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Mario Vargas Llosa, luego de la presentación de 'Tiempos recios', en la Ciudad de Guatemala, el 3 de diciembre.

Foto: Orlando Estrada, AFP

Zavalita en Guatemala

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Lo más cool entre la gente que lee es no leer a Mario Vargas Llosa, y menos asistir a un evento suyo, por ser alguien que abandera la oposición a tantos discursos de moda –es antifeminista, anticomunista, antiindependentista en Cataluña– y defiende la economía de mercado.

Lo más cool entre la gente que no lee es leer a Mario Vargas Llosa: en parte por el lujo de andar con un libro en la mano, y en parte por curiosidad de aprender algo de historia nacional.

El teatro Miguel Ángel Asturias está lleno hasta el techo para la presentación de Tiempos recios, la nueva novela del último Nobel latinoamericano. Alrededor de la primera fila se destacan muchos guardaespaldas de traje oscuro y con corte de cabello militar, atentos todos a sus vigilados mientras dan la espalda al escenario. Hay morbo en los asistentes. Muchos tienen un ejemplar de la novela, como el que asiste a una clase de historia a resolver sus dudas. La mayoría sólo ha leído este libro del peruano; yo no traigo ninguno, y si acaso, sería La orgía perpetua (1975), sobre Madame Bovary, o Diccionario del amante de América Latina (2006).

Hay cuatro personas en el escenario: la maestra de ceremonias es catalana, Mario es peruano, un entrevistador es español y otro es argentino. ¿Estamos realmente en Ciudad de Guatemala? ¿En el país más poblado de América Central no hay un interlocutor a la altura del visitante? ¿O la editorial que publica la novela prefirió mantener la corrección política para no incomodar a su merced? ¿Van a volver a disertar sobre las virtudes de la economía liberal y el lastre que ha representado la izquierda en la política continental?

Mario luce cansado. Arrastra la voz y parece lento al responder las preguntas. De a poco va calentando motores y aguzando las respuestas. Hay que ser valiente para viajar a un país ajeno y hablarle a la gente de su historia. Guatemala puede ser la excepción, mitad por desinterés y mitad por desconocimiento.

Mario rompe el pacto de cortesía con sus interlocutores y abofetea al entrevistador argentino que, como buen militante de la derecha nacional –asimilado desde el extranjero como tantos–, busca denostar la figura del presidente Jacobo Arbenz, derrocado por la CIA en 1954 y sobre quien gira la novela.

La crítica nacional ha destrozado Tiempos recios, destacando su poco rigor histórico o las muchas imprecisiones del lenguaje, distanciándola de la ambición estructural de Conversación en la Catedral (1969) o del comienzo muy visual de La guerra del fin del mundo (1981), que recuerda a William Faulkner en el primer párrafo de Mientras agonizo.

Mario se contradice en un punto al que vuelve con frecuencia. A pesar de abjurar de su devoción juvenil a Jean-Paul Sartre, siempre lo menciona como un pilar de sus inicios, cuando le hizo creer que la literatura debería regirse por la ética en busca de la lucidez.

Sus lecturas de adolescencia le abrieron el camino que a los 84 años sigue transitando, algo impensable para el que ha nacido en un páramo latinoamericano, allá donde no se practicaba (y no se practica aún) el verbo leer.

Guatemala: bella, violenta y feroz, una mina de materiales maravillosos para un escritor. Latinoamérica: rica y original, leída y traducida a otros idiomas gracias a sus tragedias y a los abusos de sus gobernantes; pienso en “La literatura es fuego”, su discurso al ganar el Rómulo Gallegos por La casa verde en 1967.

El entrevistador español intuye los roces entre Mario y el argentino, y decide calmar el ambiente. Pregunta a Mario sobre el uso del tiempo en la novela, sobre las diferencias entre escribir ensayo o narrativa, y toca la tecla que cambia el curso de la charla, al tiempo que me hace tragar mis malos augurios.

Mario muta cuando se le pregunta sobre el papel del narrador en la historia, y quedan atrás las reminiscencias de la United Fruit Company y las justificaciones para la intervención militar que derrocó al presidente Jacobo Árbenz; entra al escenario Gustave Flaubert y el Nobel cede el micrófono a Zavalita. Este recalca el ahínco del francés para corregir hasta el cansancio los malos textos de sus comienzos, rehaciendo una y otra vez las frases chirriantes hasta pulirlas y convertirlas en música. Confiesa la deuda impagable que desde siempre ha tenido con aquel, recuerda que en su correspondencia encontró el consuelo para la falta de talento que finalmente forjó y le valió el estilo que, a pesar de casi dos siglos de distancia, hace que Madame Bovary resulte una novela moderna.

Después de hora y media, la maestra de ceremonias se excusa por ser aguafiestas e interrumpe el diálogo. Pone punto final y Mario bebe un sorbo de agua, dejando a medias el vaso que no vació, a pesar de hablar por largos períodos. Se pone de pie, dice adiós en medio de un largo aplauso y se marcha apoyado en el bastón. Pienso que sus posturas conservadoras y las imprudencias en sus declaraciones recientes no deberían opacar el brillo de sus primeros libros, y que su muerte será el colofón a la etapa más brillante de las letras del continente.

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