso tenemos un problema de financiación de las universidades públicas. Pero tampoco en este momento tienen el apoyo de las clases populares, debido a la arrogancia con que han tratado a las clases populares, sus luchas, sus movimientos y sus conocimientos, siempre usando y mirando con desprecio toda la creatividad popular.

Hay gente en la universidad que está intentando incorporar en ella estos saberes. Y esa gente no puede aguantar que les enseñen como héroes a los que mataron a sus ancestros. Eso, más tarde o más temprano, va a llevar a una revolución, a un conocimiento más fuerte, más articulado, más diversificado. Como digo siempre, el conocimiento científico no se debe demonizar. En algunas de las luchas en que hemos estado muy involucrados, como la lucha contra Monsanto, contra el agronegocio, contra el glifosato y los insecticidas, necesitamos ciencia para conocer, por ejemplo, el porcentaje exacto de veneno en una frutilla o en una papaya. Y hoy podemos decirlo. Los campesinos saben cuándo beben agua contaminada por lo que les pasa, pero no saben exactamente la cantidad de veneno que están tomando. Por eso, la ciencia que va a ser necesaria va a ser la que pueda dialogar con otros saberes, como el de los campesinos. Siempre que un dirigente campesino, indígena o urbano es asesinado, lo es porque está luchando por otra manera de ver la ciudad, por el derecho al agua limpia, por el derecho al territorio. Y no es sólo su lucha, sino también la de los estudiantes y las futuras generaciones; es por la calidad de los alimentos de tus hijos, por tu salud en el futuro. Es una lucha por el mundo. Son guardianes de nuestra salud, y por eso los están matando.

¿Deberíamos recuperar la reflexión sobre la ética en la universidad?

-Creo que sí, pero no una ética según las epistemologías del norte, de ontologías individualistas, como cuando en la ciencia política o en la sociología la unidad fundamental es el individuo. Hay que seguir otras ontologías, para, por ejemplo, rescatar el concepto de comunidad, que se ha perdido en las ciencias sociales.

En toda la construcción de la ciencia social moderna, de [Thomas] Hobbes, [John] Locke y [Jacques] Rousseau, de hecho está siempre presente una tensión entre el principio del mercado, el principio del Estado y el principio de la comunidad. La comunidad de toda la vida, de los ciudadanos, de las obligaciones horizontales entre ciudadanos que no son mercantiles: mi cuidado por ti, mi amistad, que te ayude cuando estás en dificultades. Con el tiempo, ese concepto de comunidad desapareció; las universidades y las ciencias sociales lo redujeron a una cosa que no existe, llamada sociedad civil, un concepto que nunca he usado en mi trabajo. Es un conjunto de individuos hostiles a todos los otros individuos. Hoy en día, lo que les dicen todo el día a los estudiantes es: “tienes que ser un emprendedor”; o sea, para que tengas éxito, es necesario que otros fracasen. Tu éxito es perfectamente simétrico con su fracaso. No hay ninguna posibilidad de que todos ganemos. Este sistema es de un individualismo total. Una ética basada en esta idea es la ética de la autonomía, por ejemplo. Tenemos que ser autónomos. Pero ¿cómo puedes ser autónomo si no tienes condiciones para serlo? ¿Qué es eso de que el emprendedurismo quiere decir trabajar sin derechos y tal vez sin plata durante mucho tiempo? No es eso lo que queremos. Necesitamos buscar otra ética, con otras ontologías.

Las ontologías no occidentales son mucho más ricas. Aquí, en este continente, están en las calles, en los pueblos; ontologías que tienen un respeto muy grande por los ancestros, que todavía son considerados vivos dentro de la comunidad. Por eso el territorio es sagrado. Es el territorio donde enterraron a sus muertos. Nosotros tenemos hoy pueblos de Mozambique, donde hago investigación, en los que los cementerios son cambiados de lugar todos los años porque se descubrieron recursos mineros debajo de ellos. ¡Es una ofensa enorme para la ontología de la gente! Sus ancestros están con ellos y, por otro lado, para ellos también están vivas las futuras generaciones. Nosotros, en el mundo occidental, no logramos entender que tenga derechos quien no tiene deberes. Por ejemplo, las futuras generaciones no tienen derechos, porque tampoco tienen deberes. La naturaleza no tiene derechos, porque tampoco tiene deberes. Esa simetría es totalmente desastrosa. Tienes que entender que las futuras generaciones tienen derechos sobre los que ya están entre nosotros hoy, como garantes de un futuro. Y de la misma manera, la naturaleza. Si no cambias la ontología, si no cambias la epistemología, más tarde o más temprano tu ética va a justificar el individualismo posesivo, el emprendedurismo salvaje, la idea de que eres un ser antisocial y de que para que tengas éxito en la vida debe haber ruinas alrededor de ti. Entonces eres un creador de ruinas.

En Uruguay hay una gran discusión en torno al tema de la extensión, que ha sido históricamente una vía institucional para que la universidad se relacione con otros saberes. ¿Cómo ves esa función?

-De por sí es rebelde y reveladora de la naturaleza de la universidad. Si debe extenderse, es porque está cerrada sobre sí misma. Fue construida así, y por eso la extensión fue una respuesta positiva, sobre todo a principios del siglo XX, en la reforma de Córdoba. Era una de las diez demandas de los estudiantes. Es una respuesta en el marco convencional de una universidad que debe compartir su conocimiento con las clases populares, que muchas veces son las que más lo necesitan, pero no tienen acceso a él. La extensión fue una manera de profundizar un poco la responsabilidad social de la universidad sin que perdiera su identidad. Pero se hizo, en general, de una manera muy débil, porque se concibió como un área al lado de otras dominantes. Investigación, docencia y extensión. Como si la extensión no fuera también docencia e investigación. Los profesores que se dedicaron más a la extensión, porque tenían sus propias lealtades políticas y compromisos con las clases populares, nunca fueron bien vistos en las universidades. La extensión es siempre algo que no tiene la misma dignidad que la docencia o la investigación, como una forma degradada de ser universitario. Extensionista es una palabra horrible.

Yo no quiero despreciar de ninguna manera el trabajo que muchos profesores hicieron, a menudo con el sacrificio de sus carreras, para que la universidad se articulase de una manera más dinámica con las clases y los barrios populares. De ninguna manera. Pero eso tiene que ser complementado con otra cosa en el ciclo que viene ahora. Es lo que llamo la extensión al revés. No es llevar afuera la universidad, sino traer el conocimiento popular a la universidad. Los universitarios tienen que partir de la idea de que hacer extensión no es simplemente llevar afuera el conocimiento académico. Es para aprender. Aprender con la gente, con los movimientos, con las organizaciones, de sus luchas, con la idea de que ellos, trabajando y viviendo cotidianamente esas luchas, tienen maneras de ver la realidad, la convivencia humana, la ética, la vida digna que quizá no están en nuestros libros ni en los artículos científicos, pero que deben ser tenidas en cuenta y nos pueden ayudar a producir conocimientos socialmente más solidarios y más eficaces.

Tenemos maestros populares, sabios, médicos populares, jueces tradicionales de las comunidades campesinas e indígenas que vienen a la universidad a explicarles a los estudiantes otras maneras de resolver conflictos. De resolver casos criminales sin que haya prisión. Que hay otra forma de integración de los jóvenes en la comunidad que no pasa por la cárcel. Entonces, ¿extensión? Y sí, pero con extensión al revés. Traer a otros para adentro de la universidad. En eso, los estudiantes deberían tener un papel muy importante, y es necesario un cambio curricular muy fuerte. Tan fuerte que yo pienso que los estudiantes y los profesores que se interesen por esta reforma tendrán que asumir algún riesgo.

Cuando se entra a la universidad, el primer año o los dos primeros años deberían ser dedicados a desaprender. A olvidar muchas cosas que tenemos en nuestras cabezas. De nuestra historia, de nuestra realidad, de nuestra manera de vivir, de nuestra manera de consumir. Para poder abrir un poco los ojos a otra realidad y aceptar que hay otras maneras. Yo tengo que imaginar una necesidad para hacerla real. Por ejemplo, tengo que imaginar que este producto [toma un celular] va a ser válido durante dos años. Ya sé que dentro de un año o dos voy a empezar a pensar que no me satisface: que la batería debería durar más, que ya inventaron otro, etcétera. Imaginamos necesidades para hacerlas reales. Y, al mismo tiempo, la gran mayoría tiene necesidades inimaginables de agua, de electricidad. Y a veces están a tu lado. Por ejemplo, en un taller que estamos organizando en Minas Gerais, con la Universidad Popular de los Movimientos Sociales, en una comunidad indígena, será necesario un acuerdo de convivencia para usar el agua, porque vamos a tener 40 personas con un solo cuarto de baño durante 200 días, y no se va a poder gastar más de dos litros de agua al bañarse. Imagínate. Vamos a aprender eso porque haremos un taller fuera de la universidad con los movimientos sociales. Será una ocasión sorprendente para ver la realidad de la vida, que está por todos lados. Eso es parte de lo que llamo la sociología de las ausencias, de los invisibles, los que no cuentan. Si los mencionas de alguna manera en tu universidad, los profesores te dirán: “Ah... sí, ese problema existe, pero ya se va a resolver. Es una cuestión de tiempo, de desarrollo. Necesitamos más Monsanto, vamos a electrificar obviamente todo el país, y ahí se va a resolver”. Así que cuando el país esté totalmente destruido, estará totalmente desarrollado.

Los autores

Diego León Pérez tiene 26 años y es estudiante de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de la República, Gabriel Delacoste tiene 28 años y es docente de teoría política y estudiante de la maestría en Estudios Latinoamericanos en la Universidad de la República.

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