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Las cintas negras de Michael Haneke

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Mirada de neófito.

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Una pelea a garrotazos, entre dos figuras desfiguradas, son la bruma figurativa que más impresiona en la sala de las Pinturas negras (1819-1823), de Francisco de Goya, en el Museo del Prado. En su violencia desnuda, “La riña” porta esa cloaca de sustrato que subyace, que amenaza por debajo de la racionalidad. Como un cadáver pudriéndose durante cuatro décadas en el Valle de los Caídos. Como una manada de legionarios marchando en Semana Santa con una cruz al hombro mientras cantan “El novio de la muerte”. Pero a la vez que amenaza, tranquiliza. Permite situar “en otra parte” esa fetidez.

El cineasta Michael Haneke cuenta que tuvo que dejar la sala del museo porque se sintió enfermo. Pero no pudo evitar volver una y otra vez para ponerse cara a cara con esas radiografías del alma humana. Así como Goya pintaba en secreto esa serie y hacía en público los retratos de la familia real como pintor de la corte, Haneke regresaba por su dosis de oscuridad mientras estaba poniendo en escena, en el Teatro Real de Madrid, una burbujeante ópera de celos y humillación, Così fan tutte (1790), de Wolfgang Amadeus Mozart.

Mucho antes de ese encuentro con Goya de 2013, Haneke hacía sus propias pinturas negras en celuloide. Ahora que las pantallas del circuito de distribución comercial han descubierto, en Guasón (2019), de Todd Phillips, un producto que se aparta medio paso de la narración artificial de la violencia y hunde medio tobillo en el barro, conviene repasar lo que Haneke viene haciendo desde su debut, del que se cumplen, este año, tres décadas exactas.

La reflexión cinematográfica sobre la violencia es, para Haneke, la marca de su cine de autor, en especial en la llamada “Trilogía de la glaciación de los sentimientos”. Al verla ocurre algo diferente que lo que nos pasa hoy cuando vemos esas obras de Goya. En principio porque sólo vemos cuadros en un museo, o sus reproducciones, cuando en verdad se trata de oscuros murales que Goya había pintado para su casa quinta. Los vemos lejos de su época, con ropajes y atmósferas ajenas. La trilogía de Haneke, en cambio, nos asalta con todas las marcas de la normalidad. La familia del implacable y sordo proceso de autodestrucción de El séptimo continente (1989) tiene todos los signos exteriores de una familia de capas medias urbanas como cualquier otra. El adolescente de El video de Benny (1992) puede ser ese sobrino que apenas conocemos pero que nos parece un buen chico. ¿Y qué decir del hijo casi ejemplar, casi buen deportista y casi buen estudiante, que se desquicia junto con el mundo en el puzle de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994)?

Haneke no explica. Va mostrando despacio, sin la necesaria obviedad del cine industrial. Y en ese moroso mostrar sin explicar, ya ese primer Haneke nos espanta. Como más tarde hará, con menos radicalidad, quizás, pero con más manejo de las herramientas con las que dice lo que quiere decir, en la intrigante Caché (2005) o en la estremecedora La cinta blanca (2009). Como casi dos siglos antes hizo Goya con las Pinturas negras.

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