La libre asociación y mi libre albedrío, casi sin filtro, van forjando eslabones que me conectan con gente, pueblos y situaciones que no sabía que serían para mí una nueva estación de la vida, donde uno baja sin saber que va a quedarse para siempre. Esta vez el link, el eslabón de esta cadena que me atará para siempre a Pueblo Porvenir, fue, además del fútbol, de la pelota, de una camiseta, de un sueño nunca escondido, una fecha: 23 de julio. Ellos -y creo que no exagero si en el pronombre de tercera persona del plural enlazo a medio pueblo- y yo recordaremos por siempre y para siempre nuestro 23 de julio.
Tiene que ver con Uruguay, claro. Con los sueños, con la esperanza. Con lo que uno aprende antes del aprestamiento inicial. Con lo que uno sueña despierto antes de entrar a jardinera y, si no exagero -aunque es probable que lo haga-, con uno de los primeros hitos del juego simbólico por estos pagos, en los que el patriarcado nos ha ofrecido como rito de iniciación la felicidad por medio del fútbol y se lo ha escondido cruelmente a niñas y mujeres, que recién desde hace algunas décadas han podido expresarse corriendo detrás de una pelota de fútbol.
Esto no requiere enunciados filosóficos ni libros de autoayuda. Cualquiera de nosotros -y refiero muy particularmente a los niños criados en Uruguay- decodifica, recuerda, ansía volver a una temprana tarde cualquiera, con perladas gotas de sudor que empapan el jopo o el cerquillo, correr desesperadamente detrás de esa cosa esférica, llegar con la puntita del champión, saltar contra el otro, calzarla de lleno aunque el patio de las pelotas perdidas se siga llenando, correr en loca carrera de alegría a abrazar al niño que marcó el 7-7 y, finalmente, ganar esa copa del mundo que cada día, desde los ingleses locos para acá, se juega en forma simultánea en las veredas, campos, parques, plazas, calles, canchas y estadios de Uruguay. Ese éxtasis se logra sólo con la victoria, es cierto, pero se siente aun si los derrotados -ese conjunto dispar de niños, muchachos, jóvenes, hombres y veteranos- lo fueron en la cancha pero no en su ilusión de volver a soñar con que mañana, o quizá dentro de un rato, habrá otra final del mundo. Otro sueño que no es otro que el que nos legaron los del fútbol de 1912, los olímpicos, los mundialistas, los campeones y no campeones de América; los que cada día de su vida -absolutamente explícito o soterrado debajo de mil formas, escudos y no puedo- sueñan con ser parte de esa expedición futbolística de su país, pueblo, agrupación de barrio, escuela, liceo o grupo de amigos que sueñen con llegar a ese puerto de los sueños donde está amarrada esa victoria final.
¿Quién sos que la radio no te nombra?
Pueblo Porvenir que no es la ciudad de Paysandú, sino un pago del departamento homónimo. Sus vecinos -pocos, muy pocos, pero buenos- y su club -el único que compite y el receptor final futbolístico de sus 1.500 habitantes- han llegado, por efecto de la bendición de la competencia deportiva libre y democrática, a consagrarse como los mejores de su ámbito, han recibido la gloria de ser los mejores de su país, los mejores de lo mejor que podían disputar. Los mejores de su mejor campeonato del mundo, que es más que su mundo, que atraviesa largamente las 18 hectáreas que conformaron su damero inicial antes de que José Batlle y Ordóñez le diera el reconocimiento oficial de pueblo, allá por 1903, mucho más que los 15 kilómetros que lo separan de su hermana poderosa y altiva Paysandú. Fue el 23 de julio de 2016, muchísimos años después de haber tenido por primera vez un nombre y una camiseta, allá entre las quintas, la Avenida de la Colonia, la calle 18 de Julio y el club -sí el 18, el que se fundó ese día pero de 1924, apenas unos meses después de que el Terrible Nasazzi y sus compañeros inventaran en Colombes la vuelta olímpica y nos legaran a todos sus connacionales por venir el derecho a soñar con la gloria mediante el fútbol-, que el equipo del pueblo se convirtió no sólo en el mejor del pueblo y de todos los pueblos, sino en el mejor de Uruguay, al consagrarse campeón de la Copa Nacional de Clubes.
No llego -o no quiero llegar, para no enredarme en los laberintos de la mente- a revisar de dónde surge, a nivel consciente o inconsciente, esa pulsión de juego. La de construir y deconstruir cada día, desde que uno no sabe contar los días, el sueño de sentir la plenitud jugando y pensando que un día será posible transmutar el juego simbólico en un pedazo de realidad que, encuadrada en una foto junto a otros exultantes compañeros, revelará aquello que nunca en la vida nos podrán quitar: ser campeones.
Julio ganador
Fue un 23 de julio que ellos y yo nos conectamos con ese día inolvidable, con esa sensación inconmensurable e intransferible de alcanzar el sueño al que nos indujeron nuestros tempranos evangelizadores del juego, en su pacífica cruzada por brindarnos una buena pegada, un primario cabezazo, un trancazo firme. Hasta el sábado no me había percatado de que esa fecha nos uniría en el recuerdo íntimo, pero sabía, sin saberlo, de los vasos comunicantes que teníamos por medio de ellos, los evangelizadores tempranos que suelen ser padres, tíos, abuelos, hermanos, padrinos, vecinos -y sueño con que ahora también sean madres, tías, hermanas, vecinas y abuelas-, que delicadamente toman la pantorrilla del niño o niña con su mano derecha y, con el cuidado de quien toma un molde en yeso, generan un torque cuidadoso hasta que el empeine del piecito tome contacto con la pelota. El ensayo se repite de distintas formas y se va acompañando con más información, conforme el aprestamiento del niño o niña va estableciendo la praxis en algo tan natural y cotidiano como, años después, le resultará hinchar un mate, saber apretar el termo entre el antebrazo y las costillas, gritar “¡Uruguay, nomá!”. Seguro que vendrán más cosas. Tíos con camisetas, abuelos con pelotas de cuero, padrinos con revistas y, claro, juegos y jueguitos. Pero la esencia está en aquel bautismo de niño y pelota que nos marcará para toda la vida, tal como nos marcaron aquellos hombres y mujeres que nos enseñaron cómo se procede y se sueña cuando uno se pone esa camiseta.
Ladrillo tras ladrillo
¿Puede soñar con ser el mejor un club de un perdido pueblito, que jugaba en una aun más perdida liga de otros perdidos pueblos, que no se pudo sostener y desapareció, de manera tal que debió ir a parar a los andurriales del fútbol de la capital departamental, Paysandú, y empezar de abajo, mal visto y sin el apoyo de nadie, más allá de aquellos 100 o 200 vecinos? ¿Puede creer que la gloria es posible? Sí, puede. Sí, claro que sí. Y entonces los Ayende, metafórica y literalmente, pusieron un ladrillo arriba del otro para seguir escalando, y en esta cortísima historia en el fútbol grande de Paysandú y en la Organización del Fútbol del Interior, lograron primero el ascenso a la A, después obtuvieron títulos en la A sanducera, se clasificaron a la Copa Nacional de Clubes, llegaron a instancias de definición, y después de cada tropiezo siguieron soñando. Y esta temporada, los otros días, el 23 de julio, conquistaron su propia gloria, la de un pueblito de menos de 1.500 habitantes que se consagró como el mejor, y desembocaron en la vuelta olímpica de la vida, en esos minutos, horas, sensaciones inigualables, que quedarán impresas de manera imperecedera en cada uno de aquellos gauchos atletas, quinteros delanteros, albañiles defensas, ladrilleros mediocampistas de 18 de Julio de Porvenir.
Yo sé que es así. Lo sé porque no hay minuto que me mueva el recuerdo de mi 23 de julio, que fue el de 1995. Cuando mi batería de sueños criados desde antes de la plasticina parecía terminada, definitivamente desechada en cuanto al fútbol, a la celeste, ocurrió el milagro. Aquella tarde, como si fuese un sueño de La isla de la fantasía, terminé dando la vuelta olímpica con la celeste, con una medalla dorada en el pecho, junto a mis héroes de las tres y media de la tarde. Parecía que no, pero nunca había renunciado a aquel sueño perdido de tener la celeste tatuada en el pecho y buscar esa, aquella gloria, la de la competencia, la de querer. Ya hacía años que no jugaba en una cancha, pero seguía haciéndolo con una máquina de escribir o con un micrófono. La lucha del Círculo de Periodistas Deportivos del Uruguay había dado sus frutos para que se proveyera, por primera vez en su historia, un cargo de jefe de Prensa de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Me presenté y fui, porque ellos me hicieron parte de aquel plantel que levantó la Copa América aquel año. Ese soleado 23 de julio, me desperté con la celeste al lado, soñando lo mismo que soñaron los 18 que estuvieron en el formulario el sábado en Florida, cuando 18 de Julio de Porvenir venció en los penales a Nacional de Florida después de dos empates sin goles en los partidos finales; lo mismo que seguramente haya soñado buena parte de los 599 hombres y 560 mujeres que viven en Porvenir. Aquellas camisetas lavadas a mano en el piletón hasta por el propio presidente, el ex jugador y siempre soñador de 18 de Julio Nilson Ayende, aún no olían a gloria, pero su perfume anticipaba lo sublime e inolvidable de llegar a lo más lejos y lo más lindo que uno pueda soñar.
Es inimaginable, casi increíble, pero real, vigente y estremecedor presenciar cómo un club de pueblo de apenas 1.500 vecinos, sin ningún jeque que lo gerencie y traiga jugadores y equipos, con un batallón de soñadores que empujan y cargan carretillas de ladrillos para atravesar el día a día, puede, en virtud de su esfuerzo, sus habilidades, su estrategia, sus ganas y, fundamentalmente, por la vibración que les permite creer y soñar con aquello que aprendimos de chiquitos, levantarse enhiesto entre gigantes y lograr lo impensado pero soñado. Ellos, yo, nosotros, ustedes, sabemos que cada una de nuestras finales del mundo no siempre terminan como queremos, pero sí que queremos que terminen como hoy, ayer y mañana, cuando las volveremos a soñar.
Salucita, campeones.