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Andrés Rinderknecht y Washington Jones, junto a un buitre actual, en el Museo Nacional de Historia Natural.

Foto: Federico Gutiérrez

Buitres gigantes surcaron nuestro cielo hasta hace al menos unos 12.000 años

18 minutos de lectura
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Una investigación paleontológica informa por primera vez sobre la presencia de “súper buitres” en el Pleistoceno de Uruguay. Incluso podría tratarse de una nueva especie de ave carnívora y carroñera, aunque aún es muy pronto para saberlo.

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Suelo decir que la ciencia es una disciplina narrativa. A medida que los científicos y las científicas hacen su trabajo, van construyendo un relato sobre el mundo que nos rodea. Generalmente con sus investigaciones agregan una o dos palabras a esa narración. A veces tienen suerte, o talento, o constancia, o todas esas cosas, y suman un párrafo completo. Un puñado, como Charles Darwin, Isaac Newton o Johannes Kepler, por decir algunos, incluso ha llegado a aportar hasta un capítulo entero. La ciencia tiene también consecuencias prácticas que impulsan desarrollos médicos y tecnológicos. Puede incluso aumentar el valor agregado de lo que produce un país y permitir una mejor distribución de la riqueza. Pero confundir las consecuencias de esa búsqueda de conocimiento con el valor que la propia búsqueda tiene es como valorar a un ser humano por lo que es capaz de producir en una jornada laboral de ocho horas en lugar de por ser una persona única e irrepetible. La ciencia tiene esa capacidad de fascinar porque precisamente es una forma de contar el mundo. Y a los seres humanos nos encantan los relatos.

En esta ocasión, como sucede a veces en la paleontología, la palabra que se agrega al relato del universo es una que tiene un lugar guardado en uno de los tantos párrafos sobre la vida en este planeta. Es que el registro fósil es incompleto porque no todos los animales o las plantas se fosilizan. Y cuando lo hacen, hay que tener la suerte de dar con ellos. Había ciertas inconsistencias en lo que sabíamos de la vida en estas tierras hace varias decenas de miles de años. Y hoy, gracias al trabajo de paleontólogos y biólogos del Museo Nacional de Historia Natural (MNHN), de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República y de un colega de la Universidad Autónoma de Entre Ríos, Argentina, podemos sumar a ese relato de lo que sucedía aquí hace aproximadamente entre 30.000 y 12.000 años el término “súper buitre”. Y al hacerlo el párrafo se va haciendo más coherente. Por eso Andrés Rinderknecht, encargado de la colección de paleontología del MNHN y uno de los autores del trabajo, dice que “este hallazgo de los súper buitres, y también de caranchos enormes que encontramos previamente, lejos de ser una sorpresa, es algo que estábamos esperando que pasara”. Pero no nos adelantemos. Los relatos tienen un principio, un desarrollo y un desenlace. Vayamos hacia allí.

Empezando por el final

La publicación de un artículo científico es, por lo general, una de las etapas finales de un proceso de descubrimiento de algo que merece ser compartido con el resto de la comunidad de investigadores –y allí husmeamos algunos curiosos en busca de cosas maravillosas para contarles a los lectores y las lectoras–. La publicación de “Primer reporte de un catártido de gran tamaño del Pleistoceno Tardío de Uruguay”, escrito por Washington Jones, Rinderknecht, Raúl Vezzosi, Felipe Montenegro y Martín Ubilla en la revista Journal of South American Earth Sciences, da cuenta del estudio de tres fósiles. Uno de ellos es un fragmento de una fúrcula, un hueso del pecho de las aves que cualquiera que haya comido pollo habrá llamado “el huesito de la suerte”. Luego analizaron una fíbula, que es el hueso delgado de la pata del ave que corre en paralelo al tibiotarso, que es el otro fósil que estudiaron. Esos tres fósiles tienen características especiales que ameritaron hacer un trabajo científico. Juntos dan cuenta, por primera vez, de la presencia de buitres, que pertenecen a la familia de los catártidos, en el Pleistoceno de nuestro país. Pero esto es el final de una larga historia, de búsquedas en barrancos, de horas midiendo fósiles, de pestañas quemadas, conjeturas descartadas y alegrías embriagadoras.

Reconstrucción artística del súper buitre, de Felipe Montenegro.

Hablemos un poco de los buitres del Nuevo Mundo, un grupo de aves carroñeras que hoy está representado por siete especies. De mayor a menor tamaño tenemos al enorme cóndor andino (Vultur gryphus), el cóndor californiano (Gymnogyps californianus), el jote real de las selvas brasileñas (Sarcoramphus papa), y luego los más pequeños buitres de cabeza negra (Coragyps atratus), roja (Cathartes aura) y amarilla (dos especies, Cathartes melambrotus y Cathartes burrovianus). De estos cuatro buitres, tres viven hoy en nuestro país: el de cabeza roja, el de cabeza negra y el de cabeza amarilla Cathartes burrovianus.

Pero eso no siempre fue así. En el pasado la familia de los catártidos era aún más numerosa, y se conocen cinco especies para el Pleistoceno e inicios del Holoceno de Sudamérica, es decir, desde hace unos 2,59 millones de años hasta hace unos 10.000 años. La mayoría de ellos se habían encontrado en Argentina y Perú. Hasta ahora, que gracias al trabajo de Jones, Rinderknecht, Vezzosi, Montenegro y Ubilla podemos decir que también vivieron catártidos extintos en Uruguay. Y no eran unos buitres cualesquiera. Con casi tres metros de punta a punta de ala, estas aves eran unos verdaderos gigantes a los que a partir de ahora llamaré “súper buitres”.

Pero hablar ya de súper buitres que de pasar volando sobre nuestras cabezas nos harían caer la quijada y sacar el celular para ver si logramos fotografiar y determinar qué es ese carroñero monstruoso que oscurece el cielo es empezar por el final. Así que, para ordenar este relato, conversamos en el MNHN con Jones, biólogo curador de la colección de aves, y Rinderknecht, curador de la colección de paleontología, primeros dos autores del artículo.

El hallazgo que casi no fue

En el artículo publicado se dice que la fúrcula, que pertenece a la colección de paleontología de vertebrados de la Facultad de Ciencias y lleva el número FC-DPV 2881, fue recolectada por Rinderknecht en el arroyo Malo, en el departamento de Tacuarembó, en sedimentos de la Formación Sopas que tienen una antigüedad de unos 30.000 años. Y si bien es cierto, eso no es todo lo que hay para contar. De hecho, esa fúrcula fue verdaderamente un huesito de la suerte. De alguna manera, el destino había tironeado de ella y, quedándose con la parte más grande, formuló el deseo de que Rinderknecht la encontrara.

“Cuando la encontré, en un barranco del arroyo Malo, era apenas un pedacito que parecía un fragmento de costilla, no tenía nada diagnóstico, nada que permitiera identificarlo fácilmente. De hecho, lo vi y lo dejé donde estaba, porque hay miles de huesos así, pedacitos de costilla y vértebras que no dicen mucho”, recuerda Rinderknecht. Todo podría haber terminado allí y hoy no sabríamos que estos súper buitres vivieron en Uruguay. Es como si Los Estómagos nunca se hubieran formado: no habría hoy Buitres Después de la Una. Pero Rinderknecht de alguna manera sintió que el huesito de la suerte tenía algo para contarle.

Andrés en barranco del arroyo Malo, Tacuarembó, donde apareció la fúrcula. Foto: Daniel Ubilla

“A los cinco minutos volví atrás y me dije que algo tenía ese pedacito fósil. Mentalmente empecé a compararlo con otras cosas. Vi que no era una costilla, no era un pedacito de asta de ciervo. No podía dar con nada. Entonces me dije que era algo raro”, sigue recordando. “Lo envolví y lo guardé en un bolsillo. Y al ratito me vino la idea. ¿No sería una fúrcula? Entonces lo desenvolví, lo coloqué en el terreno y lo empecé a ver. Le dije a Martín Ubilla que parecía una fúrcula de ave, pero de ser así tenía que ser un ave muy grande. No tenía idea de si era un cóndor o un fororraco, pero si era un ave no había dudas de que era enorme”, agrega. Los fororracos, también conocidos como aves del terror, eran unas aves carnívoras que no volaban y de las que Rinderknecht y Jones publicaron trabajos atestiguando que llegaron hasta hace unos 12.000 años.

Motivado por el gran tamaño del ave, Rinderknecht, que cuando encuentra un fósil que le interesa es como un rottweiler que tranca su mandíbula y no deja escapar a la presa, no se dejó estar. “Entonces volví al barranco, comencé a recorrerlo todo, hasta que encontré otro pedacito de la misma fúrcula”. Si encontrar un fósil es difícil, encontrar dos partes separadas de un mismo fósil lo es mucho más. “Me guardé el otro pedazo y ya en el auto, cuando volvíamos a Montevideo, le dije con más seguridad a Ubilla que me parecía que era una fúrcula. Al volver, le envié la foto a Jones y me vine a la colección del museo a compararla con las fúrculas de la colección”, añade Rinderknecht. Jones acota: “Sólo Andrés puede ver ese pedacito de fúrcula en Tacuarembó y darse cuenta de lo que puede ser”.

Ya en la colección, Rinderknecht comenzó comparando su fósil con la fúrcula de un albatros, que es el ave voladora con mayor envergadura de alas. “Pero no era. Vi muchas y muchas hasta que di con un esqueleto que Jones había traído de Brasil de un buitre, y me di cuenta de que era igual, sólo que mucho más grande. Entonces le dije a Jones que estaba seguro de que era un catártido”, relata.

En los trabajos científicos por lo general se cuentan las ganadas. Pero pensar científicamente implica equivocarse, explorar, hacer y descartar hipótesis. Hacer un hoyo en uno no sólo no es frecuente, sino que da para desconfiar. “Pensé que era la fúrcula de un ave muchísimo más grande que un cóndor, porque hasta ese entonces no podía creer que un cóndor fuera tan grande en comparación con un buitre”, reconoce el paleontólogo. “Jones me decía que el cóndor era un bicho enorme, pero para mí era demasiado gigante. Después, cuando empezamos a verlo, y yo vi el tamaño que tenía un cóndor, resultó que sí, tenía el tamaño de un cóndor hembra”. Jones ríe. “Es divertido cómo los científicos a veces nos embalamos. Como a Andrés le encanta bautizar los trabajos en proceso, en mi computadora hice una carpeta llamada ‘Súper cóndor’. Llegamos a presentar estos materiales en un congreso en Argentina como súper cóndor, pero luego, en el proceso, vimos que no era un súper cóndor”, dice luego. Bien, no sería un súper cóndor, pero les digo que sí un súper buitre. Aunque eso vendría después. Perdón por tanto spoiler, pero Rinderknecht tiene más anécdotas interesantes sobre los hallazgos que los llevaron a confirmar la presencia de estos súper buitres en nuestro país.

Cuadro comparativo de tamaños. Felipe Montenegro

“Hacía años había encontrado la fíbula que reportamos en el trabajo en el arroyo Sopas, en Salto”, dispara Rinderknecht. “En ese entonces me había parecido que tenía que ser la fíbula de un ave muy grande. Pensamos que podía ser de un fororraco, pero no tenía nada que ver. Descartamos todo lo que podía ser, ya fuera comparando con fósiles o con animales vivos en Uruguay”. Como sucede muchas veces, aquel fósil fue a parar a un cajón. Pero el huesito de la suerte volvería a hacer de las suyas. “Después de haber estado trabajando como un año con la fúrcula, estábamos comiendo y se me ocurrió. ¡Un ave enorme tiene que ser un cóndor! Lo comparamos y resultó que no parecía un cóndor, pese a que tenía similitudes. Ahí fue que pensamos que podría ser un Teratornis”, rememora.

Teratornis eran unas aves gigantescas, más grandes aun que un cóndor actual. “Sería el primer Teratornis encontrado en el Pleistoceno Tardío de Sudamérica”, dice Jones recordando la emoción del momento. Al punto que hizo una carpeta en su computadora que mostraba nuevamente qué tan embalados estaban. “La nombré ‘Teratornis uruguayensis’”. Pero, una vez más, la carpeta no terminó haciendo honor a su nombre. Al pedir una fíbula de Teratornis al Rancho La Brea, en Estados Unidos, vieron que, si bien se parecía, no era. “Volvimos a comparar la fíbula con la de los cóndores, y resultó que sí era parecida”, apunta Rinderknecht.

“La fíbula es un hueso que también tiene cosas peculiares. Este fósil no es igual al de la fíbula de un Teratornis, tampoco a la de un cóndor ni a la de los demás catártidos actuales o extintos conocidos. Tiene algunas características que la asemejan a la del cóndor californiano. ¿Qué es entonces? No lo sabemos”, dice Jones. Al análisis de la fúrcula le sumaron entonces el análisis de esta fíbula y también el de un tibiotarso encontrado por el coleccionista Rolando Bianchi en la cañada Prestes, a unos ocho kilómetros de la ciudad de Dolores, en Soriano. El tibiotarso fue encontrado en sedimentos de la Formación Dolores, en estratos que se han datado en unos 12.000 años. Y al estudiar los tres fósiles es que están seguros de que pertenecen a un catártido distinto a todos los actuales y a los fósiles ya encontrados.

Fíbula encontrada en Arroyo Sopas, Salto. Foto: Gentileza Washington Jones

El súper buitre

En el artículo comparan estos tres fósiles con los de todos los catártidos conocidos, extintos o actuales, y también con los Teratornis. “Lo que vimos fue que los materiales estaban como en una posición intermedia entre el cóndor andino, que es un ave voladora gigantesca, que anda en un rango de masa corporal de entre nueve y 11,6 kilos, y la zona donde estaría el cóndor californiano, que es un carroñero que hoy en día vive sólo en Estados Unidos y que anda por los nueve kilos”, explica Jones.

Si bien es imposible determinar que los tres fósiles, encontrados en lugares diferentes e incluso con antigüedades distintas (la fíbula y la fúrcula con unos 30.000 años, el tibiotarso con unos 12.000), pertenezcan a la misma especie del mismo animal, las relaciones que estudiaron entre la fíbula y el tibiotarso, huesos de la pata que se articulan, es decir, que son vecinos de contacto en la anatomía del animal, parecían coincidir en tamaño y proporciones. La fúrcula, sin embargo, aparenta ser de un animal un poco más grande que lo que cabría esperar para el tamaño de los huesos de la pata.

“La fúrcula entra en el rango de variación de las hembras de cóndor. Hay un dimorfismo sexual muy grande en el cóndor andino, que hace que la hembra al lado del macho parezca de otra especie. Es increíble”, dice Jones mostrando que por más que uno sea experto en aves, este mundo no deja de sorprendernos. Pero esta diferencia no debe hacernos pensar necesariamente que se trata de dos buitres distintivos. “Hay aves que tienen los huesos de la parte de arriba muy grandes con respecto a los huesos de las patas. Entonces es difícil saber exactamente si serían o no de un mismo tipo de animal”, señala Jones.

Perfectamente podría tratarse de una especie de buitre que tuviera la fíbula del tamaño de un animal más pequeño y la fúrcula del tamaño de un animal más grande. “Así es. Eso se observa en el Teratornis. Era un ave gigantesca, y si ves la fúrcula es enorme, mientras que los huesos de las patas son muchísimo más chicos que lo que uno esperaría ver en un animal con una fúrcula tan grande”, ejemplifica Jones. Más chico entonces que un cóndor andino, pero un poco más grande que el cóndor californiano. Un súper buitre.

Fosil de fúrcula del buitre gigante. Foto: Gentileza Washington Jones

Nuevas especies y cuestiones gremiales

Ya que los fósiles que estudiaron no coinciden con ninguno conocido, ¿podría ser este súper buitre que describen aquí, con unos tres metros de punta a punta de ala y un tamaño similar al de una hembra de cóndor, una especie nueva? “Estoy convencido, y Andrés también, de que el tibiotarso se trata de una especie nueva y distinta a las ya conocidas”, dice Jones. “Pero desde el punto de vista sistemático no podés postular una nueva especie con un diagnóstico basado en un solo hueso, que aparte es fragmentario”, reconoce.

De hecho, en el trabajo señalan que se puede contemplar “la posibilidad de asignar a la fíbula FC-DPV 2881 y el tibiotarsus CB 109 al género Gymnogyps, incluso asignándolo a una nueva especie. Sin embargo, está claro que se requieren más elementos osteológicos para realizar una designación taxonómica robusta”. Es decir, podría tratarse de una nueva especie de catártido del mismo género de los cóndores californianos. “Pero más allá de si es o no una nueva especie, creo que lo más importante es que estos fósiles muestran que estas aves carroñeras enormes estaban en Uruguay”, sostiene Jones, que además hace otra precisión: “También es interesante que tienen un tamaño que hoy en día no está presente en los ecosistemas sudamericanos. Eso es relevante para lo que se conoce como los gremios”.

“Los gremios son un grupo de especies que comparten un cierto nicho ecológico. Y lo comparten como en un degradé, en el sentido de que hay cierta competencia, pero también cierta exclusión ecológica para que las distintas especies no terminen extinguiéndose por esa competencia”. En este gremio de carroñeros, el súper buitre que encontraron tenía un tamaño distinto, por tanto ocuparía un lugar distinto en ese nicho. “Hay un estudio realizado en un lugar entre los Andes y la selva en el que coinciden casi todos los catártidos sudamericanos, el cóndor, el jote real y dos de los tres buitres que tenemos en Uruguay. Entonces están casi todos los tamaños. Obviamente, el tamaño es lo que prima en la jerarquía de un gremio”, dice Jones, ignorando que puede ser malinterpretado por el PIT-CNT. “El más grande es el primero que va a comer, el primero que va a ahuyentar a los demás. Cuando llega el cóndor salen todos disparados. El jote real desplaza a los otros que vienen atrás, y el buitre de cabeza negra saca corriendo al de cabeza roja”, afirma.

El gremio de las aves carroñeras no se integra sólo por los catártidos. Aquí también interviene el carancho, que es un falcónido, la familia que en nuestro país tiene también varios halcones y a los chimangos. “Aquí cuando viene el carancho todos los buitres se van, por más que su tamaño a veces es más pequeño que el de los buitres. Pero es muy agresivo, lo que muestra que no alcanza sólo con el tamaño e importa también la agresividad de la especie”, dice Jones. Les pregunto qué pasaría si un carancho actual se encontrara con uno de estos súper buitres extintos. “Saldría despavorido”, dice sin dudarlo Rinderknecht. “Hay una diferencia de tamaño enorme. Haciendo una estimación rápida, estamos hablando de unos ocho o nueve kilos de los súper buitres contra unos dos kilos de un carancho. No hay competencia posible”, concluye Jones.

Los estábamos esperando

Al inicio decía que los súper buitres no son una sorpresa para Rinderknecht y Jones, que de alguna manera eran una palabra que tenía un lugar reservado en ese relato de la vida en este rincón del planeta. Rinderknecht desarrolla esta falta de sorpresa.

“Para mí el tema más lindo de este trabajo es el siguiente. Vos tenés hoy unos buitres y un carancho para un tipo de fauna, la de Uruguay, que sacando a las vacas, los caballos y las ovejas los mamíferos que tiene o que tuvo hasta hace poco son los ciervos, los carpinchos, los zorros. Pero si te vas al Pleistoceno, tenés que tener más cantidad de especies de carroñeros y seguramente muchas de mayor tamaño que las actuales. Es algo casi predictivo”, sostiene Rinderknecht.

Fúscula fósil (delante) y de cóndor actual. Foto: Gentileza Washington Jones

Es que en el Pleistoceno, y hasta hace unos 12.000 o 10.000 años, vivieron en Sudamérica una cantidad de mamíferos de gran tamaño. Se los agrupa bajo el nombre de “megafauna” y eran animales de gran tamaño dentro de los que había mastodontes, que eran similares a los elefantes, perezosos gigantes, gliptodontes, que eran como unas mulitas que llegaban a tamaños como el de un auto, toxodontes, mezcla de rinocerontes con hipopótamos, camélidos, como las macrauquenias, y varios más. Todos estos mamíferos eran herbívoros. Y cuando hay muchos herbívoros, tiene que haber carnívoros.

“Yo le había dicho a Jones que tenían que aparecer estas aves carroñeras”, dice Rinderknecht. “Había habido algunos trabajos que hablaban de la falta de carnívoros, pero lo que hacían era construir hipótesis sobre la ausencia en el registro fósil, que es algo muy difícil de verificar. Pero en los últimos años aparecieron varios carnívoros. Apareció una nueva especie de tigre dientes de sable que antes se había encontrado sólo en Norteamérica, el Smilodon fatalis. Luego aparecieron fororracos en el Pleistoceno tardío. Aparecieron caranchos enormes, y ahora catártidos enormes. Todo esto amplía el registro de carnívoros y, en especial, de carroñeros”, agrega. “Este hallazgo de los súper buitres y de los caranchos enormes, lejos de ser una sorpresa, es algo que estábamos esperando que pasara. Si había mastodontes, toxodontes, perezosos gigantes, gliptodontes, que hubiera sólo buitres de cabeza roja, negra y amarilla sería un desperdicio, sobraría carroña”, prosigue.

Uno podría pensar que habiendo megafauna, animales tan grandes que llegaban a pesar varias toneladas, podrían aparecer súper buitres aún más grandes. Pero no es así. “Es una hipótesis altamente especulativa, pero yo no me imagino aves más grandes que un cóndor viviendo aquí, porque si fueran más grandes no podrían volar”, dice Rinderknecht. De hecho, los cóndores se valen de la altura y de las corrientes de viento para lograrlo. Y si comen demasiado, a veces no logran remontar por el peso extra. “Si fueran más grandes tendrían dificultades para volar”, secunda Jones. “Es algo que se ve en la Patagonia. Hay un bicho muerto y se ven los cóndores volando en las alturas. Los locales te dicen que van a bajar el martes. ¿Por qué? Porque, según el pronóstico, el martes va a haber viento. Y si hay viento los cóndores pueden bajar, porque cuando quieran remontar vuelo van a poder despegar”, agrega.

“Lo que a mí me sorprendería sería encontrar un fósil que tuviera el tamaño de un cóndor macho, o que fuera más grande que un cóndor o que tenga las proporciones de un cóndor”, dice Rinderknecht. Jones discrepa. Habla de un ave encontrada en Brasil que, pese a que hay controversia sobre su asignación taxonómica, tendría un tamaño mayor al de un cóndor. Por eso Jones todo el tiempo dice que esto is just beginning, es decir, que el trabajo sobre las aves carroñeras del pasado de Sudamérica recién está comenzando. Es que los huesos de las aves son más frágiles –son huecos para volar–, se ven menos, se fosilizan menos. “Exacto. Y Andrés sólo hay uno”, dice Jones, reconociendo las habilidades de su colega para dar y reconocer fósiles.

“Creo que con las piezas bastantes dispersas que tenemos en Sudamérica, más la información abundante que tenemos de Norteamérica y lo que tenemos hoy en día en África, podemos comenzar a comprender este rompecabezas del gremio de carroñeros con lo poco que hay acá, sobre todo en el sur de Sudamérica. Y eso es un trabajo que se está empezando a hacer y al que los paleontólogos que estudian aves están empezando a prestarle cada vez más atención, cada vez se está hablando más de paleogremios y gremios”, dice Jones. “Muchos análisis paleoecológicos sostenían que había una enorme diversidad de herbívoros que haría que los ambientes no se pudieran sostener. Hoy se está cada vez más lejos de esas hipótesis”. Rinderknecht apunta: “Todo indica que faltan en el registro fósil un montón de carnívoros. Ahora están apareciendo”.

Testigos del fin de los súper buitres

La megafauna habría permitido un gremio de carroñeros más amplio que el actual, con diversidad de tamaños, que hizo posible que estos súper buitres vivieran. Pero la megafauna se extinguió en Sudamérica en un proceso que culminó hace aproximadamente unos 10.000 años. ¿Es esa la razón de que los súper buitres no llegaran a nuestros días?

“Sí, de cierta manera su destino estaba relacionado con la abundancia de mucha carne proveniente de animales muy grandes. Cuando esos animales se extinguieron, desaparecieron tanto algunos cóndores o seudocóndores, los fororracos, los caranchos enormes, y también estos súper buitres. No porque haya habido un cambio climático, no porque los cazara el hombre, sino porque su alimento desapareció”, dice Rinderknecht. Jones amplía: “Cuando los animales son muy grandes tienden a ser especialistas. Puede parecer paradójico que un carroñero sea especialista, uno pensaría que come cualquier cosa, pero al ser tan grandes necesitan una cantidad importante de carne, visible y encontrable. Los catártidos más chicos, que también convivían con estos carroñeros gigantes, sobrevivieron con presas más chicas, como los ciervos, roedores, zorros y otros mamíferos que no se extinguieron junto con la megafauna”.

Tibiotarso fósil (centro) y de buitre cabeza roja (arriba) y negra (abajo) actuales. Foto: Gentileza Washington Jones

Tiene su lógica. Si uno fuera un súper buitre, con alas enormes que requieren un cierto despliegue de energía para remontar vuelo, bajar al suelo para comer un magro tucu tucu o un roedor podría tener el mismo beneficio que para una persona de hoy ir hasta Paysandú porque el asado está 50 pesos más barato que en Montevideo (no vayan, es un ejemplo caprichoso). “Bajar a comer un zorro o un animal incluso más pequeño implica posibilidades que van desde no percibirlos si son muy pequeños o percibirlos pero que resulte muy caro bajar sólo para un bocado tan pequeño”, reafirma Jones. “Por más olfato que tengas, ¿qué te va a resultar más fácil: detectar a un kilómetro o dos kilómetros el olor de un zorro podrido o el olor de un mastodonte de varias toneladas podrido, que debe llenar varios kilómetros cuadrados de un olor insoportable?”, se pregunta retóricamente Rinderknecht.

No es descabellado pensar que los antiguos pobladores de estas tierras no sólo vieron volar y carroñar a estos súper buitres, sino que fueron testigos de sus últimos días sobre la Tierra. “Es probable, sí. No lo permiten decirlo los fósiles de la Formación Arroyo Sopas, porque tienen unos 30.000 años y todo indica que en ese entonces los humanos aún no habían llegado a Sudamérica. Pero el fósil de la Formación Dolores, que tiene unos 12.000 años, permitiría pensar que sí los vieron”, dice Rinderknecht.

“Tradiciones indígenas de Norteamérica hablan del thunderbird, el ave del trueno”, dice Jones. “Muchos arqueólogos sostienen que este thunderbird probablemente fuera el Teratornis, que ese ser mitológico en realidad correspondiera a esta ave de 14 kilos vista por los indígenas pleistocenos. Era un animal más grande aun que el cóndor, así que si lo oías volar probablemente dijeras que era un ave de trueno. ¿Por qué no podría haber pasado algo así en Sudamérica? Faltaría, obviamente, la información arqueológica”, propone.

Dada la abundancia de grandes herbívoros, ambos piensan que aparecerán más especies de carnívoros para el Pleistoceno de Sudamérica, entre ellos, varias aves. De las familias de aves carroñeras, ya han encontrado catártidos gigantes –la familia de los buitres–, falcónidos gigantes –la familia de los caranchos, los halcones y los chimangos– y hasta aves del terror, cuyo pariente más cercana sería nuestra seriema. “Faltaría encontrar un acipítrido”, dice Jones, en referencia a la familia de los gavilanes, las águilas moras y las águilas coloradas. Y de los estrígidos, la familia de las lechuzas y los búhos.

Esas aves carroñeras de gran tamaño podrían aparecen. O no. Así es la paleontología. Pero Rinderknecht redobla la apuesta. “¿Y qué está faltando también en Sudamérica, y que en breve vamos a tener noticias?”, pregunta. “Los teratornítidos. Hay en Sudamérica. Y Jones está trabajando con colegas argentinos en un fósil. Hasta podría llegar a haber Teratornis”, adelanta.

De ser así, el monstruoso Teratornis dejaría de ser una exclusividad de América del Norte. Pero de ello hablaremos cuando salga la publicación correspondiente. Jones pide cautela. Le gusta estar seguro de lo que dice. Así que por más que no haya descrito una nueva especie a partir de la fíbula y el tibiotarso que estudiaron, si él piensa que no se corresponde con ninguna especie conocida, este súper buitre del que hablan sería una especie nueva para la ciencia. Habrá que esperar a que aparezcan más fósiles. ¿Sería Cathartes gabrielpeluffoi un posible nombre? “It’s just beginning”, diría Jones.

Artículo: “First report of large cathartids (Aves, Cathartidae) from the late Pleistocene of Uruguay”
Publicación: Journal of South American Earth Sciences (octubre 2020)
Autores: Washington Jones, Andrés Rinderknecht, Raúl Vezzosi, Felipe Montenegro, Martín Ubilla.

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