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Fourteen

Anatomía de una amistad: Fourteen, de Dan Sallitt

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En la infancia la amistad se forja por una proximidad geográfica, casi por un natural proceso de ósmosis entre dos sustancias. Hay un niño de tu edad en tu mismo edificio y por alguna razón, así como así, es el amigo del barrio. Al despuntar la adolescencia los criterios a la hora de entablar amistades se vuelven un poco más rigurosos, pero la cosa sigue atravesada por cierta arbitrariedad pautada por las proyecciones y fantasías construidas alrededor de los distintos grupos de pertenencia. A los 20 el haz de luz se va afinando, y las amistades comienzan a determinarse más por intereses afines y por el tiempo y los proyectos compartidos. Ya a los 30 la conservación de amistades y la aparición de nuevos amigos están atravesadas por un proceso mucho más complejo y opaco, algo que tiene que ver con proyectos de vida y con una agenda que empieza a generar desencuentros en esos espacios de tiempo muerto compartido, que funcionaban como uno de los grandes coagulantes de la amistad en las etapas previas.

Centrada exclusivamente en una década de amistad, Fourteen hace un ensayo sobre estas distintas instancias de los vínculos. El film aborda la relación entre Mara (Tallie Medel) y Jo (Norma Kuhling), dos amigas que desde la infancia tienen una relación íntima aunque desbalanceada. Ya desde lo fisonómico y expresivo no podrían ser más distintas: Mara es morocha, petisa, regordeta, y todo lo que dice parece salir de vagos hálitos que pasan por su laringe como pidiendo permiso; Jo es rubia, altísima y espontánea, y cada palabra que sale de su boca es tan cortante como un desenvaine de katana. Mara es la figura que sostiene y la que acude al rescate ante cada uno de los problemas en los que se mete su amiga, pero Jo tiene un brillo seductor que permite que la más apocada del binomio pueda vivir sus aventuras.

Un momento intrascendente pero diáfano de esta división de poderes se produce cuando uno de los tantos novios de Mara (la película contempla varios años de amistad, y una de las pistas para calibrar la magnitud de las elipsis es la existencia de chicos que forman o dejan de formar parte de las vidas de ellas) le comenta que, aunque Jo le parece linda, no le atrae en lo más mínimo. Mara se sorprende tanto por el comentario de su pareja que se queda observando a su amiga con detenimiento de entomólogo, sin entender cómo alguien es capaz de ver algo no tan impresionante detrás el halo que encandila su mirada.

Este detalle de la mirada sobre el otro y los sorprendentes puntos de invisibilidad en lo evidente es esencial en Fourteen. La mirada enternecida de Mara se convierte en un telón a través del cual los comentarios de los hombres que rodean a Jo comienzan a funcionar como agujeros o cortes por los que se filtra una nueva luz. Ellos –casi todos atractivos, estilizados, cool– empiezan entusiasmados, pero en determinado momento acuden a Mara sin saber cómo actuar con respecto a su amiga. La de ellos no es una mirada de fastidio, tampoco de desidia: más bien colinda con el espanto. Incluso el acercamiento y la preocupación más paternal de otros novios más maduros termina por funcionar como un biombo que los separa del horror.

Es extraño usar la palabra “horror” para una película indie, suave y conversacional como esta, pero de alguna manera Fourteen es, bajo los mantos cálidos de lo cotidiano, una película de horror en la amistad, en la que el monstruo final es la enfermedad psíquica. Tal como un monstruo, los rasgos del trastorno psicológico de Jo se revelan de a poco, quitándole energía, volviéndola cada vez más frágil y errática (cuando se encuentran en el último cuarto del film se le borró del rostro todo ese candor, a tal grado que su estatura parece haber disminuido diez centímetros), como si fuera la mujer de “El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga. Cuando asoma lo terrible, como aquel insecto gordísimo de sangre que cae de la funda de la almohada, ya es demasiado tarde.

El gran logro de Dan Sallit es poder contar a cuentagotas estos cambios de carácter, estas progresivas asimetrías que se dan en una amistad, sin tener que recurrir a una gran batería de declaraciones y momentos frenéticos. No hay una razón diáfana, sino un conjunto de elementos invisibles que configuran el espacio, algo que se nota en el acierto de dejarnos con el misterio de qué le pasó a Jo a los 14 años, cuando todo empezó a desbarrancarse. Esto último no es simplemente una vocación de mantener el misterio: es un posicionamiento ético sobre cómo nos hacemos como personas. En un montón de historias del cine y la literatura se nos quiere presentar el origen de un mal en algún episodio o callo traumático, una especie de método de catarsis según el cual, una vez que encontramos la escena, todo comienza a mejorar. Sallit piensa distinto, y todo es más bien una acumulación en la que nunca hay una explicación resolutiva.

Quizás por todo esto Fourteen es como el costado trágico de una película que parece hablar de algo muy similar: Frances Ha (Noah Baumbach, 2012). La diferencia entre las dos, más allá del tono, está en el uso de las elipsis puestas en juego alrededor del lenguaje cinematográfico. La película de Sallit privilegia lo estático, con planos fijos en los que las protagonistas parecen entrar o salir, algo que podría emparentarlo, sobre todo, con el austero estilo del director coreano Hong Sang-Soo. Esta aparente segmentación dura de los planos, sin embargo, permite que afloren los pequeños detalles, algunas mínimas inflexiones en la voz que bordean lo mumblecore, y abre mucho más el panorama que el más clásico recurso de plano-contraplano.

Pero más que nada, el recurso más logrado en el film es el de las elipsis, casi nunca explicitadas, que dotan a la vida de una dimensión mucho más aleatoria y cambiante (y real) de lo que suele ser cuando es llevada al cine. Quizás desde Career Girls, de Mike Leigh (1997), no había visto una película tan profunda desde su sencillez del retrato de una amistad entre mujeres.

Fourteen. Dirigida por Dan Sallitt (2019). En Cinemateca.

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