Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
Agnes Gonxha Bojaxhiu, más conocida como Madre Teresa de Calcuta, declarada santa por la iglesia católica, afirmaba que el sufrimiento de las personas enfermas las acercaba a Jesús. Es una posición sin duda discutible, que nadie está obligado a compartir, y el Estado uruguayo reconoce desde hace más de un siglo que no le corresponde imponer a las personas criterios basados en creencias religiosas.
Sin embargo, persisten en nuestro país algunas normas que tienen esa inspiración, y entre ellas están las que penalizan la eutanasia y el suicidio asistido. Hay quienes defienden estas normas desde la política partidaria porque creen que la vida es un don divino, y que ningún ser humano tiene derecho a decidir cuándo quiere que termine la suya, pero no siempre exponen con franqueza esa posición, quizá porque tienen claro que choca contra la Constitución y también contra la opinión mayoritaria en la sociedad.
El Partido Colorado y el Frente Amplio suman votos suficientes para aprobar en ambas cámaras un proyecto de ley en esta materia, que establece con mucha prudencia una serie de requisitos para que la eutanasia sea legal si la pide, en forma libre e informada, “una persona mayor de edad, psíquicamente apta, enferma de una patología terminal, irreversible e incurable o afligida por sufrimientos insoportables”.
En casos así, obviamente, las alternativas que quedan tienen que ver con la calidad de vida posible por un período que puede ser muy breve. Mantener las normas vigentes significa que, cuando alguien sopesa sus opciones y llega a la conclusión de que prefiere no sufrir más, el Estado debe impedírselo (o mirar para otro lado, en forma hipócrita, cuando a esa persona se le facilita la muerte).
Es muy difícil argumentar que la prolongación forzada y penosa de la vida beneficia de algún modo a quien no la desea. Esto sólo podría tener algún sentido para quienes creen necesario impedir que la desesperación de un enfermo terminal lo conduzca a una condenación eterna, pero no hay forma de justificarlo desde la laicidad, y menos aún con la concepción contemporánea de los derechos humanos.
Para eludir este problema se ha apelado a la falacia de contraponer eutanasia y cuidados paliativos, como si fuera posible ofrecer a las personas moribundas y sufrientes la posibilidad de seguir viviendo un poco más libres de padecimientos. Pero la evidencia nacional e internacional muestra que, si bien es indudable la conveniencia de brindar a todas las personas con enfermedades terminales el mejor nivel posible de cuidados paliativos, estos no son capaces de aliviar el dolor en una proporción importante de los casos.
Por supuesto, la norma que se impulsa en el Parlamento puede y debe complementarse con el aumento de esos cuidados y de su disponibilidad, y no impediría recibirlos a quienes los consideren preferibles a la muerte. La cuestión es qué hacemos con quienes no los consideren preferibles.
De estos temas habló con la diaria, desde un enfoque laico y humanista, la médica Clara Fassler, integrante del colectivo Muerte Asistida Digna en Uruguay, y también destacada impulsora del Sistema Nacional de Cuidados. Es muy útil leer lo que dijo.
Hasta mañana.