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Cómo relatar o decir lo que no se entiende, lo que no se puede aprehender en unos días o en un mes. Una cultura realmente otra que desorbita los ojos aunque, en primera instancia o aproximación temerosa (no hay que ser temerario frente a lo desconocido), tengamos noticias de los mojones obvios, históricos, fundacionales o turísticos. Pero el inicio toma el riesgo de contar lo consabido o la visita obligada de los íconos de una ciudad, porque uno no puede andar por ahí como si lo supiera todo, como si decodificar una ciudad o un pueblo fuera cuestión de ensanchar la vista y aguzar el oído en unas semanas. Hay que andar con calma, aunque hablemos de lugares comunes, y así evitar pupilas incineradas y escuchas que, por apresuradas, pueden producir sordera.

Encuentro amigos de amigos que me marcan el itinerario obligatorio, ineludible, casi siempre histórico; los pedacitos de territorio por los que debo pasar. Hago caso de los guías que son parte de esta ciudad, que la viven a diario, que no visitan todo el tiempo esos espacios pero saben que por medio de ellos uno puede ir entrando a paso lento a un tiempo con decenas de capas, todas simbólicas, de antecedentes ancestrales ciertos que configuran el presente.

Mixtura, capa de la historia sobre capa de la historia, presente encantado o violento, rareza vivencial para el extranjero del sur, y más si es caucásico y mide 1,82 y se ve, desde el paseo número uno, entre miles y millones que son la viva imagen de pieles oscuras o cobrizas, de rasgos que no son los que uno porta. Esa sensación de sentir que, a cada paso, uno puede ser confundido por y tratado como un gringo o un europeo, un güero, un hombre que definitivamente habla inglés, qué duda cabe.

Esa sensación de caminar por peatonales alrededor del Palacio de Bellas Artes, atestadas de gente. La multitud en un devenir que nunca parará, la fascinación en medio de un capitalismo igual y distinto a todos. Todo se vende, todo se compra. Conviven las tiendas de ropa de marcas mundiales y cotizadas con la señora que vende tacos a la orilla de la vereda; el turista gringo o europeo (¿así me verán a mí?), blanco y detectable (aunque sean miles) entre tantos millones de rasgos indígenas y por eso no menos capitalistas o dandis o cool o hipster, y también de ropas criollas, digamos. Toda la mixtura: de consumo, de prácticas, de restaurante glamoroso al lado del puestito de tortillas de un dólar o menos. Y personas, tantas como nunca vi en mi vida caminando por una peatonal, una sola, porque en la lateral es lo mismo y en todas las peatonales a la redonda, también. Millones a los que uno les tenía miedo. No por lo ancestral o cualquier resquicio racista (que también puede estar agazapado inconscientemente), sino por la violenta cifra: 22 millones de habitantes sólo en Ciudad de México. Esa cifra que hasta la noche anterior me hizo dudar de este viaje y se me había pegado en la frente. Pasar del millón y medio montevideano a esta cifra monstruosa, inmanejable; ninguna ciudad “de cercanías”. No se trataba del miedo al anonimato, tan deseado, sino a la agorafobia, al ataque de pánico, a echarme a llorar o perderme entre la muchedumbre.

Pero aconteció el milagro. Al salir del aeropuerto, el alivio fue inmediato. Las calles son avenidas; el espacio geográfico parece sideral; lejos de la concentración multitudinaria del centro, hay un parque como páramo cada cinco o diez cuadras. “La ciudad tiene más espacios verdes que edificados”, me dijo uno de mis guías. Y parece cierto. O yo lo estoy viviendo. Espacios verdes entre avenidas y locura de metrópoli que, tomados por el silencio, permiten el retiro, la soledad o el descanso ciertos de la concupiscencia urbana. Se me cae de la frente el cartel de los 22 millones. Pero no mi máscara, la más evidente, la que tendré que portar al menos en la superficie (no era tan fácil, querido Nietzsche, aquello de las decenas de máscaras): soy blanco leche de venas transparentadas en medio de un manto omnipresente de piel cobriza. No intento generar un conflicto de etnias; sólo lo corroboro. Además, y esto será para otro capítulo (el del deseo), qué pieles cobre y qué pieles ocre (parece que ese color me persigue adonde vaya).

No podía empezar este texto (que será crónica, ensayo mínimo, opinión, aproximación a un territorio desconocido) sin anotar lo más obvio, lo que está en la epidermis de nuestros pueblos, en la de millones de ellos (también hay mexicanos güeros, obvio) y en la mía.

Museo al aire libre

Me dirijo a la Plaza de las Tres Culturas, también conocida como Conjunto Habitacional Tlatelolco en la Delegación Cuauhtémoc. A los pocos minutos de llegar, le pregunto sobre la zona a un deportista joven que ya terminó su rutina de ejercicios. ¡Bingo! Sabe muy bien lo que allí acontece y aconteció, porque ha vivido sus 35 años en uno de los edificios que rodean la plaza. Y sus padres, otras decenas de años más. Me ofrece un paseo por la zona que dura cuatro horas. Soy un tipo con suerte.

Vamos al centro mismo de las tres culturas, conviviendo entre restos de conquistas y tragedias: la cultura de Tenochtitlan, previa a la conquista española, expresada en su arquitectura de pirámides (o sus restos, que asoman como icebergs), un contacto cierto con lo hasta ahora leído a miles de kilómetros de distancia (una distancia brutal, de abismo); la “Segunda Cultura”, representada por un convento y un templo españoles, diseñados sobre la primera, impuesta la capa de colonización y evangelización española, el poderío imperial y con objetivo aniquilador de lo ya inventado; por último, la Tercera Cultura: la etapa del “sincretismo criollo”, con el edificio de lo que fue hasta 2005 la sede de Relaciones Exteriores (Torre de Tlatelolco), ahora Centro Cultural Universitario y Memorial de la masacre de los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en 1968.

Era imposible no dar cuenta de ese espacio así, con datos precisos, que dan cuenta de una historia, casi toda la historia, podría decirse: la cultura ancestral de ese territorio; la impuesta por los españoles; la de unos años a este parte, que además incluye uno de los terremotos más imponentes registrados en México, el de 1985. No me voy a dedicar a escribir, mientras escriba sobre México, sólo sobre la tragedia (este es un mundo lleno de vida, de Eros), pero en principio las capas sobre capas traen palabras jodidas: destrucción y muerte. Y uno, sin convertirse a nada, a menos que sea una roca, no puede dejar de sentir algo, un escozor, rodeado de tanto signo, de tanta vida (aunque enterrada) bajo sus pies.

“¿No sientes la vibra?”, me dice mi guía (psicólogo social, descendiente de judíos polacos, güero, sabedor consciente de su blanquitud y, por tanto, del racismo). Y sí, cuando me cuenta que ahora estamos pisando un pedacito de tierra indígena, no puedo más que pensar en la larga historia del cosmos y en la aniquilación de una cultura; cuando me señala los edificios que temblaron en 1985 y me dice de cadáveres bajo pórtland, aquel grito mortuorio de la naturaleza hace que tiemble; cuando al fin me cuenta del 68 y la masacre de universitarios (desde los relatos de su madre, que allí vivía), todo parece tan real y tan cercano que me estremezco con los gritos de los estudiantes, que atraviesan el tiempo. Los rodearon por todos lados, “los encerraron en esos baños y los acribillabaron” (me muestra los baños que estuvieron clausurados, enrejados, por años, con cadáveres adentro). Hay cadáveres, decía Néstor Perlongher. Hace años, me dice mi guía, hasta se sentía el olor a muerte, a muertos. Parado en medio del Memorial, lloro.

Pero todo sigue su curso. Ahí hay un secreto, creo. O sólo una intuición: para todos la vida sigue. Y con mi guía (y su esposa), en unos días iremos a conocer una parte alegre de una ciudad en extremo viva. Tan viva como la muerte. Iremos a un antro o boliche o no sé muy bien cómo llamarlo, bailaremos entre viejos y jóvenes e impulsados por el tequila y el mezcal, rancheras o lo que haya que bailar. Parece que aquí la vida es tan poderosa como la muerte.

Contemporáneos

Sigo la ruta de mis guías y de lo obvio, lo que hay que visitar. ¿Obvio para quién? Quizá para los muy viajados, no para mí, que apenas conozco un puñadito de ciudades en el mundo.

Entonces debo conocer la UNAM. Justo un día antes de que todo el campus (vaya campus: todo una terratenencia universitaria) abra sus puertas, de que comiencen las clases. Igual está abierto el Museo Universitario de Arte Contemporáneo. Y otra vez, ¡bingo!

No encuentro guía pero sí una exposición que hace ósmosis con la discusión encendida que en las páginas de este diario se ha venido dando alrededor del valor del arte contemporáneo. La artista es Andrea Fraser (residente entre Nueva York y Los Ángeles) y se detiene minuciosamente en el asunto. Ella es la protagonista de varios videos en los que funge de espectadora, artista, mercader, estudiosa, política, es decir, encarna varios personajes y sus respectivos discursos en cuanto al arte contemporáneo. La exposición es extensa y es la obra que reflexiona sobre la obra desde una acidez y una ironía pocas veces vistas.

Comienza con ella misma en la Capilla Sixtina con un aparato de escucha pegado a su oído que le va relatando lo que ve. Camina con una masa de curiosos o consumidores de flashes rápidos (parecen vacas que van al matadero) mientras no sabemos si su cara transmite indiferencia, burla, escucha o todo a la vez. Es también una actriz. Pero lo que más resalta en ese primer video es la voracidad del turista por consumir, por decir “aquí estuve, me saqué la foto”, a la vez que la artista deja la inquietud sobre cómo mirar lo que se está viendo: nadie se detiene, la Capilla Sixtina parece un shopping en época de liquidación.

Empieza por el arte más antiguo, digamos, e inmediatamente se mete de lleno en el arte contemporáneo, las bienales de arte, el dinero o las fortunas que giran alrededor de lo contemporáneo. Su pose siempre es de caricatura, o caricaturizante de un mundo al que ella misma pertenece. Dos leyendas, al principio del recorrido, toman posturas políticas o estéticas. Parte de la primera, con su título: “Es una exposición linda, ¿no creen? Además de las funciones que artistas y filósofos han asignado al arte, los sociólogos han estudiado cómo, por medio del arte, se desvelan jerarquías sociales y se establecen legitimidades culturales. Influida por Pierre Bourdieu acerca del consumo cultural y la estratificación social, Fraser ha emprendido una serie de proyectos que examinan el arte, el gusto y la clase social”. Y también el gran negocio, cosa que se verá más adelante.

El segundo cartel impreso ya da la pauta de lo que vendrá, y es el acelerador de una muestra reflexiva, hilarante, crítica con todo (hasta con ella misma), con las instituciones públicas o privadas que apoyan o sustentan ese mundo, con las empresas y el mercado, con los políticos. En letras negras sobre blanco, nos espeta: “Esta obra es espantosa, repugnante, y no merece el más mínimo reconocimiento. Con razón, millones de contribuyentes se indignan por el hecho de que los dólares que tanto les ha costado ganar se usen para pagar y financiar esta basura”.

Todo en ella discurre entre la seriedad y la pantomima, y ese gesto es el que a uno lo perturba. Tampoco sabemos bien cuánto hay de real y cuánto de performance en los distintos papeles que encarna; en verdad, no sabemos cuán reales son las personas con las que interactúa. En todo caso, ya habría ahí un gesto artístico: ¿ficción o realidad?

Cuando hace de galerista, es descacharrante; le enseña al público la profundidad de una serie de cuadros de un artista en la que todos, decenas, son el mismo: un lienzo encuadrado y pintado de negro. Utiliza palabras como “compromiso”, “vanguardia”, “profundidad”, “esencia”. Y muchos espectadores, entre incrédulos y admirados por la verborragia de la curadora, entran como en un cuadro oscuro. Aquí la madre, aquí el dolor del artista, aquí la simpleza del mundo. “Aquí” es una tela negra.

Y así pasa sucesivamente por varias performances: un político (o una representante poderosa del arte, como lo es ella) hablándole a un público también poderoso: mecenas privados que parecen no decodificar sus palabras. Se burla de ellos a la vez que los insulta. Agradece sus fortunas para que todo siga su curso, les arranca caras constreñidas y aplausos confusos. Y sigue: entrevista al director de la Bienal de Arte de San Pablo en 2004 y le pregunta por la asociación entre arte, política y mercado. Un Van Gogh exhibido gracias a General Motors (o FIAT, lo mismo da); un artista, una marca. El director reacciona convencido, argumenta que el arte, la política y el mercado pueden ir de la mano, que todos, artistas, público y poder económico, se ven beneficiados. Y sigue: una artista que muestra su casa convertida en objeto de arte. Salas vacías, salas inocuas, y un cubo de metal que, bien mirado, podría ser, otra vez, tu madre, un pájaro, el universo entero.

Es un arte de denuncia, sí, pero con un conocimiento de causa por el que uno no puede más que admitir la veracidad de su discurso y preguntarse por la belleza, el poder, lo esnob, los artistas contemporáneos e ainda mais en un mundo capitalista. El recorrido termina con una propuesta que la artista le hizo a uno de sus representantes: que le consiguiera a un comprador o mercader que pagase por una obra particular: el mercader teniendo sexo filmado con ella. Y lo vemos en una pantalla de televisión. No deja títere con cabeza mientras deglute entre sus piernas el dinero que vale su arte, ella misma, su cuerpo, la prostituta número uno del mercado del arte contemporáneo. ¿A eso le llamaríamos poner el cuerpo?

Antropológicos

En el Museo Nacional de Antropología, en Chapultepec, son otros los cuerpos y otras las prácticas culturales en exposición. Los cuerpos son los de la cultura milenaria de esta tierra (aunque el registro o el relato llegan hasta nuestros días). Uno no se transforma en otra cosa por un recorrido de un día en un museo, pero sí puede sentir y pensar otras cosas si se deja apuñalar por la historia. Qué distinta resulta por intermedio de los libros que si la vemos in situ, aunque casi todo sean reproducciones: los viejos cazadores o nómades, las pirámides, el tiempo largo, cósmico, que hace que uno se sienta, con placer y alivio, apenas una larva, o un renglón o una coma de Carl Sagan. Llevaría días recorrerlo todo, anotarlo todo. Quizá años.

Anotaré una muestra de las itinerantes: Caminos de luz. Universos huicholes. Y para los lectores más escépticos o que acusan todos estos mundos de fantásticos, enajenantes, hippies o primarios, una cita de Antonin Artaud que encabeza la muestra: “El peyote conduce al yo hasta sus fuentes auténticas. Al salir de un estado de visión semejante, no se puede volver a confundir, como antes, la mentira con la verdad”. Artaud, el que dijo “yo soy otros”. Artaud, el que fijó el concepto de otredad, el supremo interés por los demás: “Escribo en lugar de los idiotas, de los analfabetos, de las bestias”. Aún no he probado el peyote ni la ayahuasca, ni he entrado en viajes de percepción siderales. Aún soy quien registra lo distinto pero sin vivirlo del todo. Pero intento percibir esos otros mundos que nos antecedieron (y que están a la orden del día: ya conocí a muchas personas que integran este viaje, el de este mundo, con ese de Artaud o el de los huicholes), que tenían sus mitos, sus formas comunitarias de relacionarse (a veces salvajes), una cosmogonía o un entendimiento del mundo que, como todo relato de vida, es una invención. Algunas culturas también se devoraban, practicaban el canibalismo humano, y eran el diablo para cualquier posmoderno que crea fervientemente en la igualdad de las especies. No se trata de juzgar desde este tiempo lo que nos antecedió. Tampoco de abrazarlo porque tal cosmogonía de la existencia. Ni de desecharlo por primitivismos arcaicos. Quizá se trata de una mixtura que siento o veo (más bien percibo) que aquí sucede. Un diálogo soterrado (o enterrado ex profeso) pero que murmura por todos lados. Y a veces grita.

Pienso en qué me dicen estos museos. El contemporáneo y el antropológico. Que ambos deben existir, claro. Pero también en que uno denuncia la tela negra del presente y el otro la alucinada invención del pasado.

Coda

Salgo de los museos. Transito la calle y su bullicio. O los bosques de Chapultepec luego de casi comer hongos (vía audiovisual) en el Museo de Antropología. Necesito ver gente, rostros del presente, invenciones o realidades concretas. A medida que uno se adentra, siente que el bosque no termina nunca. Nunca. Y que el silencio cósmico es posible en una ciudad de 22 millones de habitantes. En un espacio más comercial o habitado, a la entrada, un payaso realiza su espectáculo. Es un payaso de pueblo. De chiste soez o directamente sexual y grotesco, pero también irónico, inteligente. Las familias ríen, compiten por globos y chucherías. La carcajada del pueblo. Saco fotos atrás de todos, olvidado de mi 1,82 metros y de mi blancura transparente. El payaso me detecta y me pregunta de dónde soy y si hablo español. Me hago el tonto hasta que es inevitable: “Sí, tú”.

De Uruguay, entonces. En ese momento organiza una competencia de baile entre niños, adultos y extraterrestres. Quiero largarme a correr, pero algo me dice que no puedo, que de alguna forma me están invitando a ser parte por un rato de sus mundos. El payaso me llama: “¡Uruguay!”; paso dos veces al centro de la pista, bailo una bachata o cumbia, no sé bien. La segunda vez me declara su amor (como a todos los varones que compiten) y me dice que va a bailar conmigo. Estoy atrapado por un payaso, le gusto a un payaso (¿será una condena?). Le golpeo las nalgas dos veces (tengo que imponerme para que no me devore, y salir airoso) y queda encantado. Vuelvo a la fila. Competencia de aplausos. Al grito de “¡Uruguay, Uruguay!”, gano la competencia de baile. No es chiste, bailo bien.

Me da mi premio. Un globo y un huevito con un pollo que sale de adentro si se aprieta la cáscara. Me pide una foto para su Facebook. Clic y salgo corriendo, enrojecido de vergüenza, ya perdido otra vez en la multitud.

Afuera del parque, otra vez: “¡Uruguay, Uruguay!”. Un borracho que me felicita por mis pasos y me presenta a toda la familia. Su bolso rebosa de botellitas de cerveza, vacías y llenas (en Ciudad de México no se puede tomar en la calle; directamente, vas preso). La familia se va para un lado y yo, de pronto, me veo en un taxi que jiede a alcohol con un borracho que le dejó un beso en la mejilla a su señora y que manifiesta que ahora él va a hacer lo suyo, lo que no puede compartir: seguir emborrachándose. Me habla de la libertad y de la “gracia” hacia el otro por lo compartido. Es decir, me habla de que tengo que compartir el taxi. Me deja justo enfrente al Palacio de Bellas Artes, arquitectura magnánima. Ha sido mucho para dos días: cuadros negros o vacíos o arte contemporáneo; un viaje antropológico a través de siglos; un concurso de baile ganado y ser vitoreado como “Uruguay”; un borracho que nombra los placeres de su vida. Entre el arte, la historia y la realidad y las posturas e imposturas, lo alucinado y lo concreto, se me confundieron todos los planos. Creo que no voy a precisar más sustancia que los ojos subyugados para tener viajes cósmicos.

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