Siempre me asombró cómo a partir de ciertas categorías o clasificaciones, las personas, de pronto, son convertidas en otra cosa. Un niño, un imberbe; un jubilado, un viejito. Para el primero, una laptop; para el segundo una tablet. Una ilusión de realidad o de democracia compensatoria y comprada con un convencimiento sordo acerca de su carácter de integración universal.
Todos sabemos de jubilados que van y toman la tablet porque sí, porque de arriba, un rayo. Miles se las dan a los nietos para que jueguen o dejen de hacerles preguntas que ya no tienen ganas de contestar, porque descubrieron que miles no tienen respuestas y que vamos a andar por la vida como un trompo maníaco tras los grandes asuntos que, de tan grandes, se pierden en su destino.
Entonces, ¡sí, mijito, llévese la tablet y cuídela, que el abuelo se la está regalando a usted, que la va a aprovechar mejor! Y el viejito que, como tantos de nosotros, no quiere aplicaciones para bajar, iPhone número no sé cuánto, todo al alcance de un botón para el nuevo alfabetismo ilustrado. Muchos prefieren el antiguo tête à tête, ya sea para llamar un taxi, informarse sobre un trámite, repreguntar. No estoy defendiendo la burocracia ni rechazando algunas soluciones rápidas que habilitan las tecnologías; sólo digo que no todo el mundo quiere entrar en ese teclado táctil de la vida, o que sencillamente parece idiota decirle a un abuelo -otra forma de la condescendencia: llamarlos nuestros abuelos y condenarlos al ostracismo, a pesar de que pueden ser más vigorosos y tener aptitudes más valiosas que cualquier joven esnob de 30 años perfectamente integrado- que se aggiorne y que así será más feliz, que su vida será más práctica, que el mundo ancho y lejano lo espera tras la luminosa pantalla, mientras el hombre o la mujer en cuestión espera un taxi, por ejemplo, que nunca llegará al barrio donde vive, porque no hay tablet ni aplicación bajada que compense la marginación o el estigma territorial. No sé en qué cabeza cabe esa forma de la universalidad, ese método supuestamente democratizante. El asunto sigue siendo de clase, una palabra que a los tecnócratas progres les resulta demodée -o, más bien, les conviene eliminar de su diccionario (¡delete, delete!)-; a los estetas del lenguaje, un esperpento o antigualla; a los integrados o subidos al carro (a los miles de autos vendidos en la última década), un exceso de evocación guerrillera; a los cerca de 120.000 jubilados que pasarán a cobrar 8.967,50 pesos uruguayos en lugar de los 8.767,50 que percibían en sus offshore del Banco de Previsión Social (BPS), carne viva, razonada o no.
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Parece extraño, pero resulta difícil acceder a los números que cierran la ecuación. ¿Cuántas franjas hay dentro de esos 435.625 jubilados? Más claro: ¿cuántos cobran tanto, y cuántos otro tanto? Recurro a Ignacio Pardo, sociólogo amigo de la casa y de Decirlo todo, y en cuestión de una hora me envía la lectura del Boletín Estadístico 2015 del BPS, que discierne datos de 2014. Grosso modo: 6% cobraba 45.780 pesos o más; las dos terceras partes, 20.000 o menos; la cuarta parte, menos de 10.000. El promedio era de 14.609,59. Ahora hay unos miles de jubilados más que en aquel momento, pero la ecuación, las franjas y el análisis que arrojan las nuevas cifras no se modifican sustancialmente.
De todas formas, y más allá de mil datos, no hay que ser una luminaria para ver el estado de situación de esos miles que apostaron y confiaron en un sistema (y hablo de este, el de previsión social) que finalmente les estafa la vida. Pero también habría que ver en ese 6% de la franja más alta cuántos y cuánta plata significa “o más”. Ahí es donde siempre está el gato encerrado.
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Se han escuchado dos expresiones valientes o rabiosas: “Es una tomadura de pelo”, dijeron desde la Organización Nacional de Asociaciones de Jubilados y Pensionistas del Uruguay; y “¡200 pesos!”, seguida de todos los epítetos imaginables cuando los uruguayos nos lanzamos a maldecir.
Sigamos haciendo cuentas y veamos cómo hacemos ahora para explicarles a esos viejos, bien desconfiados y con más sabiduría que el fugaz o férreo entusiasmo que algunos mantuvimos hace unos años cuando nos decían: “Son todos iguales”. Y nosotros: “Por tus hijos, por tus nietos”. Qué vergüenza me invade. Porque, más allá de la indignación o la “tomadura de pelo” y el cobro al grito de “¡200 pesos!”, se nos debería caer la cara (y todas las máscaras) por la insensatez. Por la limosna. Por el quilo y 100 gramos de carne de cerdo que hoy compré y me salió exactamente eso, ¡200 pesos!
¿No es preferible callar, no dar aumento alguno, salir a decir que estamos hasta la manija de nuevo, en vez de otorgar una humillante dádiva? Está bien, capaz que antes que nada, es algo. 200 dividido 31: 6,45 pesos por día. No sé qué se compra con eso. Sí, dos caramelos para los nietos o para sí mismos, como para engañar el estómago. “¡Qué hijos de puta! ¿Saben estos la cantidad de viejitos [se refería a ancianos longevos] que se acuestan con una taza de leche en el estómago?”, le escuché decir en estos días a alguien a quien alguna vez traté de convencer (no sé si lo logré) de que votara al Frente Amplio. Y más allá de partidos, pienso en el descaro y la desvergüenza como una forma de práctica política instalada. Y en que, claro está, bajo este sistema y paradigma casi nada se puede. Pero ¿nada se puede? No podemos ir por áreas y ver las formas, otra vez -tenemos que volver a ciertos orígenes, parece-, de la distribución. ¿No podrían los jubilados de privilegio sostener algo el pan de los hambrientos? ¿No podemos hablar, como hasta hace una década y con programa político incluido, de la redistribución de la riqueza? ¿No se debería tocar acá y allá, volver a barajar y dar de nuevo? ¿Las monstruosas inversiones nos abandonarán? ¿Va a venir una dictadura apuntalada por las clases dominantes? Y de paso, ¿qué estamos esperando para eliminar el Ejército?
Digámoslo claro: es una cuestión de clase. Y de sensibilidad. Parece que las clases medias dominantes realmente no saben (o los que supieron vivirla lo olvidaron) lo que es contar tres monedas, tener la soga al cuello, ganar tres pesos y pensar cada día cómo guardarse uno para el día siguiente; no saben de eso que se llama angustia económica y que produce tristeza y depresión. ¿Sabemos de la cantidad de jubilados depresivos que hay en el país y que engrosan la lista avasallante de la depresión?
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Por suerte, no estoy hablando de mí. Por carácter, ideología o enviones de la vida, no sé si llego a los cinco o seis años de cotización al sistema jubilatorio. Nunca aguanté un trabajo más de seis meses si me angustiaba, un jefe que me odiara, un encierro de diez horas. Esa vida me ha dado libertad, sí, y el alivio (o la irresponsabilidad) de no pensar en jubilarme, muchos años de arroz y pensiones, otros de prosperidad, y un futuro ciertamente incierto. No me importa. No voy a llorar sobre la leche derramada. Pero yo hice ese pacto conmigo, con la vida. Quizá mañana me convierta en CEO o en linyera. Quién sabe. Otros, miles, hicieron otro pacto. Y son estafados doblemente: por el sistema que les dice que aguanten y ya vayan preparando su muerte en paz (coman lo que puedan y sonrían, malditos viejos amargos), y por quienes desvergonzadamente les dicen que tendrán 6,45 pesos más por día para vivir.
Recurramos a una cara. O a un relato: la cara de uno de los nuestros, mirándonos fijo, con ojos resignados y acuosos, y aquel de El coronel no tiene quien le escriba, la novela de Gabriel García Márquez. El coronel, todos lo sabemos, espera una jubilación desde hace años y cada día. Ya sobre el final de su vida y la de su compañera, sin noticias y asumiendo una espera inútil, ella le pregunta: “¿Y ahora qué comeremos?”. Y el coronel: “Comeremos mierda”.