Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
La situación política en Nicaragua va de mal en peor. Hace más de una década que el presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, acaparan poder, sin respetar las formas ni la sustancia de un sistema democrático. Su alianza con sectores empresariales y eclesiásticos se debilitó considerablemente en 2018, cuando reprimieron con gran violencia una escalada de protestas, pero no por ello han dejado de impulsar políticas reaccionarias.
Cuando aquel conflicto colocó a Ortega en una posición comprometida, prometió un diálogo en busca de acuerdos y de la pacificación del país, pero pronto volvieron el hostigamiento y la represión. Ahora está en curso una ofensiva contra la oposición política que, con cinco precandidatos a la presidencia detenidos, convierte las elecciones previstas para el 7 de noviembre en algo muy parecido a una mera formalidad.
Los extremos a los que ha llegado el régimen encabezado por Ortega no significan, por supuesto, que sus opositores sean en su totalidad gente democrática, consecuente, progresista e intachable. Más bien hay que lamentar, entre los males nicaragüenses, que gran parte de las fuerzas y dirigentes de la oposición no tengan esas características, y que la lucha sacrificada de miles en las calles haya quedado con escasos representantes dignos. De todas formas, y como siempre, las responsabilidades son más graves desde el poder estatal.
Sin embargo, durante un período demasiado prolongado muchos partidos latinoamericanos de izquierda o progresistas intentaron justificar la conducta del gobierno de Nicaragua, o se mantuvieron en silencio ante ella. Ni siquiera se puede decir que en este caso se aplicara el equivocado criterio de que “los enemigos de mi enemigo son mis amigos”, salvo que esos partidos hayan estado muy distraídos mientras Ortega llevaba adelante sus políticas desde 2007 hasta la actualidad.
Quizá se haya debido en parte a viejos vínculos históricos, del tiempo en que el Frente Sandinista de Liberación Nacional representó una esperanza con la que Ortega nada tiene que ver desde hace tiempo. Sea como fuere, las cosas han empezado a cambiar.
Los gobiernos de Argentina y de México se habían abstenido de votar en el Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA), cuando se aprobó una moción para expresar “alarma” por la detención de dirigentes opositores nicaragüenses y reclamar garantías de elecciones libres y transparentes en noviembre. Todos sabemos qué orientación ideológica y qué intereses predominan en la OEA, y cómo se ha comportado en otros asuntos su secretario general, Luis Almagro, pero no por ello hay justificaciones para callar ante este drama.
Ahora México y Argentina convocaron a sus embajadores en Nicaragua, y publicaron un comunicado conjunto para manifestar su preocupación por lo que allí ocurre, así como su disposición a promover el diálogo.
Nunca es tarde para asumir que el pragmatismo en la política internacional debe tener sus límites, sobre todo para quienes aspiran a representar posiciones progresistas. De lo contrario, se corre el riesgo de terminar como Ortega, defendiendo aquello contra lo que una vez se luchó.
Hasta mañana.