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Foto: Iván Franco

Sensaciones

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I. Nos estamos espabilando. O ya estamos enterados hace tiempo pero da dolor de cabeza (y de tripas, claro) que lo que parecía empiece a desaparecer. A los que más les cuesta asumirlo -es comprensible, porque de alguna forma sería abjurar- es a los que en su alfabeto vital utilizan palabras como “sueños” o “proyectos”: algunos militantes como bodoques, viejos repetidores del dial (y no precisamente por la edad que tengan), mercenarios discursivos y a sueldo, y, por supuesto, acomodados de la última década. Esos que, calladitos y con pisada de gacela o gritones y con parlantes rentados, le hacen el juego a la izquierda (y decir “izquierda” ya es toda una concesión o un regalo inmerecido).

O no nos enteramos o somos comunicados pero no nos espabilamos, no tenemos reacción alguna. Somos eternos somnolientes de un puerto triste, esperamos la lotería, acomodamos el cuerpo a las circunstancias, emitimos tres gritos y ya, que venga la próxima. Para qué nombrar todas las manos como tenazas que cada día nos aprietan el cogote si cada uno de nosotros las vive en cuerpo y alma.

Pero ojo, tampoco seamos realistas y pidamos lo imposible: acá no movemos un pelo, y mientras criticamos, por ejemplo, a Francia y su imperialismo europeo o su prêt-à-porter que tantas veces expulsa al diferente, miramos con ojos atónitos cómo ellos, cuando quieren, tan ególatras, salen a la calle y rompen todo o al menos modifican algo. Es la historia, claro, es la acumulación, una práctica, un modo de ser tan propio como nuestro modo de ser de silla playera: 12.000 pesos por mes por diez horas de trabajo diario y tomate un mate; la ciudad partida en mil pedazos y tomá otro; el bienestar o el progreso según la cantidad de autos vendidos y cuidado mientras manejás: no te vayas a quemar con el agua del termo; el dolor de miles de nuestros padres, que agacharon el lomo por mucho más de 30 años para ahora recibir una jubilación que da (como antes, mirá vos) para comprar dos papas, la carne más barata, abrirle los brazos al destino como si de pronto volvieran a la adolescencia y recibir del Estado, tan generoso, una tablet para hablar con los nietos. Tomá más mate.

◆ ◆ ◆

II. La lista es infinita, y quizá la queja también. Es cierto, somos dueños de una antología quejumbrosa, pero ahora (es una sensación), luego de la última chupada a la bombilla, debemos sonreír y agradecer algo que no se sabe muy bien qué es. Lo de estar vivos y tener afectos en este ámbito, no seamos tramposos, poco importa. La silla playera seguirá existiendo, como entidad autónoma o como gen cultural, mucho más allá de nuestras vidas y de las de nuestros afectos. Sentados moriremos. Sentados nos velarán.

Insisto con la teoría de la silla playera, pero no acuso tanto a los conectados a sus tubos de hierro como respiradores ni al que mate viene, queja va. Es que la inmensa mayoría de los uruguayos no tiene esa actitud contestataria, no sale a la calle (y ahora no salen del Facebook), piensa muchas posibilidades de sí mismos y las formas de cambiarlo todo, pero después, un ratito después, ay, justo nos agarró la tarde y la modorra.

Entonces aparecen todos los reclamos del mundo y el hagan algo y la espera y todo depositado en el Estado, porque siempre fue así: es una ilusión pensar en miles de movilizados por lo que sea más allá de asuntos sacros (dictadura y desapariciones) o, en los últimos tiempos, de temas vinculados a agendas nuevas: marihuana, aborto y diversidad sexual. Y punto.

Todo lo demás, que nos afecta hasta el tuétano, se lo dejamos al Estado, porque siempre lo resolvió o prometió resolverlo, porque creemos demasiado en las instituciones, o porque la pereza es marca nacional. Y de pronto nos desayunamos, sí, de que todo lo prometido no era deuda o era imposible de cumplir o era puro sueño o demagogia.

◆ ◆ ◆

III. Han sido muchas las promesas partidas de estos años, pero con sólo dos asuntos contundentes, repetidos por los dos primeros gobiernos del progresismo, basta para desayunar mate amargo y pan duro. Tabaré Vázquez machacó y conquistó a un pueblo (exactamente a un pueblo) con aquello de “que paguen más los que tienen más y que paguen menos los que tienen menos”, y pasando raya vemos pretiles (palabra que me remite a sujetadores de tetas ancianas, alicaídas) que se mueven un poquito para acá y otro poquito para allá, y que los ricos más, tantísimo más, y los pobres, bueno, un poquitito menos pero siempre a punto de bajar de pretil.

José Mujica jodió bastante (la expresión podría ser suya) con su gran buque insignia, la vivienda (hasta hace poco se hablaba de grandes buques; ahora sólo se escucha el gran emprendimiento de Buquebus). Aquel gran barco del presidente más pobre y modesto del mundo, un plan nacional con el que conquistó al pueblo y que se convirtió en buque hundido, en naufragio. Y ahí siguen las casi 50.000 casas vacías en Montevideo y los rancheríos y la especulación inmobiliaria, y uno de los integrantes de una familia “tipo” (si es que eso existe, pero nos entendemos) entregando todo su sueldo para pagar un alquiler de un lugar modesto, como el ex presidente. El que podría haber sido el gran expropiador a lo Robin Hood (antecedentes y galones le sobraban) pero terminó en un personaje que compraron los medios internacionales y ahora Pablo Iglesias (del Podemos español), que dice que hará un gobierno a lo Mujica o a lo Salvador Allende. Sálvalo, Dios, de la inocencia.

Justo la vivienda, eso que nos amarga, nos cuesta oro, días de trabajo, ese templo propio que pagamos como esclavos posmodernos (y ni hablemos de esas “casas” donde viven miles de varones pobres y jóvenes: las cárceles; otra gran promesa encarcelada). Pero ni se nos ocurra ocupar una de esas casas vacías, porque ahí viene el Estado y defiende a propietarios que son entelequias o muertos sin herederos; sólo casas vacías. Mi casa a ocupar la tengo elegida en el Prado; qué va a hacer, ya que no me da el valor, me queda el buen gusto. Y los impuestos a los más ricos, una forma cierta de redistribución de la riqueza.

A partir de ahí, de que nada de esto se cumplió o no pudo cumplirse (eso se agradecería, también, un violento sincericidio: “Todo esto fue un sueño roto, no pudimos, nos ganó el mercado”) la credibilidad comenzó a tambalear, pero, bueno, uruguayos, no temblad.

◆ ◆ ◆

IV. O sólo temblad por dentro, locos de fórmulas y pensamientos que piensan lo ya pensado, y vueltos sobre sí mismos con un vaso con whisky barato en la mano, máscara de parsimonia, clonazepam a demanda, y una angustia que no se dice porque es lo que nos tocó. Y aquí estoy, pensando bajo decenas de tomos de la Teoría de la Silla Playera, porque hay que sonreír, jugar a la monería.

¿Qué estamos esperando sentados? O, por el contrario, ¿qué es lo que estamos haciendo? Miramos para el costado, tomamos mate a lo bobo (solos y en grandes rondas), incorporamos palabras o conceptos nuevos que traen nuevos planes: ciencia y tecnología, emprendedurismo, productividad.

Todos o miles de un todo y nosotros, los que pertenecemos a una supuesta comunidad, también: militantes, políticos, pensadores, creadores, intelectuales, universitarios, periodistas, las castas de las clases medias hacia arriba. También andamos enredados o enfrascados en luchas de poder y de prestigio, en posturas frágiles o esnobs; arriesgamos poco, hablamos en exceso y en pequeñas comunidades de concepto, significación, símbolo. También de ciencia y tecnología, sistemas productivos, funcionalidad, emprendedurismo. En todos lados, poca sangre por los cuerpos, poca tripa, mucho vacío. Aunque miles y miles estemos diezmados y atrapados en discusiones inútiles, a veces da la sensación de que sólo damos vueltas en una calesita de tres millones y medio de zombis.

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