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Foto: Miguel Schincariol, AFP

La marea

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I. El disco mostraba la cabeza de Vinicius y Toquinho de perfil. Recuerdo el efecto tangible al pasar la yema de los dedos sobre el cuello del poeta del whisky eterno, en relieve sobre el cartón. El fondo de la tapa era blanco, celeste, con un mar de viento y un cielo azul. En mi casa se escuchaba “Um pouco de ilusão”, bagayeado por mi madre desde la Barra do Quaraí. Brasil daba vueltas en el tocadiscos y ellos me hacían bailar en brazos: “Ando escravo da alegria, hoje em dia, minha gente, isso não é normal”. La luz oscilaba sobre nuestras cabezas, en improvisada danza de piernas demasiado rioplatenses para esa cadencia. De la misma época es la palabra “censura”, escuchada de boca de mi padre, cuando alguna vez dijo que los milicos controlaban todo, y que podían escucharnos. O quizá la palabra, compleja para mis casi tres años, vino después, asociándose al recuerdo como una garrapata gorda. Lo cierto es que, en aquel momento, traté de imaginar cómo sería que nos escuchaban: si a través de las paredes o con la antena roja que había al lado del Faro. Era un miedo impreciso. Bailábamos. Alguien escuchaba. 1984 en un balneario perdido de la costa atlántica.

II. La marea de la última luna llena inundó la isla, literalmente. Esta porción de Brasil no es un Río de Janeiro estilizado por el arte de las asociaciones musicales. Es más bien un balneario grande, separado por estratégicos metros del continente americano, con extensas áreas inundables y favelas que la postal pretende esconder. Fotos del siglo pasado muestran mar donde hoy la especulación inmobiliaria ha levantado moles de concreto con brillo y superficies pulidas. O donde las casas de madera llegaron antes, sobre palafitos.

Los embotellamientos se extendían por kilómetros. Alguien mandó un mensaje. Es la marea, decía. ¿El mar?, pensé con miedo. La fila interminable de autos no se movía. En los edificios, las personas se asomaban para ver la imagen estática. Miré hacia un costado. Una mujer cavaba una zanja en la puerta de su casa. Tenía el jardín entero inundado, el agua estancada, que no quería irse a pesar de estar a pocos metros del mar. Me devolvió la mirada con cara de desconsuelo. Imaginé la cocina llena de azulejos escurriendo humedad allá adentro, los electrodomésticos con la obligatoria carpeta bordada arriba. Visualicé el sofá de chenille, las eternamente prendidas luces fluorescentes. Por la ventana, alcancé a ver la televisión muda a la distancia, con la omnipresente Globo, la imagen de Temer en vez de la cobertura de las manifestaciones contra el golpe, que faltan en esa versión de la historia. Era como si todo se hubiera detenido y en realidad estuviera por llegar algo más que el mar inflado, mientras la luna se empezaba a ver atrás de los morros.

III. El muchacho gesticulaba con violencia. Había acabado de decir, en plena clase, que quería hacer el trabajo final de la materia sobre “las lecturas tendenciosas de esa bosta de Paulo Freire”. El grupo se movió incómodo. La cadena de insultos no paró ahí, sino que se extendió en una larga puteada sobre la falta de disciplina y la necesidad de poner a todo el mundo en el carril de nuevo. Afuera llovía despacio. Era yo, pero como vista de afuera, quien hablaba ahora de los límites necesarios para el diálogo, del pacto inevitable para la clase. “Acá adentro es así, y si no te gusta, te podés ir”, dijo mi boca entonces. El tipo me miró con rabia y tardó en aquietarse. Me dio tiempo para decirle que no sólo era vigente Freire, sino otros tantos que debíamos leer de verdad. Leer, de verdad, le repetí. Comunistinha, como todos acá adentro, debe de haber pensado él. Mantuve la voz firme, respaldada por una universidad que no está inmersa del todo en la ola conservadora. Un edificio que resiste al embate de un tsunami que surgió de pronto, pero cuya energía estuvo siempre ahí. Una ola que arrasa, buscando normalizar familia, disciplina, género, raza, historia. El agua avanza y devora cosas extraordinarias que se lograron en la última década, y lo hace con una rapidez que la rabia y la tristeza no logran detener. Una amiga, tomando café después de clase, me preguntó si no tuve miedo. ¿Miedo de qué?, retruqué, ingenua tal vez.

IV. Con un clic, paso las fotos que muestran el agua ocupando grandes extensiones de tierra. Aquella agua es dulce, y subió sin que todo el mundo quisiera, dicen los pocos periodistas que hablan del asunto. Miro las fotos de nuevo y trato de imaginar cómo será perder la casa, el barrio, el mundo, tragado por una represa. Una de las imágenes muestra un ser humano minúsculo caminando por la inmensidad de un paisaje desolado. Belomonte, nombre grandioso. Estos mismos periodistas piden ayuda para llevar especialistas en salud mental a aquel fin del mundo. Hoy en el almuerzo hablábamos de eso, en el buffet de la universidad. Que Temer, que los recortes en la educación, que la reforma política, que los indios que ahora van a estar más a gamba todavía, que los desplazados, que esto no es nuevo, que leyeron a Eliane Brum cuando dice que la fosa se cavó en Belomonte, que después de las elecciones municipales van a perder el bozal estos tipos, que Uruguay no es tan bueno como parece de lejos, en serio, aunque no me crean. Pero, de pronto, me di cuenta del cambio de voz alta al susurro en las bocas de nuestra mesa, como si algo malo hubiera sido dicho. Mantuve el volumen alto, pero ya nadie acompañaba. Alrededor, estudiantes, sí, estudiantes, nos miraban de reojo. Ojos sesgados que desaprobaban. La marea nos alcanzaba, discretamente.

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