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La (contra)revolución será televisada

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Es enero de un año que impresiona nombrar, y lo que todos creíamos un mal sueño que acabaría con una interrupción aún no visible se hace realidad. Donald Trump asume la presidencia de Estados Unidos. Nada pudo detenerlo, pero horas después tienen lugar manifestaciones que señalan que el fin del adormecimiento puede estar llegando.

A diferencia de la de otros líderes de extrema derecha, la retórica oratoria de Trump es la de un ejecutivo que acaba de pasar unas horas en el spa tras un agitado día de negocios. Lo más detestable de verlo es cómo a su fascismo, ahora lleno de poder político, le corresponde un tonus muscular bajo, una desidia oratoria, una sensualidad de macho dominante que sabe de su privilegio y no gasta un gramo de energía en demostrar su fuerza. Es la impavidez del empresario que sabe que incluso en caso de fracaso económico los costos los pagarán otros; sus manos son las de quien actúa como si no tuviera nada que esconder.

Ahí está el presidente. Su forma de decir que transferirá el poder al pueblo no es -a diferencia del estilo de los líderes populistas- enérgica e instigadora, sino llena de odio, resentimiento y calma. La reiteración de las palabras “our” y “us” me hace repasar mentalmente las lecturas sobre política impersonal, cuya relación con el presente quizá hasta hace unos meses no había logrado entender. La tensión de Trump es la de un empresario que hará política mientras se masturba, recibe un masaje o se toma una raya sobre su escritorio. No cuesta imaginarse que haga todo a la vez y que incluso se excite llamando a Vladimir Putin. Sin embargo, algo suena conocido. Nuestros ojos no estarían preparados para asistir a su asunción y su discurso inaugural si no hubieran sido educados por los reality shows, por House of Cards, Black Mirror, The Apprentice, la caída de las Torres Gemelas y la historia de un poder que se abre paso a fuerza de penes y dinero.

Esto no es excepción americana. Nuestra defensa contra la atrocidad del mundo ha sido montar un consumo entre impávido e irónico que nos permite ver ya cualquier cosa tranquilamente desde el living de casa. Conmoverse no es productivo. El espectáculo de esa tarde no consiste en un presidente interpretado por un actor, sino en lo contrario. La vieja búsqueda de la fusión entre arte y vida es sustituida por la fusión total entre espectáculo y política. Por favor, enciendan sus celulares.

La distancia entre las palabras y las cosas no es tan grande como parece en el mundo del simulacro; hay cierta relación de isomorfismo y dislocación a la vez. Para entender a Trump y a la política de hoy (también a nuestras posibilidades de acción política) necesitamos usar marcos de análisis teatrales, técnicas actorales, volver a Guy Debord, a Jean Baudrillard, a Tadeusz Kantor y a Jerzy Grotowski. Y si la política va a ser espectacular y el poder, mediático, quizás tengamos que cambiar nuestros queridos marcos teóricos sobre la performatividad de la política por la organización de performances, por hacer teatros pobres, teatros del oprimido, por cambiar el reparto de actoras, por espectarnos emancipadas.

Esto no es una exención americana. Si analizamos la dramaturgia política contemporánea debemos reconocer que estamos unos píxeles más allá de la estrategia realista. Sin embargo, este hiperrealismo o ficción es nuestra realidad. Y “realismo” aquí es análogo a la perspectiva del depresivo que cree que cualquier optimismo es una ilusión peligrosa. Así lo dijo Mark Fisher, que se suicidó hace algunos días. El capitalismo es una potencialidad oscura que ha engualichado todos los sistemas sociales previos.

Dice Fisher que la distancia irónica propia del capitalismo posmoderno busca inmunizarnos contra la seducción del fanatismo: bajar nuestras expectativas es un bajo precio a pagar a cambio de ser protegidos del terror y del totalitarismo.* Pero el precio es en realidad demasiado alto y los terroristas no sólo están en casa: son el en casa. Y tienen a cargo el homeland security.

Así como durante sus discursos las manos de Adolf Hitler buscaban precisión, las manos de Donald buscan confundirnos. Como buen conductor televisivo, especulador y negociante, Trump sabe generar expectativas, y su as en la manga es nuestro miedo a su imprevisibilidad. Bajo su transparencia ficticia encarna un capitalismo racista y fascista que, sin embargo, habla de nacionalismo, pueblo y libertad. Trump no sólo quiere make America great, sino make it again. Pero ¿a qué pasado de grandeza se refiere y quién lo protagonizó? La historia (o su borramiento) cumple un rol clave en identificar a quién le habla el presidente cuando dice “people”.

La fertilidad de la resistencia

Desde países latinoamericanos como Uruguay hemos organizado nuestras resistencias al neoliberalismo (y al colonialismo) en proyectos nacionales de izquierda, y, en el preciso momento en que estos están cayendo en la región, el imperio retoma sus banderas nacionalistas. Desde nuestras organizaciones políticas hemos creado nuestras resistencias bajo la forma de democracias liberales basadas en igualitarismos; en este momento en que se muestran como un fracaso, el conservadurismo liberal intenta impedir que luchemos desde nuestras diferencias, desde nuestra condición de oprimidas. Por eso quizás en el “the people” de Trump no hay lugar para sujetos como los migrantes, las mujeres, los negros. Una lucha que exija borrar los modos en que se reproduce el poder y las diferencias entre quienes lo poseen, lo toleran y quienes lo sufren no es nuestra lucha.

La resistencia también es fértil: esto decía un cartel de la marcha de mujeres que se realizó horas después de la asunción de Trump. Se lee por ahí que fue la protesta más grande de la historia de Estados Unidos, que uno de cada 100 estadounidenses estuvo en alguna de las que sucedieron en 300 ciudades, que participaron alrededor de tres millones. Desde la Primavera Árabe hasta Brasil 2013, y con las posibilidades de comunicación y contagio que da internet, las manifestaciones de cuerpos que toman el espacio público protagonizan las luchas contemporáneas.

No es casualidad que las marchas que movieron a Estados Unidos fueran organizadas por el feminismo. Si por un lado Trump es el peor monstruo con el que este movimiento podría encontrarse, por otro las guerras contra la mujer y contra las organizaciones que buscan defender sus derechos vienen sucediendo sistemáticamente en Estados Unidos. Así lo demuestran el protagonismo de evangélicos en el Partido Republicano, la emergencia de fundaciones y campañas pro vida, las restricciones a clínicas que hacen abortos o a la píldora del día después, la disputa en torno a la cobertura de los anticonceptivos en planes de salud, las luchas en torno al financiamiento público de ONG dedicadas a la salud sexual, como Planned Parenthood, y comentarios machistas continuos de políticos republicanos. Pero el acoso no es sólo retórico o administrativo: de acuerdo con la Federación Nacional de Aborto, desde 1977 en Estados Unidos se registraron cientos de incidentes en centros de salud sexual y reproductiva, incluidos intentos de asesinato (muchos exitosos), amenazas de muerte, asaltos, heridos, copamientos, bombardeos y secuestros.

Esta guerra fue librada por una coalición entre neoliberales, halcones belicistas y evangélicos, que cuenta ahora con nuevos socios en el Tea Party (libertarian) y la alt-right (ultraderecha). Pero simultáneamente el movimiento feminista ha crecido -dentro y fuera de fronteras- y tiene fuertes centros de irradiación en las universidades y parte del mundo cultural y artístico. De hecho, parece claro que si la izquierda renace en Estados Unidos, lo hará de la mano del feminismo.

From sexual harassment to gender arousal

La historia del feminismo norteamericano es larga (y dolorosa), pero ahora cuenta con alianzas y contaminaciones desde el sur, donde movimientos feministas y LGBT, Alertas Feministas, Ni Una Menos, entre otros, han llevado a la calle lo que no puede ser representado por ningún profesional de la política.

Hoy el feminismo es una vía para sacar a la política de las garras del espectáculo; hacer política desde la experiencia y hacer de la política una experiencia. Una que zafe de las subjetividades que produce todo el tiempo la máquina neoliberal; una que no intente borrar las diferencias bajo un falso manto de igualitarismo.

Las luchas contra el feminismo se intensifican argumentando que “todos somos iguales”, o que al movimiento le falta crítica y sutileza, o que el flagelo de la corrección política va a acabar con nuestras libertades. Cada vez que acusen a una feminista de censora y antiliberal habría que poner una foto de Trump y un cartel con la pregunta “¿libertad para qué y quién?”. La libertad ha sido apropiada por el liberalismo para intentar convencernos de que la autorregulación social garantiza ecuanimidad. Les tenemos una mala noticia: no la garantiza.

Es por esto que cada vez que el feminismo es acusado de infantilidad subjetiva, hay que pensar en cuánto la clase dominante se beneficia de borrar al sujeto para abrir espacios al mercado de libre transacción de subjetividades, de tratar al cuerpo como mercancía costumizable.

La diferencia que denuncia el feminismo no puede diluirse en una gama interminable de subgrupos en pugna dentro del nicho de las políticas de la identidad. Interseccionalidad es la lógica que articula la lucha de los millones de personas -mujeres, trans, hombres- que comprenden que feminismo es también hoy lucha de clases. No se puede ser feminista sin ser antirracista, sin ser antixenofobia, sin ser antifascista. Es por esto que la diferencia tiene que ser pensada como compatible con la organización social, la acción política y la articulación colectiva. De hecho, la diferencia no es un proceso de especulación semiótica, sino el núcleo práxico de todo lo que cambia.

El “capitalismo inmaterial” es otro nombre para el hecho de que el principal negocio de hoy son nuestras vidas. Y ahí está el mercado de la “salud” en Estados Unidos, y ahí está el conservadurismo con sus misiles apuntando a nuestros úteros y vaginas. En nombre de la grandeza americana, Trump va directo a la meta de destruir derechos, que no ve más que como obstáculos para el crecimiento económico y la “unidad nacional”. Como si nuestros cuerpos fueran esas pussies que cree poder agarrar cuando y donde quiera.

Mientras tanto, nos dicen que el machismo se reproduce culturalmente y que no todos los hombres son así, y es cierto. Pero, sin venir de nacimiento, el machismo tiene como socio al biopoder, y ambos saben que en el cuerpo de las mujeres está el poder de la vida, y lo quieren para ellos. Nada le da más miedo al hombre blanco y poderoso que recordar que su propia reproducción depende de las mujeres. Es por esto que la privatización de la vida tiene un blanco claro en nuestros cuerpos. No hacen falta ginecólogos ni partidos políticos para entenderlo.

La Women’s March on Washington tiene miles de líderes anónimas conduciéndola. También están ahí íconos importantes de la cultura; no es casualidad que jugándose tanto de Trump en el terreno del espectáculo las voceras de la resistencia sean superestrellas.

La industria del espectáculo formó nuestra sensibilidad, nos educó los ojos para ver cualquier cosa y para creernos el verso de la cultura global. Es la misma que licua noticias sobre una infidelidad o una cirugía plástica con un “grab them by the pussy”. La máquina de producir escándalos manipula el límite de lo personal y lo político como si fueran independientes, canaliza lo inaceptable y por ende lo normaliza, y se asegura de demarcar estándares diferentes para sus consecuencias según se trate de hombres o de mujeres.

La industria cultural norteamericana es también la que mejor ejemplifica cómo una cultura capaz de producir rebeldía y estéticas revolucionarias es simultáneamente la mayor abastecedora del combustible necesario para la cooptación cultural de nuestras vidas. La imaginación y la creación han sido armas de lucha por la libertad, pero también para sus contras, que se las apropiaron logrando algunas derrotas. Pero no todo fue vencido y, como vimos el domingo, hay muchos cuerpos en lucha y resistencia.

Porque aunque quieran hacernos quedar en casa riéndonos de quienes salen a la calle por ilusas o por ingenuos, o brindando mientras podamos por nuestra derrota definitiva bajo el espónsor ideológico del sálvese quien pueda, hay capítulos por venir que no pasarán en Netflix y que van a necesitar de nosotros un poco más de energía.

* Fisher, Mark. Capitalist Realism.

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