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Departamento de Florida (archivo, setiembre de 2015).

Foto: Sandro Pereyra

El error de medir los impactos de la ganadería sólo mediante la huella de carbono

16 minutos de lectura
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Una cuestión de narrativa: pese a que efectivamente la ganadería a pasto produce gases de efecto invernadero, proponer que la alternativa es la producción en feedlot es aún menos sustentable, no sólo para la salud de planeta, sino también socioculturalmente.

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“La industria cárnica es responsable de más emisiones de gases con efecto invernadero que las compañías petroleras más grandes del mundo”, podría leerse en el sitio Actúa Ahora de Naciones Unidas (ONU) en 2020. “La producción de carne contribuye al agotamiento de los recursos hídricos y es el principal impulsor de la deforestación”, agregaban. Ambas líneas fueron parte de una campaña de la ONU en Twitter para promover cambios en la dieta que ayuden a mitigar el cambio climático y así “proteger el planeta”, el 27 de julio de 2020. La cuenta fue dada de baja a las pocas semanas, entre otras cosas, ante un comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay en el que se sostenía que “las comparaciones simplistas y aisladas del impacto ambiental de las diferentes actividades sólo llevan a la confusión y parecen responder a movimientos activistas e intereses poco transparentes”.

Como publicábamos en una nota previa, utilizar mediciones y coeficientes de los impactos de la ganadería en otras partes del planeta, si bien permite hacer generalizaciones, puede implicar desconocer realidades locales distintas. En un país en el que el ecosistema predominante era el pastizal –lo sigue siendo, pero ha disminuido; pasó de ocupar 80% del territorio en tiempos de la colonia a 60%, según datos de 2015– sostener que la ganadería provoca deforestación llama a la rebeldía y a la no aceptación acrítica de lineamientos globales pensados desde el norte y que pretenden ser impuestos como verdades al resto del planeta.

Volviendo a la emisión de gases de efecto invernadero, es cierto, las vacas emiten metano (CH4), principalmente mediante eructos. Sucede que para obtener alimento de las pasturas, las vacas, ovejas y otros rumiantes cuentan con la ayuda de microorganismos que, al degradar los pastos, liberan ese gas. El efecto invernadero del gas metano es mayor que el del dióxido de carbono o CO2, aunque cuánto y durante cuánto tiempo es algo que actualmente se está reviendo. De todas formas, al medir las emisiones de la ganadería, se emplea la medida de CO2 equivalente, es decir, a cuánto CO2 equivale el metano emitido por el ganado, y los cálculos asumen justamente este potencial inmensamente mayor de efecto invernadero para el metano.

Dado que el calentamiento global y el cambio climático no son deseables, se ha propuesto entonces buscar alternativas para reducir la emisión de metano del ganado. Y allí entran en el relato los feedlots, establecimientos donde el ganado está confinado y es alimentado con granos. Dado que los granos sí son digeridos por el estómago de las vacas (y los nuestros), los microorganismos que atacan el pasto no actúan y el resultado es una menor emisión de gases de efecto invernadero. Como además las vacas no se mueven, el engorde es mucho más rápido. En menor tiempo se produce más carne y para cada kilo producido la vaca emitió menos metano. ¡Asunto solucionado! Pues no.

Mirar sólo las emisiones de gases invernadero de la ganadería para salvaguardar el planeta sería un acto de miopía. Más o menos en líneas generales eso es lo que sostiene el artículo “Más allá del CO2: servicios ecosistémicos múltiples de los paisajes de pastoreo ecológicamente intensivos de Sudamérica”, publicado por Pablo Tittonell en la revista Frontiers in Sustainable Food Systems en 2021.

De Argentina (y Uruguay) para el mundo

Tittonell es un investigador argentino del Instituto de Investigaciones Forestales y Agropecuarias de Bariloche, del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y del Instituto de Ciencias Evolutivas de la Vida de la Universidad de Groningen, de Países Bajos, donde reside actualmente. Para el artículo empleó datos de investigaciones realizadas en Argentina, Brasil y Uruguay que analizan diversos aspectos de los sistemas de producción ganadera en los pastizales naturales de esta región pampeana.

Si bien deja claro en su artículo que “los sistemas ganaderos basados en pastizales nativos en esta región pueden tener una mayor huella de carbono” que los sistemas intensivos de animales en los que se mezcla una etapa de pastoreo y una finalización en feedlots donde son terminados a granos y piensos (algo que sucede especialmente en Sudamérica; en el resto del mundo la norma es el feedlot 100%), o que “el rango promedio informado para los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)”, eso es así sólo cuando se mide por unidad de producto, que se calcula por kilo de peso vivo. Cuando eso “se expresa por área”, se atenúa. Mientras por kilo de carne la ganadería a pasto de nuestros países genera entre 13 y 29 kilos de CO2 equivalente, la de feedlot emite entre nueve y 14 kilos de CO2 equivalente, lo que implica una reducción de gases de efecto invernadero de entre 30% y 51%. Sin embargo, al ver qué pasa midiendo las emisiones por área, esa reducción baja a 20%. Pero hay más.

Basado en datos de investigaciones previas, en las que participaron científicos de Uruguay como Valentín Picasso o Pablo Modernel, el artículo de Tittonell comunica que los sistemas de producción ganadera en pastizales utilizan diez veces menos energía externa por kilo de peso vivo y recurren a cinco veces menos aportes de nitrógeno por kilo de peso vivo (ver gráfico que acompaña esta nota). Ahí es que se hace evidente que si lo que nos preocupa es la sustentabilidad y el futuro del planeta, hay que mirar más allá del CO2. No me quiero repetir, pero aún hay más.

La ganadería de pastizal, además, brinda “servicios ecosistémicos de importancia local y global”. Por ejemplo, si comenzara a sustituirse los pastizales nativos por pastos sembrados se reduciría 60% el secuestro de carbono del suelo y casi 100% la infiltración de agua del suelo. Por eso entre los beneficios que van más allá del CO2 el artículo señala que la ganadería del pastizal proporciona “almacenamiento de carbono, protección del hábitat para la biodiversidad, regulación de cuencas hidrográficas, agua limpia, medios de subsistencia y culturas locales”, al tiempo que proporciona “mejores condiciones de vida para los animales de pastoreo”.

Finalmente, en un mundo que procura preservar las diversas formas de vida, Tittonell hace un llamado conservacionista. Sin embargo, no está buscando salvar una especie carismática o un paisaje hermoso para postales. Su advertencia apunta a los desastres que trae dejar todo librado a las reglas del mercado. “Los sistemas tradicionales basados en el pastoreo son menos atractivos económicamente que la ganadería intensiva o la producción de granos y están siendo reemplazados por tales actividades, con consecuencias sociales y ambientales negativas”, advierte.

Con todos estos ingredientes, más datos y abordaje que hacen que su texto debiera ser casi de lectura obligatoria, desde fines de 2021 nos propusimos conversar con Pablo Tittonell. Esta semana los astros se alinearon, así que pusimos REC mientras nos veíamos las caras en nuestras respectivas computadoras.

Discursos y narrativas

El artículo de Tittonell arranca fabulosamente. “Los discursos sobre temas globales como el cambio climático, la salud humana relacionada con la alimentación, la deforestación, la desertificación, la contaminación del aire y del agua o la pérdida de biodiversidad señalan a la producción ganadera como una de sus principales causas”. Discursos. La conclusión del trabajo no se queda atrás. “Diseñar paisajes de pastoreo verdaderamente sostenibles y multifuncionales requiere expandir nuestro pensamiento y nuestras narrativas más allá de las discusiones estrechas informadas por las emisiones de gases de efecto invernadero o las evaluaciones de la huella de carbono”. Narrativas. Ambas palabras destacadas enmarcan la publicación.

“Los discursos son puntos de vista, son opiniones, son instrumentos políticos, pero además están las narrativas. Las narrativas, en el sentido actual del término, tienen que ver con mensajes muy cortitos, que suenan como que tienen mucho sentido y que casi parecen irrefutables, parecen una verdad”, arranca Pablo. ¿Qué tienen que ver los discursos y las narrativas con la producción agropecuaria? Mucho. Pensemos no más en los motores de la economía o en los malla oro. Pablo pone un ejemplo concreto.

“Una de las narrativas más fuertes hace un tiempo fue que no se podía alimentar al mundo sin transgénicos. A nadie se le ocurrió demostrarlo ni apoyarlo con evidencia, no hacía falta, porque era algo que sonaba tan científico y tan de sentido común, que la gente lo tragó, y no solamente el público general, sino hasta los propios científicos. Cuando le preguntás a un científico de dónde sacó los datos para decir eso, dónde están las pruebas de que eso es así, no las hay”, sostiene. “De hecho, las pruebas que empiezan a aparecer dicen lo contrario. Los países más productivos, aquellos en los que la productividad viene aumentado en los últimos 20 años, son los países europeos donde los transgénicos están prohibidos. Y eso sin ser los que usan más plaguicidas. Entonces esa es una narrativa que no tiene sustento, son narrativas que son simplemente un ejercicio de penetración comercial y otras cosas”, argumenta.

Y entonces volvemos a la ganadería. “En el caso de la ganadería existe esta narrativa de que los sistemas intensivos como los feedlots son más sostenibles porque emiten menos CO2. Pero es una que, pese a que empieza a ganar mucha aceptación, tampoco ha sido demostrada”. Sin embargo, advierte, hay elementos que contribuyen a que se apele a una “seudodemostración”. “Por ejemplo, si vos tenés rumiantes comiendo granos, no importa que les estés destruyendo la panza o afectando su salud, emiten menos CO2 porque no están rumiando”, ejemplifica. “Además, como los tenés engordando con granos y no se mueven y los vendés redondos, y como viven cuatro meses en lugar de 12, la emisión total por animal baja, eso es obvio. Pero en realidad estamos viendo una partecita del sistema, no estamos mirando el sistema completo. Esos pequeños elementos permiten rápidamente mostrar datos, comparar las cantidades de emisión de un novillo de feedlot y un novillo producido a pasto”.

Y en esto de las narrativas y de los discursos, el artículo de Tittonell ayuda a mostrarlos en su regia desnudez. “Pero además otro problema es que no se dice que el ganado de feedlot es menos emisor que el ganado a pasto, se usa la palabra ‘sostenible’. Dicen que la producción en feedlot es más sostenible que la producción a campo porque emite menos, pero la sostenibilidad es mucho más que las emisiones, que si bien son un aspecto muy importante, la sostenibilidad es además social, económica, ecológica. Ese es entonces mi ataque contra las narrativas”.

Como ya vimos rápidamente, en su artículo Tittonell facilita evidencia existente que permite enriquecer la discusión y que nos lleva a no quedarnos solamente con narrativas tuiteables que no abarcan la complejidad real de los fenómenos. Con datos como los del uso de nitrógeno y energía, de secuestro de carbono del suelo y su capacidad de infiltración, el trabajo muestra que hay más indicadores para mirar y no sólo la emisión de gases de efecto invernadero. ¿Qué es más sostenible entonces? El artículo de Tittonell es una bofetada a la simplificación perezosa.

Sistema amenazado

El sistema de producción de ganadería a pasto está amenazado. Y su principal amenaza es que es más redituable producir de otra forma. Esto también está atado a las demandas de los mercados. Si demandan carne con más grasa, eso se logra mediante el engorde. El asunto es que si todos, guiados por el bolsillo, se pasan a lo que les resulte más redituable, después resulta difícil recuperar algunas cosas. Por ejemplo, a menos de dos décadas de la irrupción masiva de la soja, los suelos se empobrecieron notoriamente.

“Eso es lo mismo que pasa en otros órdenes, pasa con la forma en que consumimos, con la cantidad de basura que generamos. Tenemos una forma de consumir que nos lleva a que los sistemas productivos tengan que adaptarse a eso”, dispara Pablo. “Por ejemplo, cuando se pasa de la feria al supermercado aumentan enormemente las pérdidas, porque en el supermercado las lechugas o zanahorias no pueden tener marcas, se venden productos que en realidad son la crema de una cosecha. Esa no es la cosecha que sale del campo, se elige lo mejor y eso es lo que va al supermercado. Si todos consumimos de ahí, y es lo que está pasando, generamos una montón de pérdidas”.

Luego volvemos a ejemplos del mundo de la carne. “Conozco casos de productores que tienen un manejo excelente del pastizal, de las pasturas implantadas, productores verdaderamente agroecológicos. Ellos dicen que hoy los matarifes tienen el ojo hecho para el animal de feedlot. Es una nueva generación de matarifes que hace 20 años que está comprando animales de feedlot. Entonces estos productores te dicen que a sus animales a lo último les dan uno o dos meses de granos, para redondearlos, aunque hayan hecho todo el ciclo a pasto, porque si no pierden. Les dan grano para poder venderlos”, cuenta Tittonell. Hay que cambiar el refrán: el ojo del matarife engorda al ganado.

“Es el mercado el que dirige algunas cosas, no sólo el consumidor final, sino incluso el que compra, el consignatario, varias partes de la cadena”, agrega. “Lo peor que nos puede pasar como sociedad es perder al ganadero o al agricultor, porque si va a haber una innovación va a ser una innovación que la van a hacer las personas. Si cambiamos el sistema de ganadería tradicional, donde tenemos algunas familias viviendo en el campo y trabajando con el mecánico local y consumiendo en el almacén de la esquina, etcétera, generando esa economía regional, si reemplazamos eso por un gran pool de siembra, con feedlots completamente anónimos, administrados desde ambientes urbanos desde los que trabajan por teléfono, estamos también destruyendo la malla social del campo. Este también es un aspecto que no es cuantificable, al estilo del nitrógeno, del CO2, o de la plata, pero que tiene un impacto enorme”. Uppercut al mentón.

Evidencia local

Hay que tomar medidas basadas en evidencia. La idea de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero es necesaria. Pero sin tomar en cuenta la evidencia local, es complicado adoptar medidas globales. Sin el conocimiento local, adoptar soluciones y mediciones propuestas por otros que las desarrollaron en otros sistemas suena desatinado.

“Muchas veces se hace énfasis en todo lo que viene de afuera, en lugar de pelear posiciones basadas en evidencia local. Tenés ciencia local que te está diciendo que en este tema hay cosas que no son como se proponen desde otros países, que nuestros coeficientes no son como los de Francia o Alemania, donde hay otros sistemas de producción. Eso es una cuestión que excede a la ciencia, es la política”, reflexiona Tittonell.

El asunto es que no apostar a la ciencia local en estos temas es pegarse un tiro en el pie, incluso para aquellos grupos con miradas más conservadoras y que desean una mínima expresión del Estado en la vida de los países. No dar este debate implica dejar pasar oportunidades de negocio (que, además, dan más sustentabilidad a los sistemas productivos y no afectan tanto el ambiente). Un feedlot puede instalarse en cualquier parte del planeta. La ganadería a pasto no. Hasta que no queramos apostar por otros caminos, el pastizal es uno de nuestros grandes activos. Y de nuestros grandes diferenciales.

“La transición hacia la producción de carne de pastizal se va a dar en algunos países, va a ocurrir en Francia, en Alemania, en Holanda, o por ejemplo en los países bálticos que hoy tienen producción de carne certificada de pastizal. Va a ocurrir en esos países que ya han perdido sus pastizales naturales, y nosotros vamos a estar 20 años atrás, como siempre. Vamos a dedicarnos con políticas concretas a hacer carne de pastizal porque en otro lado lo hacen. Y cuando llegamos nosotros muchas veces los mercados ya están tomados, se llega tarde”, dice Pablo con cierta amargura. “En lugar de nosotros salir ahora a mostrar esto con nuestros científicos, con nuestros datos, con nuestros sistemas de producción, con nuestra tradición, algo que tendríamos que haber salido a mostrar y vender hace diez años, nos estamos yendo detrás del feedlot. Y el feedlot además nos hace dependientes de insumos que no se producen en nuestros países”, añade.

Mientras hablamos tenemos de fondo el conflicto entre Ucrania y Rusia. Rusia abastece 15% del comercio mundial de fertilizantes nitrogenados y 17% del de fertilizantes potásicos. El conflicto va a pasar en alguno momento, pero las dependencias quedan. Una agricultura y ganadería no dependiente de insumos externos es también una cuestión de soberanía y no sólo de cuidado del ambiente.

Ejemplos locales exitosos

Tittonell, sin embargo, no es el John Lennon de “Imagine”. O tal vez sí sea un soñador. Pero sueña sueños guiados por evidencia. Porque la ganadería a pasto que presta servicios ecosistémicos que compensan con creces, o al menos relativizan las emisiones de gases de efecto invernadero, ya existe. Si bien propone hacer una intensificación sostenible, ciertas prácticas de la transición hacia la agroecología ya están sucediendo. Tenemos ejemplos para promover, sabríamos cómo, tendríamos lugares a dónde mirar. Obviamente, hay que mejorar y ajustar cosas, pero hay un presente auspicioso para nuestro futuro.

“En un trabajo de Pablo Modernel, en el que analiza cientos de productores ganaderos, encuentra productores que ya existen que son salientes en términos ambientales y económicos. Eso está muy bueno, no es que tenemos que inventar un sistema desde cero ni promover una transición drástica a la agroecología. Son sistemas que existen”, comenta Tittonell.

“Que tengamos sistemas que funcionan no quiere decir que no haya que mejorar cosas y que no haya que aprender más, desarrollar tecnologías y también desarrollar la innovación organizacional”, sugiere.

“Hoy lo que vemos es que muchos de los productores familiares que siguen haciendo ganadería en pastizal están bastante aislados, bastante perdidos, bastante solos, y son bastante viejos. Sus hijos se fueron al pueblo o a la ciudad, ya no están seguros de si van a volver o no. Entonces también pensar en un modelo como el que encuentra Modernel en sus trabajos requiere una inversión importante, también en hacerle más fácil la vida a la gente. Hoy los más jóvenes, los hijos de estos productores, para tomar el campo de sus viejos tienen que asegurarse que tienen una buena escuela para sus hijos, un buen jardín de infantes, internet, acceso a lo que hoy todos consumimos. También esas son cuestiones que influyen en el sistema productivo, no sólo en la ganadería”, sostiene Tittonell.

En su trabajo, dice que, además de la intensificación sostenible, son necesarias innovaciones en la forma de producción, agregar más conocimiento. También hace énfasis en que debería haber una fuerte apuesta por una innovación institucional en la que los gobiernos tienen que participar. Sin iniciativas que apoyen esto, que lo pongan en valor, que lo defiendan afuera y den facilidades para que suceda adentro, lo que se va a imponer es el mercado.

“Hay que imaginar los sistemas del futuro de forma que rescaten todo lo que se hace bien en los sistemas tradicionales, pero que mejoren e incorporen otras cosas”, reflexiona.

Alimentos para el mundo

Al final de su artículo, Tittonell tira una frase demoledora, o al menos que deja fuera de escuadra a muchos de quienes institucionalmente vienen trabajando hace décadas en la agropecuaria. “‘Alimentar al mundo’ ya no debe usarse como un argumento supuestamente altruista a favor de intensificar la producción ganadera de manera insostenible”. Es que lo deja claro: no estamos alimentando al mundo.

“Las granjas ganaderas industriales actuales sirven a un sistema alimentario mundial inequitativo que, además de no proporcionar alimentos para todos, promueve el consumo excesivo e irresponsable de productos animales baratos, insalubres e insostenibles en ciertas partes del mundo, lo que contribuye a una epidemia de obesidad que afecta a 1.300 millones de personas en todo el planeta”, dice el texto.

La carne no se distribuye equitativamente en el planeta. Por otro lado, se justifica que países como Uruguay, Argentina o Brasil sean graneros del mundo, lugares donde el monocultivo de soja abunda, con la narrativa de que es casi una obligación moral producir alimentos para una población creciente. Pero lo cierto es que la inmensa mayoría de esa soja que producimos va para engordar animales.

“Cuando entré al INTA, en 2014, una de las primeras cosas que promulgué fue la necesidad de desarrollar una cadena alternativa de soja no transgénica. En esa época andaba siempre con un artículo en la mano que decía que el Ejército chino había decidido no alimentar a sus hombres y mujeres con transgénicos por una cuestión de seguridad nacional. Yo decía entonces que eso no iba a tardar en llegar al resto de la sociedad, y que teníamos que prepararnos, porque era lo que se venía”, rememora. ¿Qué pasó?

“Hoy en nuestros países casi no se puede conseguir soja que no sea transgénica. Y eso es algo que limita muchas producciones”, dice, y pone el ejemplo de producción de arroz orgánico con peces en el Chaco y Formosa. “Ellos no pueden certificar su producción como orgánica porque a los peces los tienen que suplementar con soja, y la soja que se consigue es toda transgénica”, dice. “Hay un montón de cadenas que están trabadas justamente por esa locura de la soja transgénica”, dice, y agrega que “incluso estaba la narrativa de que los transgénicos iban a reducir el uso de pesticidas, y todos los países donde aumentó el uso, obviamente del glifosato, pero también de otros pesticidas, son países con transgénicos”.

Leyendo su trabajo queda claro que tenemos que cambiar los hábitos de consumo de alimentos. “De manera masiva y global”, suma desde la pantalla del Zoom. “La Organización Mundial de la Salud [OMS] recomienda 90 gramos de carne por día, lo que da unos 32 kilos por año. El promedio de consumo per cápita mundial es 40, lo que ya está por encima de lo recomendado. Pero hay países donde se consume muy poco y otros donde se consumen cerca de 100 kilos por habitante, por ejemplo Argentina y Uruguay, pero también Inglaterra, o Dinamarca, que consumen 120 kilos per cápita al año”, relata.

“Entonces si nosotros regulamos el consumo de carne y lo lleváramos nomás al valor que nos recomienda la OMS, ya podríamos darnos el lujo de que toda esa producción de carne sea a pasto y encima nos sobraría pasto, porque para alcanzar esos valores habría que bajar la producción. Y lo podríamos hacer en tierras que no se pueden usar para agricultura, porque no son suelos que tengan aptitud para eso”, agrega.

“Si hiciéramos eso, entonces podríamos dejar los pastizales para una ganadería extensiva a pasto que produzca una carne de muy buena calidad y que, sí, va a emitir gases de efecto invernadero, porque son rumiantes, pero vamos a estar emitiendo muy por debajo de lo actual porque vamos a estar consumiendo muy por debajo de lo actual”, sigue mirando un futuro posible y necesario. Pero, claro, para ello se precisan algunas cosas.

“Creo que la decisión de consumir menos carne tiene que ser política y a nivel mundial. En nuestros países vendría bien en términos de salud, porque ya estamos pasados de la cantidad aconsejable, pero también es cierto que en Argentina, por lo menos, hay un montón de gente que la está pasando muy mal y que está comiendo muy mal. Un mejor balance en ese sentido no vendría mal”, plantea.

Le preguntó cómo se toman este tipo de trabajos o lo que viene sosteniendo en los ambientes de toma de decisión. ¿Se les presta atención? “No creo que lo que decimos sea completamente estéril para los políticos. Se van ganando espacios, pero no a la velocidad que uno quisiera. No hay una revolución agroecológica, pero de a poquito se van ganando espacios”, sostiene.

“Fijate lo que pasó con Julian Assange. Si eso no cambió nada, si esas revelaciones que el tipo hizo lo único que cambiaron fue que él no puede salir a la calle, ¿cómo nuestra denuncia sobre el sistema productivo va a cambiar mucho y rápidamente? Las cosas cambian, no podemos decir que no, pero muy lentamente”, dice, agregando un matiz agrio. Tal vez por eso, para cerrar, elige sus palabras. “Yo veo esto con esperanza. Creo además que el recambio generacional ayuda”, confiesa. Los que vienen la tienen más clara. El asunto es dejarles un mundo lo suficientemente vivible para que puedan disfrutar los frutos de haber solucionado lo que nosotros no pudimos.

Artículo: “Beyond CO2: multiple ecosystem services from ecologically intensive grazing landscapes of South America”
Publicación: Frontiers in Sustainable Food Systems (2021)
Autor: Pablo Tittonell.

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