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La máquina de intentar y el Premio Montevideo de Artes Visuales

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Mirada de neófito.

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Dos bloques de adoquín. Encima de uno de ellos, un pequeño motor que mueve un brazo metálico extensible. En el otro adoquín, una esfera perfecta, como de marfil. El motor acciona el brazo, el brazo se extiende, siente en el estómago la tensión de alcanzar, se estira, vibra con la expectativa del que se sabe a punto de. Tan sólo necesita estirarse un poco más. Un poco que es tiempo y espacio. Segundos. Milímetros. El esqueleto felino de aluminio da el salto final hacia la esfera perfecta que lo atrae en silencio. Pero no alcanza. Se despeña y cae, rompiéndose la cara en el abismo. Allá, abajo, medita un instante su fracaso. Deja la marca gris de su sangre metálica en el valle y recomienza. El pequeño motor lo levanta de nuevo. Lo vuelve a la vida para que vuelva a tratar y no poder.

La máquina de intentar 2.0 se llama la obra de Juan Manuel Ruétalo Luccini, presentada al 49° Premio Montevideo de Artes Visuales bajo el rótulo de invento/aparato. Eso, una máquina de intentar, es a fin de cuentas el arte. Igual que la foto experimental con arándanos y flores que hizo Manuela Aldabe imprimiéndose a sí misma en un ciclo de sangrado y oxidación; o la serie de tortas fritas generadas con un molde metálico con la forma de Uruguay, de Agustín Sabella; o los impresos del colectivo Nudehead que reciben desde la escalera del Subte Municipal (Plaza del Entrevero) donde están las obras hasta el 6 de octubre.

Otro núcleo busca darle un nuevo sentido a la ausencia y, a través de la ausencia, a los conflictos escondidos. Es el caso de la instalación Evidencia, de Fernando Foglino –ganadora de este año–, que reconstruye las piezas faltantes de los monumentos públicos y pone en cuestión el concepto de vandalismo. Es una línea de investigación que Foglino ya había ensayado en el Espacio de Arte Contemporáneo, donde situó una estatua decimonónica que se creyó mucho tiempo perdida, y a la que cuando se recuperó se vio que le faltaban pies y manos. Foglino sustituyó con hielo el mármol faltante. Así, las extremidades de la mujer ensoñada se iban derritiendo –¿como una época, como una idea de mujer?– a ojos del espectador. Ahora la reconstrucción es metálica porque no quiere enfocarse, esta vez, en la fragilidad y lo caduco, sino en conflictos más perennes dentro de la sociedad, en ciertas rebeliones calladas contra lo impuesto. En una línea similar de reflexión está la hermosa pieza de Guadalupe Ayala –que hace pensar en las obras submarinas de Damien Hirst, con las obvias diferencias de escala– y la Arqueología en la volketa, de Alfredo Ghierra.

Otros autores optaron por la cita y la reubicación, como Diego Píriz sobre Edward Hopper (quizá demasiado lineal) o Matilde Campodónico con su Sueño de una tarde dominical en la playa Malvín, donde logra un diálogo mágico y robusto con uno de los murales más célebres de Diego Rivera. Junto a la obra de Campodónico otra fotografía potente, Las manchas del verano, de José Pilone, interpela sin ancla y nos dice que todo, no sólo el arte, es apenas una máquina de intentar.

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