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Foto: Federico Gutiérrez (archivo, marzo de 2007)

El vecino preferido: Omar Gutiérrez (1948-2018)

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Por increíble que parezca –ya han pasado diez años del final de su De igual a igual–, Omar se murió adelantado a la televisión uruguaya, y nada indica que nuestra caja boba tenga alguna intención de alcanzarlo en sus próximas emisiones. En su esplendor mediático, su estilo de conducción fue leído por colegas y publicistas con la extrañeza que produce aquello que sorprende por desconocido o por nuevo, como un electrodoméstico a estrenar que vino con el manual en chino. Inusual, descontracturado y afable fueron algunas de las etiquetas que sirvieron a los fines de comercializar sus modos, pero sobre todo para intentar entender su incómoda precocidad.

Si reparamos en la historia de la televisión, tomando como básica referencia a los inventores de este negocio y sus productos más emblemáticos, cuando observamos con atención los pasos de comedia que Omar convirtió en sus marcas registradas en los años 90 (abrazos y besos de improviso a sus invitados, bailes, juegos con animales, diálogos con personal fuera de cámara, confesiones a sus televidentes en primerísimo plano y con pequeños gestos de su rostro), su estilo no tiene nada de inusual, ni siquiera de extraño, y responde a un modelo clásico de conducción de entretenedores matinales norteamericanos como Regis Philbin, o nocturnos, como Johnny Carson y David Letterman, que décadas atrás ya habían cimentado sus carreras, su alto prestigio y sus fortunas con las mismas fórmulas de humor, perfectamente milimetradas y guionadas por un ejército de guionistas y productores.

La respuesta a este problema temporal tiene dos partes: Gutiérrez fue un bicho instintivo de tevé, no tan inocente como él mismo se pintaba, que con los años perfeccionó sus mañas e hizo de sí mismo una marca y un personaje (el vecino) que conectó a la perfección con buena parte de los uruguayos, no cualquiera. Para eso –esta sería la segunda parte–, Omar no esperó a que el somnoliento medio nacional lo siguiera o comprendiera sus pasos: hizo lo suyo, y se retiró bastante involuntariamente, con la extrañeza todavía viva y sin un par que haya superado sus proezas, demandando, para qué negarlo, algo de justo respeto por su obra, de parte de la intelectualidad uruguaya y sus referentes culturales.

Como en toda aventura arriesgada, siempre hay –o, en este caso hubo– un personaje que confió en la inversión en este talento. Daniel Romay, en ese entonces dueño de Canal 4, hacía rato que había notado las condiciones de Gutiérrez, que a fines de los 80 era una de las estrellas de la radiofonía uruguaya con su programa De par en par, en CX 12 Radio Oriental, y ya contaba con el buen antecedente de haber conducido El tren de la noche en Radio Montecarlo.

A Romay lo seducía la idea de inventar una versión uruguaya de El perro verde (programa del célebre entrevistador español Jesús Quinteros) y pensó que Omar era la persona indicada. Así fue como una noche de 1989 se produjo su llegada a la tevé, con una versión con imagen y nada ficcionada de su programa radial que, rápidamente, pasó a llamarse De igual a igual, y que mutó para convertirse en el clásico –ahora, de los mediodías– de lunes a viernes, y con una versión sabatina y musical con un ciclo exitosísimo que finalizó en 2008. Durante 2009 el programa mantuvo su emisión de los sábados, con una propuesta similar a la que hoy conocemos bajo el nombre Agitando una más, por Montecarlo Televisión. En esos casi 20 años, Omar fue la cara del canal, como un conductor y entrevistador polifacético, vestido de entrecasa, con camisas a cuadros y vaqueros.

“No, hablando en serio”, aclaraba, pero nunca terminaba de cumplir por completo su promesa, e incluía infaltablemente alguna broma, en su mayoría de doble sentido, en cada frase, incluso en los momentos más solemnes de entrevistas a figuras de la política.

Sin dudas, el humor fue la característica más distintiva de su estilo, pero su originalidad reside en aspectos más sutiles de su presentación. El personaje de Omar estaba construido en base a un espejo al que había decidido ganarle. También, a una conciencia de clase de la que hizo bandera. Así confrontaba su fealdad y su origen popular contra algunas formas de discriminación social, de la mano de la risa y de una afectividad amistosa e inclusiva. A diferencia de colegas, figuras del periodismo –trajeadas y engominadas– con las que le tocó competir, como Jorge Traverso, Ángel María Luna y Néber Araújo, Omar era un hippie que alguna vez fue preso por su militancia en el gremio estudiantil en los 60, y siempre recordaba con orgullo que, desde la época en que pasaba música en un prostíbulo de San José, mezclaba discos de Queen con los de Los Wawancó.

Su mayor motor fue la provocación lúdica, casi infantil, siempre intencional. “Después nos llaman las viejas y nos dicen de todo”, se atajaba, luego de proclamar alguna consigna incendiaria para que sucediera eso mismo, y sucedía. Así, jugaba con su sexualidad, con el abuso de sustancias, con la infidelidad, la pobreza, la corrupción, de un modo tan hábil que siempre resultaba inofensivo. Su gran talento fue el de hacer mucho con muy poco.

Por sus programas pasaron prácticamente todas las figuras relevantes de la música, la literatura y la política en todas sus expresiones, y serán recordados como momentos célebres algunas visitas en particular, como las del escritor Eduardo Galeano, el grupo de rock Motosierra y el ex presidente Jorge Batlle, pero la verdad es que Omar, y lo que repentinamente decidía hacer en cualquier momento al aire, era lo importante de sus programas. Su imprevisibilidad fue una constante que hizo reír a televidentes de muy distintas edades, aunque tenía un particular vínculo de empatía con los adolescentes y los viejos.

Llevó al límite y jugó con el axioma que indica que todo lo que pasa en televisión es mentira, cada vez que tuvo oportunidad. Mostró los hilos y las miserias de nuestra televisión y de nuestra sociedad. Uno de los mejores y más graciosos ejemplos de esto lo pueden buscar en Youtube: en una de sus bromas recurrentes favoritas jugaba con la desaparición o movimiento de sus dientes postizos, los que alguna vez, incluso, decidió olvidar en su camarín.

Terminó su carrera en CX 30 Radio Nacional, en los estudios del Palacio Salvo, donde hizo la última versión de su magazine radial, que ahora se llamaba Pipí cucú, acompañado por Clara, una de sus dos hijas, fanática del grupo de rap AFC y productora del programa.

Conservaba la costumbre de ir y venir todos los días desde su San José natal. Allí había nacido el 21 de enero de 1948, y fue donde comenzó su aventura radial, en la 41 de San José de Mayo, a principios de los 70, con Polentísimo.

Parte de su niñez y adolescencia las vivió en Guichón, Paysandú, en donde su padre fue periodista de El Terruño, pero siempre fue maragato.

Omar comenzó a fumar a los 14 años y no dejó de hacerlo hasta su primer quebranto de salud importante, en 2007, cuando un cuadro de infección respiratoria terminó en el diagnóstico de enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Como él mismo diría, la sacó barata. Luego de ese episodio le costó volver a los medios.

Su vuelta a la televisión trajo una versión algo renovada de la edición sabatina de De igual a igual, que hoy conocemos como Agitando una más, pero Omar era consciente de que ese ya no era su programa. En 2010 llegó a Canal 10 para hacer Hola vecinos, un magazine matutino, pero los directivos de Saeta no lo bancaron demasiado tiempo, y lo redujeron a un segmento más pequeño que se llamó La yapa. En ambos casos, ya notoriamente disminuido, aunque con el talento y el instinto intactos, Omar recurrió a su lado más salvaje y repentista y jugó, sobre todo, con el humor físico, para entregar algunos de los mejores momentos de las mañanas uruguayas, ahora dominadas por nuevos criterios de productores argentinos. Seguía haciendo grandes entrevistas y preguntando de modo pseudoinocente y al hueso.

También volvió a la radio con La oreja, por CX 22 Universal, antes de llegar a Radio Nacional. En televisión, una de sus últimas apariciones fue en el espacio de Doctor en Casa, de Canal 4. En agosto de este año, sus pulmones le llamaron de nuevo la atención y volvió al CTI, esta vez, para irse definitivamente “de gira”. Tenía ganas hacer un nuevo programa en la tele, pero los canales ya no le daban bolilla. Le encantaba escuchar música; estaba orgulloso de su colección de discos compactos del más variado espectro. En eso pasaba sus tiempos más íntimos y placenteros.

Además de un notable comunicador, periodista y difusor de la cultura uruguaya, Omar fue un gran constructor de entornos amigables. Se definía a sí mismo como “optimista y desprolijo”. Nunca aspiró a premios o reconocimientos, pero, sin dudas, se le debe alguno. Televidentes, colegas y artistas hoy recuerdan grandes momentos de sus programas y expresan en las redes palabras de agradecimiento por el espacio que les brindó.

Como en las presentaciones de sus programas de televisión, donde aparecían vecinas, vecinos y paisajes uruguayos en momentos cotidianos, hay algo de Omar que sigue presente en el aire de cualquier vereda, plaza o cruce de avenidas, y que nos permitirá recordarlo con cariño y una sonrisa cada día, casi a cualquier hora.

Ayer, por ejemplo, caminando por la calle Colonia, me crucé, como tantas veces, con una de esas personas que nos lo recuerdan siempre. Llevaba dos bolsos –su clásico de cuero marrón, y otro blanco, algo más pequeño–, una campera bastante abrigada, championes con cámara de aire, y su pelo colorado, a los dos costados, siempre endemoniado.

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