Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
Una comisión de la Cámara de Representantes investigó actividades ilegales de espionaje realizadas desde organismos policiales y militares, de 1985 a 2005. Una vez terminada esa tarea, que llevó más de 30 meses, se decidió informar a la Justicia, y en noviembre de 2018 el entonces diputado frenteamplista Luis Puig presentó una denuncia penal.
Ayer se supo que el fiscal Enrique Rodríguez, especializado en delitos económicos y complejos, consideró “contundente la evidencia obtenida” pero pidió el archivo de la causa, porque los delitos que a su entender podrían imputarse ya prescribieron.
Según señaló Rodríguez, hubo abusos de funciones, pesquisas ilegítimas, violaciones de domicilio y de la privacidad en perjuicio de partidos, organizaciones sociales e incluso organismos estatales. Pero en todos los casos las penas máximas previstas son inferiores a diez años, y desde 2015 “está extinguida la posibilidad de ejercer la acción penal”.
De todos modos, alarma la confirmación de actividades delictivas desde el Estado durante dos décadas, y más grave aún es que, según afirmó el fiscal, no sea posible determinar hasta qué punto las altas jerarquías tuvieron conocimiento de lo que hacían sus subordinados.
De la incertidumbre nos podrían sacar varias respuestas distintas, y es difícil decidir cuál sería peor. Si ese conocimiento no existió, los jerarcas dieron muestras de una abismal incompetencia. Si no quisieron saber, fueron pusilánimes indignos de sus altos cargos. Si supieron pero dejaron delinquir, fueron cómplices de atentados contra la democracia. Si ordenaron el espionaje, fueron traidores de la peor calaña.
En el proceso de salida de la dictadura se discutió mucho el concepto de “democracia tutelada”, referido a que el aparato represivo seguiría impune, ileso y dispuesto a vigilar y controlar las actividades sociales y políticas cuya legalidad se había reconquistado. Esta era, sin duda, la intención de la dictadura cívico-militar cuando comenzó a negociar formalmente con algunos partidos.
También fue claro que, en los años siguientes, los represores tuvieron que renunciar a sus ambiciones más notorias en ese terreno, pero ahora se confirma que siguieron al acecho. Hubo responsables, directos e indirectos; es lamentable que no se aclare quiénes fueron y en qué medida.
De 1985 a 2005 fueron presidentes Julio María Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle Herrera, otra vez Sanguinetti y Jorge Batlle. Por el Ministerio del Interior pasaron, entre otros, Antonio Marchesano, Francisco Forteza, Juan Andrés Ramírez, Raúl Iturria, Ángel María Gianola y Guillermo Stirling. Por el de Defensa Nacional, entre otros, Juan Vicente Chiarino, Hugo Medina, Mariano Brito, Daniel Martins, Raúl Iturria, Juan Storace, Luis Brezzo y Yamandú Fau. Todos ellos son, hasta que se pruebe lo contrario, inocentes, pero también sospechosos.
Algunos sostienen que lo mejor es no reclamar responsabilidades pasadas y mirar hacia adelante. En este sentido, cabe señalar que la Ley de Urgente Consideración aumentó los poderes de la Secretaría de Inteligencia Estratégica, que depende directamente de Presidencia, y las posibilidades de mantener en secreto sus actividades.
Hasta mañana.