Vi Relatos salvajes hace dos años, un viernes de noche y luego de un día pesado. Había leído algo sobre la película y conocía al director. Por ende, suponía que iba a funcionar como el disparador de la risa catártica y alienada que estaba precisando. Además, los asientos del cine eran cómodos, había aire acondicionado y pantalla gigante. Capaz que hasta tenía pop y cocacola; no me acuerdo. El hecho es que antes de que terminaran los avances mi cerebro ya se había entregado de pies y manos a la matriz, como una ovejita al matadero.
Pero a la media hora pasó algo. Me desconecté y no volví más. Mi espíritu abandonó el cuerpo para flotar por la sala y mirar al público; quería preguntarles qué carajo era lo que les parecía tan gracioso. Por supuesto que la situación me angustiaba. Deseaba estar pasándola tan bien como el resto, reírme con todos al unísono, dejar que la matriz me conectara de vuelta y perderme en la orgía de una experiencia sublime compartida con otros. Pero no; no pasaba y no acertaba a darme cuenta por qué.
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Cuando salí del cine me puse a repasar mentalmente la película y, poco a poco, conseguí aislar el momento exacto de la desconexión. Había ocurrido durante el segundo relato, el del veneno, más precisamente a causa de un parlamento del personaje interpretado por Rita Cortese. Palabras más, palabras menos, ese relato cuenta la historia de la moza -Julieta Zylberberg- de un bar perdido en la ruta que, una noche tranquila y con poco laburo, descubre que su único cliente es un empresario cagador, devenido político, que años atrás causó la ruina económica de su padre, que lo llevó al suicidio. Julieta está muy afectada por el reencuentro y le cuenta la historia a Rita, que hace de cocinera, y le manifiesta su gran sorpresa por el hecho de que una basura como él haya llegado a ser intendente. Y Rita le contesta esa frase maldita que me sacó del partido y me arruinó la dosis semanal de morfina: “¿Qué te sorprende? Sí, el mundo está gobernado por hijos de puta”. Y es que esa expresión, más precisamente ese “el mundo”, rompió con la verosimilitud de la ficción, rasgó la tela de la pantalla, apenitas pero lo suficiente para mostrar que por detrás había alguien moviendo nerviosamente los hilos para que las marionetas no se pisaran el palito. Porque el personaje de Rita Cortese -una ruda cocinera de provincia, malhablada, limada por la vida y sudando argentinidad en cada uno de sus gestos y expresiones- nunca hubiera dicho una frase tan pomposa como “el mundo está gobernado por hijos de puta”, como si fuera una Mahatma Gandhi del resentimiento, sino el más incorrecto -pero a su vez preciso, de acuerdo a las características del personaje que estaba construyendo- “este país está gobernado por hijos puta”. Sin embargo, poner esa frase en boca de uno de los personajes más queribles de la película hubiera sido inevitablemente interpretado como un posicionamiento político en relación al gobierno argentino, debido a la extrema sensibilidad con respecto al “de qué lado estás” que arrastran desde hace varios años nuestros hermanos rioplatenses. Mejor, entonces, hacerle decir a Rita una generalidad inocua, una blanca manifestación de descontento, de esas que no puedan ofender a nadie. Mejor desviarse unos centímetros en el proceso de construcción del personaje antes que ser consecuente con él y arriesgar una recepción flechada de la película que la interpretase como propaganda anti K, en tiempos en que el compromiso expreso del arte con una idea no pasa por sus décadas de mayor popularidad.
A partir de ese instante, la película me pareció un juego de mosqueta fallido. Era como si el tipo que mueve y pregunta dónde está la pelotita no se hubiera dado cuenta de que el truco no le había salido bien, y la bola le asomara entre los dedos.
El pifie de Damián Szifron, guionista y director de la película, admite una lectura más condescendiente pero menos divertida: Relatos salvajes no apuntaba al mercado argentino, sino más bien al iberoamericano. Por eso, como cualquier producto con pretensiones globales, tenía la necesidad de evitar las referencias demasiado locales. Sin embargo, al hacer eso, la película cometía el mismo pecado que habría cometido si lo que digo en la primera parte de este texto fuera correcto (que tal vez lo sea; quién sabe, nunca podré probarlo): arrodillarse ante la mirada de los otros, ceder ante el público.
La publicidad hace esto todo el tiempo, y a nadie le llama la atención. Por supuesto, esta debe ser una de las razones por las cuales difiere tanto del arte. Y eso, más allá del refinamiento y la altura estética que puedan llegar a alcanzar sus elaboraciones. La mirada de los otros no sólo está presente en la publicidad, sino que es su misma razón de ser: no existiría si no hubiera antes la voluntad de hacer que determinado segmento del público vea con más simpatía un producto, servicio o idea determinados. No es que no exista la creatividad en la publicidad -por el contrario, muchas veces de lo que se trata es de crear un público, y supongo que eso debe exigir un trabajo creativo elevado-, sino que no hay detrás de ella, en el sentido de “decir aquellas cosas que se quieren decir de la forma en que se quieren decir”.
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Tal vez el ejemplo más acabado de este pacto con el público sean las publicidades que usan el fútbol. Se trata, generalmente, de piezas que buscan vender productos masivos -yerba mate, refrescos, cerveza, créditos onerosos- a un público amplio y poco segmentado, y usan el fútbol, justamente, por su amplitud, porque es una práctica que disfruta tanto el que cobra un salario mínimo como el que tiene la plata en Panamá. Sin embargo, salvo cuando hay Mundial, Copa América o alguna otra competencia que vuelva redituable colgarse de las selecciones nacionales, este tipo de publicidad se encuentra con un problema insoluble: no puede usar, sin ofender a nadie, aquello que da sentido al fútbol, la pasión por la camiseta. Los publicistas que producen para los entretiempos de partidos de la Copa Libertadores la deben pasar mal buscando combinaciones de colores que no remitan a ningún equipo de América. De ahí que nos muestren tribunas o bares abarrotados por apasionados hinchas con camisetas de color verde y naranja, celeste y rosado, o cualquier otra combinación que no signifique nada y que no corra riesgo de ofender al público futbolero, esa especie animal tan susceptible.
Y de todo esto, supongo, debe derivar el famoso lugar común del publicista frustrado. He leído por ahí que Onetti fue creativo publicitario e incluso una de las dos novelas suyas que arranqué estaba protagonizada por un escritor que se ganaba el pan haciendo avisos para vender pasta de dientes y cosas así. En Mad Men pasa algo parecido: salvo Don Draper, todos los protoyuppies de la agencia son, en el fondo, escritores frustrados, tipos que quisieran ser Jack Kerouac, Truman Capote o J. D. Salinger, pero que no son tan buenos como ellos, o que no pueden evitar escribir como creen que debería escribir un escritor y por eso no les sale, o que podrían lograrlo si se conectaran más con sus deseos en vez de integrarse tempranamente al mundo pequebú de un matrimonio tan obligatorio como sus infidelidades (voy por la tercera temporada, supongo que más adelante se los tragara el espíritu sesentista).
El correctivo que al comportamiento impone la mirada de los otros no sería mayor problema si solo fuera asunto de aquellas personas con pretensiones artísticas. Eso no sería mayor problema, salvo cuando afecta la vida, que es la única pieza artística a la que la mayoría de nosotros, pobres mortales, podemos aspirar. Una vez, un amigo me contó una anécdota que resume ese problema: un día estaba en clase, en quinto o sexto de liceo, cuando -y sin que nada en particular viniera a cuento- comenzó a sentir en el cuerpo la observación punzante de todos aquellos que lo rodeaban. Entonces se levantó del asiento y gritó: “¡No me miren! ¡No me miren más!”. Ese día, además de poner en tela de juicio su salud mental, conceptualicé el síndrome del “no me miren”, que es aquella afección psicológica por la que las personas creemos que todos los actos de nuestra vida están siendo permanentemente escudriñados por aquellos que nos rodean, cuando en realidad es mucho más lógico pensar -y así sucede efectivamente, creo- que a la mayoría de ellas le chupa un reverendo testículo nuestro comportamiento, nuestros éxitos y fracasos, nuestras glorias y vergüenzas. Porque además, muchacho, aquello que te venden es aquello que no podés controlar.