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Adolescencias y la educación como derecho

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El adolescente está en el centro de las preocupaciones educativas actuales, pero ya no podemos hablar de la adolescencia: el plural se torna requisito de comprensión de la diversidad de formas de ser adolescente. La psicoanalista Susana Brignoni, en un breve y potente libro titulado Pensar las adolescencias, nos propone alterar el molde de lo único y dar lugar a lo heterogéneo. Considera que “cada sujeto pone en juego algo particular y es por eso por lo que en el trabajo profesional es necesario prestar especial atención a los detalles. El detalle, es importante remarcarlo, tiene que ver con lo pequeño, incluso con lo imperceptible, que a veces puede pasar desapercibido”. Un interrogante plausible es: ¿resulta imposible que la política educativa incorpore como principio algún tipo de preocupación por los detalles? ¿Esa pluralidad de formas de vivir la adolescencia puede ser reconocida de alguna forma?

Estamos ante un punto conflictivo en la trama de relación entre las adolescencias y la educación como derecho. Pero, ¿qué significa que la educación es un derecho? O, ¿qué es el derecho a la educación? En los últimos tiempos pareciera que el derecho a la educación en la adolescencia es ocupar una silla, un salón, una institución educativa. Todos sabemos que no se trata de eso; asumamos que es necesario que los adolescentes estén allí, que ingresen al centro educativo es una condición necesaria pero no suficiente para garantizar el derecho a la educación.

La educación como derecho remite a debates muy diversos, dependiendo de la perspectiva que asumamos. En esta oportunidad trataremos de hilvanar algunas reflexiones muy concretas, pequeñas en relación con los grandes temas del debate educativo actual. Una inquietud persistente por la banalización del discurso de los derechos, que tiene como efecto el vaciamiento de toda materialidad en los mismos derechos y la irrupción de la lógica del sentido. La lucha por los derechos ha perdido consistencia material, transformándose muchas veces en un discurso de lo políticamente correcto, en el que a poco de intentar profundizar no encontramos nada. Las palabras se resquebrajan, la retórica engolada se apaga, y los derechos quedan reducidos a meras formulaciones discursivas, legales o reglamentarias, sin un correlato en las prácticas.

Las múltiples acciones para garantizar derechos acontecen en el mundo de las cosas, allí donde hay cambios, transformación y, de una u otra manera, se modifica la vida de las personas. Vemos cotidianamente muchos gestos concretos de educadores, docentes y directores que hacen las instituciones más hospitalarias para los adolescentes. Los hacen ser parte, se empeñan en configurar lugares para ocupar, y ello recibe la disposición de apropiación por parte de los adolescentes. A pesar de ello, prolifera una forma de encarar la lucha por los derechos que privilegia un plano de enunciación, del sentido, y esto tiene su correlato sobre el debate educativo actual y la tozuda pretensión de tener razón sobre si hay o no crisis en la educación.

Tiendo a pensar, acaso en forma de balbuceo, que efectivizar la educación como derecho requiere algún punto de equilibrio entre los sentidos y las materialidades. De lo contrario, deslegitimamos la herramienta del derecho para producir cambios. Si no se modifican las condiciones de existencia de las personas, seguramente concluyamos que los derechos no sirven para nada, ya que no son exigibles ante nadie. Provocan sólo palabras y casi ningún hecho. La responsabilidad de garantizarlos parece no corresponderle a nadie, asumiéndose como válidas operaciones desresponsabilizadoras que los difuminan en la fórmula del “todos somos responsables” o “la sociedad es la responsable”, es decir: nadie lo es. No son exigibles ante nadie. Esa forma de asumir la educación como derecho nos llevará, lenta e irremediablemente, a declarar una victoria pírrica.

Entiendo este escenario como una situación de disputa por la apropiación de la educación, una contienda por el poder y por la verdad. ¿La educación es del gobierno de turno, de los políticos, de los docentes, de los sindicatos, de las empresas, de los académicos? Se parece bastante a la pelea por las joyas de la abuela o la sucesión de la casa familiar. Ese es el escenario en el que victorias tácticas y circunstanciales de los actores nos llevan a una derrota, a mediano plazo, de la función social de la educación.

La educación pertenece a la categoría de los bienes comunes. La educación como bien común significa formar parte activa en el intercambio de saberes, de conocimiento, de la cultura. Es una relación social entre los sujetos y el saber, alejada de la mercantilización, y se sostiene “en la satisfacción de las exigencias del ser y no sólo del tener” (Mattei, 2011: 65). Ugo Mattei, profesor de derecho de la Universidad de Turín, sostiene que los bienes comunes no son reducibles al concepto de mercancía, y es distinto tanto de la noción de propiedad privada como de propiedad pública. Los bienes comunes existen “sólo en una relación cualitativa. Nosotros no tenemos un bien común […] Somos, más bien, [partícipes de los] bienes comunes” (Mattei, 2011: 66). Para precisar el concepto desde un ejemplo concreto, el autor sostiene que una plaza, como espacio físico, no es un bien común, pero “lo es como lugar de acceso social y de intercambio existencial” (Mattei, 2011: 65). En el caso de la educación, no se trata de la presencia dentro de una institución educativa, sino de una relación cualitativa entre los adolescentes y el saber. Se concreta en el intercambio y la resignificación de conocimientos, en la circulación en la cultura, con su apropiación, ampliación, enriquecimiento, transformación y transmisión. Un vínculo de afecciones multidireccionales entre el saber, los adolescentes y los educadores.

En el libro Común, editado recientemente, dos autores franceses, Christian Laval y Pierre Dardot, avanzan en la conceptualización de lo común como aquello que se extrae del mundo de lo expropiable, de la mercancía. Hacen referencia a la perspectiva de Mattei, en la que “la propiedad pública no es una protección de lo común, sino una especie de forma ‘colectiva’ de propiedad privada, reservada a la clase dominante, que puede disponer de ella a su antojo y expoliar a la población de acuerdo a sus deseos y sus intereses” (Laval-Dardot, 2015: 19). En cambio, la configuración de lo común sólo es posible mediante prácticas colectivas. Como expresan los autores franceses, “ninguna cosa es común en sí o por naturaleza, sólo las prácticas colectivas deciden en última instancia en cuanto el carácter común de una cosa o de un conjunto de cosas” (Laval-Dardot, 2015: 662).

La educación como bien común es inexpropiable a las nuevas generaciones. Necesitamos prácticas de reconocimiento de los saberes adquiridos por los adolescentes fuera de la institucionalidad educativa tradicional, y asumir, como sostiene César Coll, que aprendemos a lo largo y ancho de la vida. Dentro y fuera de las instituciones escolares, y en contacto con los espacios más diversos de la vida social. Por tanto, los adolescentes portan, movilizan y ponen en acto un conjunto de saberes que no son reconocidos por la escuela. Lejos de combatirlos, debemos transformarlos en puntos de enlace entre las propuestas de las instituciones escolares y la vida, los saberes y aprendizajes de los adolescentes. Dar lugar al detalle significa aceptar y promover trayectos de aprendizaje disímiles, con tiempos y contenidos educativos diversos, ajustando los énfasis a las preferencias de los sujetos. Porque en última instancia, la educación no es una carrera por llegar simultáneamente a un mismo saber exigido, sino un tránsito singular, sostenido en deseos, motivaciones e intereses distintos, es una relación cualitativa con los saberes adquiridos y aquellos por aprender.

Brignoni, S (2012). Pensar las adolescencias. Barcelona: UOC.

Mattei, U (2013). Bienes comunes, un manifiesto. Madrid: Trotta.

Laval, C y Dardot, P (2015). Común, ensayo sobre la revolución del siglo XXI. Barcelona: Gedisa.

Coll, C (2013). “El currículo escolar en el marco de la nueva ecología del aprendizaje”.

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