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Ilustración: Ramiro Alonso.

Un silencio que atiza

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Al final del día, o al aletargado comienzo, hay un silencio; es un silencio que atiza nuestros oídos. El canto de este silencio vuela por el aire hasta retumbar como un zumbido por nuestro cerebro. Es el silencio de esta pausa que nos revela sonidos insospechados, reflota voces perdidas, devuelve memorias sumergidas por el runrún de la labor incesante. Una gran pausa que nos ha dado esto: un silencio ensordecedor y el espacio/tiempo para escucharlo.

Entre los papeles de Franz Kafka se encontraron ocho cuadernos azules entre los cuales había tres que contenían reflexiones y aforismos que vieron la luz como Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero. Uno de estos breves textos dice: “No es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies”.

Hace unos días Mariana Enriquez escribía en “La ansiedad”, su texto para el dossier Diario de la pandemia, que no podía pensar con claridad, que no podía decir, que carecía de la capacidad de interpretar la coyuntura que estamos atravesando, pero al hacerlo desplegó una obra que no hace otra cosa que expresar este momento, desarmarlo para volver a armarlo ante nuestros pensamientos. Su queja describe el mundo que hoy se nos postra entre los cuatro muros que nos encierran y, sin quererlo, formula un conjuro para el tiempo en el que vivimos; sin quererlo escucha el sonido del silencio, siente el zumbido, dice la angustia, crea una obra sobre la incapacidad de un escritor para la creación.

Hay otros. Hay quienes se sumergen con un clavado en la gran pausa y quieren escuchar, pero no logran decir, se silencian. Ni el ojo implacable de Dios castiga tanto como el sensor que llevamos dentro de nosotros mismos. El superyó de Kafka era tan rudo que pidió que toda su obra fuera eliminada. Son conocidas ya las circunstancias por las que esto no pasó y pudimos disfrutar de su escritura. Los citados textos de Consideraciones acerca del pecado... fueron numerados del 1 al 109 (orden que permitiría suponer que existió, quizás, una intención de compartirlos) y sintetizan las ideas del autor en torno a lo que hoy conocemos como la estética de “lo kafkiano”: la angustia, el sinsentido, lo inefable y el absurdo; también el pecado y la culpa; ese autocastigo con el que nos flagelamos tanto por nuestra improcedencia cotidiana como por nuestra falta primordial.

La culpa como castigo por el pecado de escribir nace, especialmente en Kafka, como una escucha equivocada de sí mismo, una escucha distorsionada por la autoimagen herida. Una escucha que quiere revertir el silenciamiento provocado por la filtración de la mirada paterna, ese superyó ubicuo que fuerza la mirada para que el autor se aleje del espejo de la escritura. La cultura de la culpa suele simbolizar al narcisismo con el espejo y atar al artista con el pecado del ego, pero se olvida de que el espejo no sólo refleja el rostro del creador, sino que tiene la propiedad de devolver todo lo que se posa extático a nuestros pies y reproducir la imagen de todo aquel que se plante delante, quienquiera sea. Kafka tenía ese espejo y nos lo dio, muy a su pesar.

Otro espejo es el de Fernando Pessoa, quien circuló varias veces por la frase que Plutarco atribuyó a Pompeyo: “Navigare necesse est. Vivere non est necesse”. En El libro del desasosiego, escribía: “[...] nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso”.

El confinamiento inmovilizador sujeta a nuestros cuerpos en esta gran pausa, restringiendo las posibilidades de la navegación material, negando el amarre en puertos, borrando destinos y potenciando la desolación de las sensaciones apagadas. Sin embargo, la gran pausa genera flujos de conciencia, navegaciones del pensamiento, las ideas, la memoria, las emociones, los gustos y las percepciones. La gran pausa activa detonaciones (multiplica metáforas a granel) como globos de chicle en una boca cerrada.

En su poema “Navegar é preciso”, Pessoa sigue con Plutarco:
Navegadores antigos tinham uma frase gloriosa:
“Navegar é preciso; viver não é preciso”.
Quero para mim o espírito desta frase, transformada
A forma para a casar com o que eu sou: Viver não
É necessário; o que é necessário é criar...

Vivir no es necesario, lo necesario es crear. Y navegar. Navegar es necesario. Navegar el desasosiego para escribir, y escribir para navegar en el desasosiego.

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