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Tras las máscaras de la desaparición mexicana

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Dos películas mexicanas fueron las que me espabilaron o me dieron un panorama extenso, contundente y aplanador sobre el narcotráfico y la trata o desaparición de personas, enfocadas tanto en los responsables y sus mecanismos como en las víctimas. Tempestad (Tatiana Huezo, 2016) y La libertad del diablo (Everardo González, 2017) se detienen sin concesiones en ese mundo.

La primera narra dos casos intercalados de la desaparición o el rapto de dos muchachas que, de un día para el otro, fueron extirpadas de su vida cotidiana. Una trabajaba en la aduana de un pequeño aeropuerto y bajo una treta, junto a otros compañeros, fue acusada de tráfico ilegal de personas.

La voz en off de la protagonista, ya salida de la cárcel, cuenta cómo es el mecanismo: se crea un artilugio por el que unos ciudadanos pagan, por otros, crímenes que no han cometido. A esa mujer (y a los otros acusados) se les exige que viajen inmediatamente a Ciudad de México, y en unas horas ya tienen un legajo armado que los condena y encierra en un recinto en el que la secuencia es terrorífica: tortura, teléfonos de familiares para extorsionarlos y que paguen por mantener con vida a los encarcelados (en principio, 5.000 dólares, y luego una cuota semanal para que no les suceda nada), una cárcel que por momentos parece institucional y por otros, paraestatal, o de connivencia entre los dos aparatos. Todo es narrado luego de que esa mujer (con nombre, pero sin rostro: gran acierto de la cineasta) sale, por arte de plata, de esa cárcel.

La voz evoca el despropósito, el delirio, su miedo, el hijo que le obligaron a dejar de un minuto al otro, la incertidumbre de estar protegida sólo si la familia paga la cuota, el miedo a la muerte, la tortura, la convicción de que su vida vale sólo si hay dinero.

Esa voz que se quiebra y rompe en llanto cuando cuenta que frente a sus ojos vio morir a un muchacho a raíz de los golpes en la espalda y en la cabeza dados con una tabla de madera. Un cuerpo joven chorreando sangre y yaciendo ante sus pies. La imagen para siempre en sus retinas, de ese nadie que seguramente otro nadie no pudo velar ni enterrar, ese cadáver que la acompañará toda su vida.

El gran hallazgo formal (o más bien humano) de la película es que, mientras en off la mujer relata todo ese delirio y violencia, luego de haber salido del encierro y haber sido dejada en medio de una ciudad inmensa y a 2.000 kilómetros de su casa y de su hijo, el recorrido se transforma en una especie de road movie espiritual y social de la sociedad mexicana. Escuchamos la voz de la narradora, pero vemos a cientos de mexicanos viajar en trenes y ómnibus, vemos sus caras tristes, sus miradas perdidas, sus soledades patentes; jóvenes, ancianos, hombres, mujeres, niños, toda una humanidad que viaja hacia quién sabe qué destino, y expuesta –eso nos transmite el relato– a que de un momento a otro puedan ser las nuevas víctimas de un sistema, todo, que los amenaza y acecha en las sombras o a la luz del día. Y, más contundente, o la gran metáfora de la desaparición: todos esos rostros son el rostro de la mujer que narra. O la mujer que narra es todos esos rostros. La metonimia social de una cara. Nadie está a salvo. Una atmósfera se empieza a apoderar de la película y, a medida que la voz entra en la minucia del sinsentido de un sistema, se va extendiendo como una maldición social o un entramado tan sofisticado del miedo que parece alimentarse a sí mismo y, a su vez, engullir a un pueblo.

La otra desaparición que intercala la película es la de una estudiante de psicología perteneciente a una familia circense. Sí, una familia que administra un circo, una familia sólo compuesta por mujeres (y algunos de sus hijos). Esta vez la voz que narra sí muestra un rostro: la más veterana de todas, madre de la desaparecida que salió una tarde y nunca más volvió. La madre es el payaso del circo, y siente orgullo del payaso que ha creado: no es el triste ni el cómico: es el “payaso elegante”. Y mientras la cámara registra el armado del circo, la mujer, estoica, relata el día en que su hija dejó de existir para ellos, y la búsqueda que han entablado por años. Aquí el relato se detiene en otras fuerzas: las estatales. Según la mujer, fueron esas fuerzas las responsables de la desaparición. La payasa elegante se pinta y despinta la cara, viste de gala para la función y común y corriente cuando está en menesteres domésticos, mientras relata la búsqueda infructuosa, las pistas erradas, las amenazas que ella y su familia recibieron por continuar con la investigación, la confinación o el aislamiento al que fueron sometidas: sin celular, sin visitas, sin circo. Y al payaso elegante se le descorre el maquillaje mientras en el espejo ve su rostro evocando a su hija. La dignidad, otra vez. La apuesta por la vida y por esos hijos que ensayan para ser acróbatas o artistas circenses bajo la disciplina férrea y tierna de esa madraza que no teme por su vida porque, quizá, ya le amputaron un buen pedazo. Y otra vez, la belleza de la imagen. No el esteticismo esnob o el reblandecimiento de la tragedia por medio, justamente, de una escena de circo, sino la niña malabarista colgada de un aro con toda la fuerza de su pequeña vida, y ella, la gran madre, el payaso elegante, limpiándose las lágrimas sobre un maquillaje perfecto y una vestimenta de lujo, dispuesta, toda ella, a ponerle el pecho a las balas y a romper el silencio y el anonimato, con máscara y sin ella, para erradicar otro circo, el de la vida real.

Enmascarados

La película de Everardo González, La libertad del diablo, es otra monstruosa delicadeza. Es más bien documental y, desde el minuto uno, estremece hasta los huesos. Aborda el asunto (la desaparición, la trata, los narcos, lo estatal y paraestatal) en entrevistas intercaladas, que van componiendo un relato coral con todos los implicados: policías, narcos y sus sicarios, víctimas. El hallazgo, esta vez, es que todos están enmascarados, cubiertos por una especie de pasamontañas de tela por los que sólo se les pueden ver ojos, boca, nariz y orejas. Es que la exposición y el peligro de mostrar sus rostros parece ser tanto riesgo que es la única manera de que los protagonistas reales cuenten su verdad. No hay mediación metafórica, y quienes hablan no escatiman ni retacean sus desgracias o monstruosidades. Está, por ejemplo, el enmascarado sicario, hijo de una organización delictiva, que cuenta con frialdad el primer asesinato que cometió y el auto marca Audi que recibió como pago o premio por su primer trabajo. Luego, 50.000 o 60.000 pesos mexicanos (cerca de 3.000 dólares) por cada muerto que fue sumando a su legajo, y su falta de temblor, su obediencia. La tarea más difícil era con los niños, relata, y ahí las retinas se le humedecen un tantito. Los niños no gritan, ni piden compasión ni auxilio: se quedan quietecitos, enmudecidos y temblando. Ahora, ya retirado, un hombre que no sobrepasa los 40 años expresa que pediría perdón, sólo perdón, ante tanto daño. Y enseguida, otro testimonio, de una mujer joven que sigue buscando a su hermana y que, por arte del cineasta, le contesta al arrepentido: “Ni olvido ni perdón: justicia”. Todas las muertes, ejecuciones o desapariciones, cuando se trata de personas no involucradas en ninguna red delictiva o narco, parecen responder, otra vez, a un solo motivo: el dinero. Y el poder que da portar un arma o tener la vida de otro entre las manos. En la película escuchamos decenas de relatos, vemos imágenes sin palabras que son espeluznantes: una madre y sus cuatro o cinco hijos, todos sentados en un sillón, con máscaras y mascaritas puestas; el hombre que buscó incansablemente y ubicó a los secuestradores de su hermano, que se burlaron de él, no le dieron pistas y lo amenazaron de muerte; el policía institucional (del Estado) que manifiesta sin pelos en la lengua que ser policía es un asco. Y el testimonio más duro y conmovedor, el de la madre que relata todos los pasillos y comisarías y lugares que ha visitado en busca de su hija. El rechazo recibido, sus gritos y reclamos, su pararse frente a todos. Y su fracaso reiterado. La máscara de esa mujer siempre está húmeda, la tela se moja constantemente con las lágrimas que producen su relato y su dolor intenso, entrecortado, a veces callado cuando sólo hablan sus ojos. Una máscara que parece que se le adhiere a la piel, que se amalgama con su dolor. Rostro de madre obligatoriamente enmascarada, que no podría emitir aquel consejo o juicio de Lady Macbeth: “Sonríe, que el rostro oculte lo que tu alma medita”. Aquí no hay rostro que pueda disimular nada, porque los rostros también desaparecieron con el dolor del alma y con la amenaza de los asesinos. Esa mujer, unos minutos antes de terminar la película (una vida que no termina, podría decirse), manifiesta que ya no siente miedo, y la seguridad (¿es esta mujer o la “payasa elegante” a rostro descubierto? ¿Son las dos madres que dicen lo mismo?) de que los implicados y responsables de estas desapariciones repentinas, de tretas, que se cobran las vidas de miles de inocentes, son la Policía (o sea, el Estado) y los narcos. A veces por separado, a veces en connivencia. Pero dudan de todos, y no confían –no pueden hacerlo– en nadie. Y al final (qué importa contar los finales de una película si no se trata de cuentos de Disney sino de la cruda vida, que continúa) la madre de máscara empapada se la quita. Y mira directo a la cámara. No tengo miedo, nos dice con unos ojos tremendos, tiernos y desafiantes. Y uno espera, acostumbrado a otras películas, que todos los personajes, uno a uno, se vayan desenmascarando, como gran artilugio efectista del director. Pero no, con ese rostro al descubierto basta. Son los rostros de las madres que no pueden hallar ni enterrar a sus hijos.

Luego de ver esas películas quedan sensaciones prendidas al cuerpo (compartidas con algunos mexicanos que también las vieron): retratan de forma virulenta y delicada a la vez (por arte de los realizadores), el horror de la desaparición constante, y ese miedo metido en las entrañas de la sociedad; la orfandad de todo mexicano (y más de aquellos que viven en zonas o tierras de nadie) frente a los poderes de la corrupción estatal y los narcos; la certeza de que muestran un México real, en llaga viva, que se amenaza a sí mismo. Y otra, más terrible: que fuera de algunos territorios de un México seguro, nadie está salvo, y que las amenazas contra la vida se llaman dinero, policía y narcotráfico.

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