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Foto: Iván Franco (archivo, marzo de 2016)

Declaraciones y después

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No es ninguna novedad que nuestras prácticas y discursos pocas veces (escasas, diría) coinciden, se hacen carne en uno, copulan y, de forma gourmet, son el perfecto maridaje. Decimos, protestamos, interpelamos, disputamos los discursos y luego, bueno, la vida, que tritura en pedazos toda elocuencia, oratoria, deber ser, coherencia. Esa palabra, coherencia, también hace años me tiene a mal traer, y me resulta tan petulante como el dictamen de un juez que se ajusta a la ley y desconoce la fisura que los humanos inevitablemente tajeamos en los papeles muertos pero que siguen operando en nuestras vidas. Nos llevan a la cárcel (pienso en los miles de encarcelados sin sentencia, por ejemplo); nos desarman toda teoría angelical de izquierda cuando cagamos a otro (en mínimas acciones); no nos hacen más femeninos, izquierdosos o humanos cuando “la pancarta por las mujeres”, “el desarrollo y que crezca la torta”, el niño, el medioambiente y la comida envuelta en mil plásticos. Apenas unas -irrefutables- de las miles de acciones que dejamos de lado, porque hay que hablar y decir férreamente y, porque, bueno, todo no se puede, y si estuviésemos en todo, nos volveríamos locos o no podríamos trabajar y casi ni movernos por la demanda de conductas de izquierda (al cotidiano me refiero, a las prácticas). Se parecería a un gran galpón lleno de ex novios o concubinos celosos que gritan sin parar, intentando pasar factura de todo lo que no hicimos, de todas nuestras deudas.

Ya sabemos que la izquierda mucha veces es apostólica y romana, es decir, generadora de culpas; inquiere con una virulencia discursiva que ni el más dios de los dioses-humanos puede responder.

Y mientras tanto, creo yo, nos volvemos locos o nos perdemos entre enciclopedias.

La derecha la tiene clara, fácil: casi todo está de su lado, y sus dioses, encarnados en seres y poderes que funcionan solos y corporaciones que nos rodean o cercan, casi no tienen que hablar.

Una gran inquietud que a muchos aqueja: ¿por qué casi desaparecieron en Uruguay los intectuales de derecha? ¿Por qué no corren ríos de tinta de ese lado del mostrador, más allá de alguna editorial tosca? Porque la derecha (digamos mercado, capitalismo, ningún interés por el otro) no los precisa.

La máquina, el rizoma deleuziano aplicado al revés (no al escape o la fisura, sino al funcionamiento), anda perfecta: las ratas en el sistema (es una metáfora de Deleuze) se escapan permanentemente de nuestra captura; en su ecosistema, que es el de todos, no necesitan más que respirar. Todo el trabajo ya está hecho. Y nosotros (yo, ahora) escribimos, disertamos, discutimos, andamos tras el discurso como si persiguiésemos al amor romántico que algún día se murió en nuestros brazos.

No estoy diciendo con esto que dejemos de pensar y especular y darles vuelta a todos los asuntos y que salgamos a hacer (¿a hacer qué?), ni adscribiendo a la teoría de ataque al viru-viru que intentó instalar José Mujica contra los intelectuales. Pero sí que estamos atrapados.

Es cierto, existe la famosa teoría del derrame, del contagio, afectaciones impensadas que no sólo quedan en nuestros circuitos. Yo lo viví y no puedo desprenderme de la sensación: escribí hace unos meses sobre unas prostitutas de boliche (en verdad, un prostíbulo al que a veces me voy a tomar algo) y sus vidas, inquietudes, ambiente, hijos, clientes, y luego, nobleza obligaba, fui con el artículo -con miedo al desprecio o a haberle errado en todo- y ellas lo leyeron ahí y lo colgaron en sus cuentas de Facebook, y dos se los pasaron a sus hijos y hasta se los leyeron a algunos clientes (no todos van a satisfacer el impulso o lo que sea y se van corriendo; algunos también van a jugar un pool, a tomar una cerveza luego de una rutina atroz, a ser escuchados por otras mujeres. Y de paso, ellas también conversan y también se dicen).

¿Cómo llegué a las prostitutas? ¿Por ego, para decir que me leen las putas? No: por eso de que a veces sucede que no todo es entre nosotros. Pero la mayoría de las veces sí. Y que es cierto -vuelvo, voy y vengo: “¿Me contradigo? / muy bien / Me contradigo / (soy inmenso / contengo multitudes)”, escribió Whitman-: andamos entre luces y tinieblas, y no, no somos perfectamente sólidos, inapelables, de construcciones que no se vienen abajo. Todo lo contrario: vivimos viniéndonos abajo, y cuando la cara da contra el piso, otra vez el lenguaje, la arquitectura que nos conforma, aquella canción de Chico Buarque que nos pone frente al obrero que construye y a la construcción de nuestro espíritu.

◆ ◆ ◆

Nada más terrible, pienso hace años, que aquel que dice con orgullo, desafiante: “Yo soy coherente. Siempre pensé igual”. Y apela a 40 años o a esos 20 que supuestamente no son nada, para enrostrarte una ética inclaudicable que, en verdad, la mayoría de las veces es un decir de bloque que se deshace entre las manos. No, no pienso igual después de Cuba, de mayo del 68, de la dictadura nuestra, de este tercer gobierno progresista. Y esto no es para que nos aliviemos o digamos que hacemos lo que podemos y ya basta de tanta exigencia, sino para aceptar que devenimos discursos de mierda (por apocalípticos o por integrados) mientras comemos transgénicos y vociferamos la virtud de la huerta, y lo escribimos, lo decimos en la mesa de un bar, lo posteamos, y dormimos.

Por qué siempre, o casi siempre, digo críticamente de una cultura de izquierda o -ciertamente- apenas progresista, me preguntan muchos, que ve más próspero (qué palabra cara) seguir acusando a la derecha y todas sus máscaras. Porque me resulta más difícil. Y porque decir “derecha-caca” me produce un bostezo universal. Porque debemos interpelarnos, molestarnos, incomodarnos, para no quedar atornillados en los discursos del que sólo nombrando ya se disculpa y siente el mantra existencial. La fórmula que conozco sería sencilla: interpelo a mis pares para interpelarme a mí. ¿Quién me va a leer, si no? ¿A quién más escribirles que a los apocalípticos y desilusionados, o integrados y que parece que acarician la utopía -casi masturbatoria-? ¿A quién voy a apuntar? ¿Le voy a decir algo al dueño de una cadena de supermercados? Esas sí son palabras tiradas al viento o a la basura. Entonces, volvamos al principio: ¿qué hacemos cada día (más allá de mi reivindicación rabiosa en contra de la postura del viru-viru y la técnica aplicada, deshumanizada) para que nuestras palabras se encuentren con las cosas, nuestras cosas? ¿Nuestras cosas? No, nuestras prácticas.

El eterno dilema, el eterno retorno, la pregunta esquiva. Y nosotros ahí, en el medio, disputándole palabras a la vida (y poniéndoselas); marchando, a veces por hábito; comprando por compulsión y carísimo (sí, los anticonsumo); quejándonos de lo que comemos, y luego todos los transgénicos en la mesa; y qué brutalidad el costo de vida, y bueno, me tomo una garomba; qué tremenda la pobreza cultural, y bueno, me leo otro libro que me la explique aun más; qué horror las calles, Montevideo abandonada, todo lo que está definitivamente mal, y vuelvo a mi Teoría de la Silla Playera: me tomo un mate, un termo entero y qué va a hacer. Nada. Las palabras están disociadas de las cosas. Lloramos en el cuartito, porque de melancolía compartida también ya estamos hastiados. Y miramos para adelante y para atrás, porque el presente, en esta isla extraña, es infinito y no da el brazo a torcer. Quizá la bajada a tierra para decir de forma diáfana lo que quiero decir sea una pregunta muy simple: ¿qué hice hoy para que algo -mínimo- entre lo que digo y lo que hago se encuentren, tengan algo que ver o hagan un minuto de simbiosis? Vieja y putísima pregunta.

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