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Conmemoración por las víctimas del tiroteo en Orlando, Florida. Foto: Drew Angerer, Afp

A sangre fría

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Hubo algo que en principio me desacomodó, me puso triste pero por su anverso: no sentí nada. Vi la masacre de Orlando posteada en los muros de Facebook y me dije: una matanza más, la de la semana, la del siglo para Estados Unidos, la que ya -de tantas- no me perturba.

Como si la muerte de uno, de decenas o de miles en manos de otros fuera lo mismo que la foto del gato que viene en el siguiente posteo. (Eso logra Facebook, pensé también: todo adquiere el mismo estatus).

Acusé mi insensibilidad, la anoté, me sentí muerto de espíritu, ya hecho roca. Amargura por no sentir. Esa sensación comenzó lenta e inconscientemente a operar con independencia, y se instaló en mí una incomodidad mayúscula que ningún vino aplacaba, que ninguna canción combatía.

Uno puede observar y anotar la locura extrema del otro e indignarse y gritar o rezar un rato y que descansen en paz y luego seguir como si nada, o como se sigue, con la propia vida a cuestas. Pero pronto o al día siguiente aparecieron las crónicas y las posturas (sobre todo las posturas ideológicas) en relación al asunto.

La mayoría hacía referencia al golpe duro a la comunidad homosexual y sus conquistas, y, empapadas de rabia e indignación, arengaban, muchas, por no dejarse derrotar, salir a las calles a besarnos, no dar ni un paso atrás en los derechos conquistados.

Pronto el boliche de Orlando se convirtió en el nuevo Stonewall y en un cóctel compuesto por fanatismo religioso, homofobia reeditada o siempre a punto de explotar y más lucha por nuestros cuerpos muertos o heridos en espejo. Desde la militancia sudaca aparecieron nombres de travestis muertas, el sistema que nos escupe y odia, el cuestionamiento de que con leyes igualitarias y la protección de un solo “nosotros” (los acomodados de clase y pertenencia sociocultural) no alcanza para detener la furia del que no soporta a dos tipos besándose y entonces va y se compra una metralleta como si comprara un juguete y se cobra la vida de 50 homosexuales de un solo tiroteo.

Pero todo esto sigue siendo puro intelecto. Pensamiento crítico que intenta discernir lo que a uno le pasa con las masacres. En un momento tuve que hacerme la pregunta que algunos discursos me obligaban a hacer: ¿están matando a los tuyos? Esto quiere decir: ¿esa expresión, esa, fue la de un demente que tanto puede acribillar a decenas de homosexuales como a niños en una escuela?

◆ ◆ ◆

Sí, todos somos parte o producto de una cultura, y eso lo explicó magistralmente uno de los narradores estadounidenses más importantes del siglo XX justo con un libro de “no ficción” llamado A sangre fría. En el último capítulo, Truman Capote encuentra las causas de su asesino serial en su rota niñez y sus sucesivos abandonos. Y convence. De la misma manera que convence el último capítulo de uno de los grandes libros de ciencia ficción, 1984, de George Orwell, cuando encuentra en el lenguaje la forma de toda manipulación.

Entonces, somos presas del sistema, sí. Pero también somos ratas que se pueden fugar o incluso víctimas circunstanciales de un enfermo y punto, nada más. Pero ya sabemos que estamos en el mundo de las palabras, el símbolo y la significación. Y también que uno cambia de postura (y de sentir) según el interlocutor, según lo que escucha. Aparecieron entonces voces “críticas” que de tan críticas se vuelven más insensibles que mi primera reacción frente a “una masacre más”, y no sé si es “insensible” la palabra para esas voces, o más bien les cabe la idea de perversión.

Me refiero a esas voces que dicen que cuando en Estados Unidos y no en otras partes, que el gueto protegido y las microluchas y por lo tanto el olvido de las grandes causas, que la enajenación religiosa y todas las religiones y la venta de armas indiscriminadamente y así, uno tras otro argumento que intentan montar las razones estructurales de 50 cadáveres mientras sus afectos los están velando, mientras el llanto lo inunda todo. Sólo en una de estas cuestiones quiero o puedo ahora abordar: el gueto o la vida puertas adentro.

Nadie más en el mundo que deteste y le huya a los guetos que yo. Me perturban, me molestan, me parece el peor de los caminos para encontrarnos, justamente, con la diferencia. Pero muchas veces lo que uno idealmente piensa se da de bruces con la realidad. Mucha gente va a esos espacios creados para sí mismos no porque piense que debe aislarse o construir un mundo con reglas propias, no, va a esos lugares porque son, ahora y mientras tanto, sitios donde se puede ser más allá del ágora exquisita y sobre todo ficticia de la universalidad.

En esos lugares se puede chuponear a piacere, mirar sin miedo a ser golpeado, quizá conocer a alguien, olvidarse. No es un asunto fácil: ¿qué tengo yo que ver con ese idiota que, siendo gay, piensa que los marginados son perezosos o que directamente hay que matarlos? ¿Qué tengo yo que ver con otros cientos que nada tienen que ver conmigo? Nada más (pero nada menos) que el deseo trunco, vigilado, quizá el golpe, seguro el conocimiento hecho carne del insulto y de la ofensa. Detesto atravesar la puerta de cualquier local con la banderita de colores (“usted está aquí”), pero a veces el cuerpo pide; no sólo sexo, también baile liberador, y quizá un encuentro.

Y esto sigue siendo intelectual. Me altero mediante el pensamiento, pero no me duele. No me duele en carne propia, quiero decir; me duele la idea de este mundo. No me duelen en los huesos Afganistán ni Palestina ni todas esas ciudades de Colombia o México donde la vida vale según la tasación de los asesinos, pero me duelen.

¿Y por qué la comparación? ¿Es sistémica, entonces, la masacre de Orlando? ¿Tiene entonces que ver con un sistema enfermo que detesta al diferente? No lo sé. Pero en principio no puedo dejar de pensar en que una sola persona se cobró la vida de 50. Y que podría haber hecho lo mismo en un templo judío o una organización feminista. No puedo salir del círculo vicioso: ¿es sistémico o es la expresión de un demente? Quizá estamos demasiado acostumbrados a la disyunción, una cosa o la otra, y en verdad las cosas son unas y otras. Fue la expresión de un demente que mató a 50 homosexuales (generalizo: también había travestis, quizá lesbianas).

Entonces, ¿estamos en peligro? Sí, muchachos, todos estamos en peligro, ya sea por la violencia de un demente con metralleta o la de un mundo que está todo el tiempo a punto de explotar en furia.

◆ ◆ ◆

Todos los análisis que anotaba más arriba tomaban nota de la norma heterosexual, del odio o la intolerancia hacia las sexualidades disidentes, de las conquistas que alcanzan y las que no (al fin algunos pusieron en duda el sentido real del matrimonio igualitario). En el sustento de todos los relatos aparece, más que lo afectivo (aunque las palabras “besos” y “amor” y “más amor contra el odio”, perdón, empalagaban), lo estrictamente sexual.

También en Elefante, la película de Gus Van Sant, dos adolescentes estadounidenses (con una relación de deseo evidente) van con sus metralletas a dispararle a todo estudiante de su institución educativa y justo antes (en el montaje del cineasta) se dan una ducha juntos y se besan y masturban. Quizá estaban sellando con un amor imposible la muerte segura de los demás.

Ahora encuentro algo que no aparecía y que desesperadamente buscaba: uno de los modos más relevantes en que se manifiesta nuestra existencia es mediante el deseo y el sexo (qué novedad, Segismundo), y cuando cualquier modo de ser se obstruye, ya sabemos, la sublimación se desata y reconvierte en otra cosa: se vuelve arte, obsesión por el trabajo, disparos.

Quizá debemos detenernos en el repudio que sintió el asesino unos días antes de la masacre cuando vio a dos hombres besándose; en los dos muchachos de Elefante que se deseaban hasta los huesos antes de acribillar a medio mundo; y en otro Orlando, el libro de Virginia Woolf que hace de su personaje central un ser que transforma su sexo o su sexualidad a través de las épocas y los siglos. Siempre reencarna en otro.

Quizá el asesino se excitó tanto (pensemos posibilidades) con esos dos hombres besándose que sublimó su deseo irrefrenable (y hasta inconsciente) en máquina de destrucción masiva.

Nada nuevo y otra vez, Segismundo: dos temas nos comandan, el sexo y la muerte. Eros y Thanatos. Cuando Eros no se expande Thanatos toma las armas y le dispara directo a su contracara. Y también existe la locura.

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