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Las cárceles son una deuda histórica

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Debate programático | A un año de las elecciones nacionales, este mes Dínamo propone centrar el debate en aspectos programáticos. En las próximas semanas incluiremos columnas sobre educación, producción y seguridad, entre otros temas, pensando en los desafíos y las discusiones pendientes que tiene el país.

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La seguridad sigue siendo uno de los temas que más preocupan en Uruguay. El instinto punitivo está muy presente en nuestra sociedad y está cada vez menos solapado. La turba ya no disimula; pide camorra. Iniciativas plagadas de violencia, como la militarización, la cadena perpetua y el gatillo fácil, son algunas de las banderas que sientan sus bases en la desesperación y que son aprovechadas por aquellos a los que “vivir con miedo” les es rentable políticamente.

El relato sobre la exacerbación de la violencia de los centros de privación de libertad es el que suele primar. Mucho de lo que se sabe sobre la cárcel está basado en imaginarios que se construyen sobre ese lugar que no se ve, o que sólo se ve cuando está en crisis y regurgita lo peor de sí.

La vulneración que existe en las cárceles es resultado de la tensión entre el adentro y el afuera. Hay una opinión pública que cree que el sufrimiento y las condiciones inhumanas de encierro son un “merecido castigo”, cuestión que dificulta cualquier iniciativa de inversión y mejora de la calidad de vida de las personas que están presas.

Las cárceles, tal como están dadas, no solucionan la inseguridad, sino que la empeoran. Los centros de privación de libertad están lejos de su cometido, tan teórico como utópico, que es la profilaxis del delito. La privación de libertad reproduce la miseria, la desigualdad y la violencia.

Una de las tantas consecuencias es la reincidencia, que ronda el 60%. Muchas de las historias de vida que son atravesadas por el encierro quedan sumidas en un espiral de violencia. No se generan oportunidades y no se producen quiebres en las trayectorias delictivas, lo que provoca que las personas vuelvan, una y otra vez, a la cárcel.

El delito eclosiona y trasciende los muros que separan –en teoría– el adentro del afuera. El sistema carcelario es uno de los principales responsables de la inseguridad. Sin embargo, cambiar esta realidad no forma parte de las agendas políticas de las cúpulas. Las únicas respuestas posibles han sido cobrar al grito, aumentar las penas y encerrar. Parecería que nadie está dispuesto a asumir el costo político de animarse a hacer algo diferente.

El sistema carcelario es una deuda histórica de todos los partidos políticos. El Frente Amplio (FA), a poco de concluir su tercer período de gobierno, aunque ha desplegado algunas iniciativas interesantes, no ha logrado ser la excepción.

Cuando asumió el primer gobierno del FA, allá por 2005, Tabaré Vázquez decretó la crisis humanitaria del sistema penitenciario. Cinco años más tarde, el relator especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre la Tortura, Manfred Nowak, redactó un duro informe sobre la situación uruguaya. La presión de la mirada internacional sobre nuestro país hizo que se intensificaran las medidas adoptadas por el gobierno, desatando finalmente la reforma.

En una primera instancia se enfocó en la reducción del hacinamiento, que en aquel entonces trepaba a 152%, cuando el máximo aceptado por la ONU es 110%. El hacinamiento es hoy una cuestión medianamente superada, aunque algunos sectores del sistema, en particular en la Unidad 4 Santiago Vázquez, siguen conteniendo más personas que las que pueden habitar en los módulos. No obstante, resulta interpelante que una de las soluciones para el hacinamiento haya sido la construcción una megacárcel en un régimen público-privado.

Las cárceles son instituciones con una lógica custodial que fueron históricamente gestionadas por la Policía. La creación del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), organismo rector del sistema carcelario, provocó el despliegue de la impronta civil y una gestión planificada, con un sentido de derechos humanos. La incorporación civil trajo consigo la feminización de la fuerza de trabajo, elementos que sacudieron la forma de ser y hacer que tenían los centros de encierro. De la mano de esta nueva institucionalidad pasan algunas cosas que antes eran inimaginables, como la incorporación de políticas de género o la formación de recursos humanos –civiles y policiales– por intermedio del Centro de Formación Penitenciaria.

Otro de los cambios de estos últimos años, que se refleja en los relatos de las personas privadas de libertad, es que ya no hay, como en tiempos anteriores, vía libre para las torturas físicas y el uso de la fuerza como elemento de coerción. Si bien estos episodios están lejos de desaparecer del sistema, existen mecanismos disponibles para hacer denuncias anónimas y llevar adelante investigaciones.

Como todo en Uruguay, el freno pone en jaque al impulso. La reforma carcelaria experimenta un estancamiento. Las políticas de rehabilitación y la mejora de la calidad de vida de los centros de privación de libertad que plantea la reforma aún no se traducen en políticas integrales que cambien la realidad carcelaria.

Son muchos los derechos que se vulneran en las cárceles. El encierro desmedido, la alimentación deficitaria y las condiciones inhumanas de reclusión son algunos de los problemas que se suman a las condiciones edilicias precarias, a la sobrepoblación de roedores, a las dificultades para acceder a la salud, a la falta de un encare masivo de salud mental y al vacío que genera la falta de abordaje del uso problemático de sustancias.

La irresponsabilidad legislativa

La saturación del sistema es un hecho. Las cárceles están llenas de jóvenes, que tienen como factor común la pobreza y la falta de oportunidades por fuera del delito. Varios son analfabetos, algunos porque nunca aprendieron a leer y a escribir, y otros por desuso.

En los últimos años, nuestro país ha alcanzado récords históricos de privación de libertad. Se encuentra entre los países con más presos per cápita de América Latina: tres de cada 1.000 uruguayos están presos. A la fecha, son más de 10.000 las personas que están privadas de libertad.

Aun conociendo esta realidad, legisladoras y legisladores han optado por el aumento de las penas como matriz para abordar el problema de la seguridad. La trampa al solitario: saben que no funciona, pero optan por este camino. Estas iniciativas generan consecuencias a corto y largo plazo: aumentar la población carcelaria sin promover cambios en el dispositivo de privación de libertad es un boomerang que vuelve cada día en clave de inseguridad.

El partido lo estamos perdiendo en la adolescencia

No es posible observar la realidad adulta sin contemplar el montón de carencias que tuvo y tiene el sistema penal adolescente. Cuando Uruguay no sabe qué hacer con una institucionalidad opta por cambiarle el nombre. Fiel reflejo de esto es el sistema penal adolescente, que ha cambiado su nomenclatura en varias oportunidades pero no ha enfrentado una reforma real. Hay lógicas –y referentes– que se mantienen inamovibles, hay formatos de reclusión perjudiciales y hay crueldades que no se modifican con el paso de los años ni con la sumatoria de observaciones que recibe la institución.

300 adolescentes están actualmente privados de libertad en el Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (INISA). A pesar de atravesar una baja histórica respecto de la cantidad de adolescentes recluidos, los programas socioeducativos y las políticas integrales que aborden la realidad de estos adolescentes en conflicto con la ley sigue siendo un debe.

Contra toda recomendación técnica, la gestión parece perseguir una única zanahoria: la construcción de un complejo carcelario de grandes dimensiones. Tras ver frustrada la instalación en el ex predio de La Tablada, finalmente se construirá, mediante un fideicomiso con la Corporación Nacional para el Desarrollo, en la Colonia Berro. Le dieron en llamar “Campus Socioeducativo INISA”, eufemismo cool para proyectar un modelo carcelario que reproducirá el encierro y condenará a la violencia a los adolescentes que allí habiten.

Este empecinamiento penal con los adolescentes hace que la posibilidad de zafar del delito sea limitada y que la perspectiva a futuro de muchos de ellos sea reencontrarse con el Estado cuando sean captados por el sistema penal adulto.

Las drogas y la regulación de los mercados

Todos los mercados tienen algún tipo de regulación. El de las drogas es regulado por el narcotráfico. A poco de que la regulación de la marihuana cumpla cinco años, debería ser tiempo de perder el miedo e implementar esta ley como corresponde. Esta iniciativa es una muestra de que los mercados de drogas pueden regularse por fuera de la violencia. Esta política debe servir como horizonte estratégico para que todas las sustancias salgan del mercado ilegal. Los gobiernos deben dar una discusión a la altura y sin dejarse corretear por conservadurismos morales. Es preciso, tanto adentro como afuera, generar acciones que trascienden el corto plazo y que proyecten una estrategia para reducir el impacto del crimen organizado. La consecuencia de no cambiar la lógica está a la vista: el narcotráfico avanza, complejiza sus redes, descarta a las personas que no le sirven; la violencia derrama y toma territorios.

La regulación de la marihuana y el debate sobre drogas debe llegar al sistema carcelario. Las drogas están dentro de las cárceles y no aparecen por generación espontánea; el tráfico interno de sustancias existe. Regular esta realidad, promover políticas para abordar el uso problemático de sustancias y probar terapias de sustitución son necesidades inmediatas.

Mucho más allá

Las políticas carcelarias deben estar articuladas con el resto de las políticas sociales. Requieren inversión y planificación estratégica conjunta. La cárcel no es una institución aislada y la posibilidad de incidir sobre las trayectorias delictivas es una responsabilidad interinstitucional.

Tenemos que trascender la necesidad rabiosa de castigar. Repensar la estrategia del modelo carcelario implica dejar de hacer políticas desde el miedo y la indignación. Para esto es necesario pensar en cárceles que superen la violencia y que propongan rutinas por fuera de esta.

El acceso a los servicios más básicos y la mejora de las condiciones edilicias son necesidades urgentes. Contrario a la última gran inversión carcelaria, los centros de pequeñas dimensiones son el modelo que debe priorizarse. Es hora de generar estrategias socioeducativas para fortalecer las habilidades sociales, también de promover oportunidades de estudio y formación. Se debe generar oportunidades sociolaborales, y el trabajo debe regularse por las normativas vigentes en el afuera.

El camino de retorno a la vida en sociedad extramuros comienza el primer día en que una persona es privada de libertad. Por tanto, las políticas de egreso deben implementarse desde el vamos y deben contemplar al sujeto en su integralidad, comprendiendo su rol social y familiar, fortaleciendo sus habilidades sociales básicas y promoviendo herramientas para que pueda salir a pelear su lugar en el mundo.

El delito es multicausal. Además de tener un componente importante de necesidad económica, es una cuestión identitaria, que implica el ejercicio de la masculinidad y un sentido de pertenencia. La asociación de las personas a entornos alternativos al delito es fundamental para que estas personas puedan “ser” y “pertenecer” y así lograr quiebres en las trayectorias delictivas.

Pocas son las redes institucionales que aparecen como alternativas identitarias para esta población. Las organizaciones neopentecostales, presentes tanto en el adentro como en los barrios, tienen un despliegue importante de captación de las personas privadas de libertad y de sus familias. Hay una batalla cultural en juego. En este sentido, el vacío del Estado y de la sociedad civil habilita este avance reaccionario que se aprovecha de la vulnerabilidad y coopta masivamente estos perfiles.

Cambiar el sistema carcelario no depende solamente del INR y el Ministerio del Interior. Es responsabilidad del Estado, de la academia, de los sindicatos y de los movimientos sociales, entre otros. De la comunión entre todas las partes depende la existencia de voluntad política explícita para dotar de presupuesto, programas y políticas, dentro y fuera de las cárceles. Esta fuerza es, además, necesaria para desplazar a una opinión pública feroz que grita que “hay que matarlos a todos”.

Denisse Legrand es coordinadora del proyecto socioeducativo en cárceles Nada Crece a la Sombra.

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