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Somos los ilusos, long play de Gustavo Nocetti.

Nosotros, los ilusos

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Ese diciembre, el del año 2009, caminé por 18 de Julio, bajo un aire amarillo y pegajoso, desde Tres Cruces hasta el puesto de discos de Ayuí, pegado al teatro El Galpón. Entonces lo vi en la vidriera, al estilo decorativo propio de esa tienda que pone 60 veces el mismo disco apilado. Ahí estaba, con su tapa azulada y su foto precaria, la reedición de Somos los ilusos, el disco que grabó Gustavo Nocetti a mediados de los años 80.

Lo quise, lo compré y juro que, si no fui el primero, debo de haber estado entre los primeros desquiciados que pidieron el disco con desespero y con los ojos atardecidos de ansia por tenerlo. Otra vez salí de allí y, bajo el mormazo que ya no me importaba, fui hasta la casa de un amigo que vivía en Salterain y Rivera. Poné este disco y por favor callate la boca, le dije ni bien entré a su departamento.

Según cuenta Fernando Cabrera, después de haberse encontrado con Gustavo Nocetti en Buenos Aires, en 1986, el cantor de tangos lo invitó a hacer la producción musical de su primer trabajo discográfico. En realidad, siendo casi niño, Gustavo había grabado un disco de pocos temas llamado Naranjo en flor, en los años 70; también había participado en algún disco colectivo de la Orquesta de Tango de la Ciudad de Buenos Aires, bajo las direcciones de Carlos García y Raúl Garello (su amigo, mentor, padrino, guía), pero esta vez preparaba su “disco-disco”, su primera grabación solista, y necesitaba, entonces, salir con los tacones de punta para darse contra todo en el ambiente musical –y, especialmente, en el tanguero– de una Montevideo en la que el tango estaba confinado a ir de un bolichito a otro, con acompañamientos malos, con versiones muy rascas de tangos trillados.

Nocetti quería hacer diferencia.

Personalmente, creo que el disco tiene un antecedente porteño. En la década de los 80 eran innegables la caída y el silencio que le sobrevenían al tango, y los reductos tangueros que hoy conocemos como míticos (El Viejo Almacén, Caño 14) no eran otra cosa que cementerios de elefantes. Pero la ciudad porteña contó, también, con un joven monstruo que quiso hacer un poco de ruido y sacudirle el esqueleto al viejo inmóvil en el que se estaba convirtiendo el género: en 1985, Rubén Juárez sacó Piedra libre.

El disco, editado por el sello EMI, tiene la producción musical de Litto Nebbia. Allí se ve a un Juárez descontracturado que canta algunos tangos nuevos con letra de su compinche Juanca Tavera (“¿Qué me querés vender”, “Pedro Esperanza”) y algunas canciones ciudadanas con reminiscencia de tanguez, escritas para él por algunos jóvenes rockeros de la época: Piero, Miguel Cantilo, Juan Carlos Muñiz, Alejandro del Prado, incluso hay una versión en castellano de “Cotidiano”, de Chico Buarque, a dúo con Juan Carlos Baglietto, y una olvidable versión de “Serenata para la tierra de uno”, de María Elena Walsh. También hay lo que, para la época, era un reciente estreno de una canción de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer: “Milonga del trovador”.

Cinco años antes, nada más, con la orquesta de Garello, Juárez había grabado Rubén Juárez del 80, un disco que, si bien contaba con varios tangos nuevos, tenía una estética de orquesta típica propia de esa época, al estilo garelliano (cuerdas, batería, flauta, fuelles, etcétera). Pero Piedra libre significó un gesto en la discografía del cantor argentino: el tango es una piedra que se hunde, y yo no me voy a quedar atado a ella.

En el caso de Nocetti, admirador y luego ahijado artístico de Juárez, Somos los ilusos también es un gesto: hay que salir a matar.

En circunstancias muy similares a las de la producción de Piedra libre –productor no tanguero (más allá del amor y la tanguez que tiene la obra de Cabrera), repertorio nuevo y ciudadano, orquestaciones bien diferentes de las de la época–, sale un disco que parece una declaración de principios: nosotros somos ilusos.

El disco, sin embargo, abre con un clásico, “El último organito”, aunque casi en versión rock: guitarra con cuerdas de acero tocada por Cabrera, el piso pesado del bajo de Andrés Recagno, algunas notitas del bandoneón de Edison Bordón y una impronta fuerte: el tema va de frente, se lo lleva puesto. Una especie de “ya cumplimos con los clásicos; ahora, a ver lo que sigue”.

La playlist del disco tiene varios temas que significan todo un desafío para el tango de aquel entonces y también para el de ahora. Como diría el escritor Álvaro Ojeda, “se murió Nocetti y retrocedimos 30 años”.

Ahora, mientras lo escucho y lo escucho, pienso en que el disco tiene un trabajo de búsqueda al estilo de los años 40, pero con una estética casi futurista: la mayoría son tangos inéditos hasta entonces, que Gustavo buscó, pidió, encontró. Así es el caso de “Por la costumbre de vivir”, de Carmen Guzmán con letra de Héctor Negro (“por la costumbre de cantar / me voy haciendo entender”, sentencia), y “Flaca de abril”, una verdadera bomba de sol entre las canciones escritas por el poeta porteño, con música de Pedro Belisario Pérez (marido de Carmen Guzmán y autor del mentado vals “Amarraditos”, que lleva letra de Margarita Durán y que todos creen un vals peruano).

Hace algunos años, Negro me había dicho que la única grabación de “Flaca de abril” que existía estaba “en un casete que grabó Gustavo Nocetti en Montevideo, allá por los 80”. Hoy, reedición mediante y todo, sigue siendo la única.

Por otro lado, al igual que en el disco de Juárez, aparecen un tema de María Elena Walsh (“Sapo Fierro”) y uno de Piazzolla y Ferrer, marcando la cancha de lo que en ese entonces se llamó “la vanguardia” del tango. También hay una versión candombeada de una canción de Baglietto y Fito Páez (“La música del Río de la Plata”, del primer disco de Baglietto, Tiempos difíciles, de 1982).

Del mismo modo, Nocetti incorpora algunos temas que le dan identidad uruguaya al disco: con la presencia de Cabrera, tiene un aire muy uruguayo que hasta entonces había sido muy difícil de lograr (aún hoy lo es) hablando de tango. Nocetti graba “Méritos y merecimientos”, a dúo con el autor y director musical, y “Tristecitas montevideanas”, de Jorge Bonaldi: batería, bajo, guitarra con cuerdas de acero. Es casi un disco de rock. Y creo que esa era la idea: pasarle el plumero al género. Algo que Nocetti hizo hasta el día de su muerte.

Somos los ilusos es un parteaguas en la forma de concebir un disco de tango (una manera que quizá haya heredado Malena Muyala). Se trata de una ética y una estética. Dentro del género, el disco es una forma adelantada de “lo iluso”. Como dice el tema de Chico Novarro que le da nombre: “Y sin embargo ahora, mirá qué bien lo hicimos, / que de las uvas muertas nacen racimos...”.

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